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Un novio para mi mujer

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A veces tienes que dejar a una persona -o hacer todo lo posible para que ella te deje a ti- para comprender que en el fondo no puedes vivir sin ella. Es una situación terrible, primero porque quedas como un gilipollas, y segundo porque a veces ya no hay camino de retorno.

En esos casos, el alivio que sobreviene tiene una duración variable. Puede durar un día, un fin de semana, un mes de libertades. La soledad reconquistada promete montes llenos de orégano. Imaginas días enteros a gusto contigo mismo, sin discutir, o aventuras eróticas que ofrecen sexo sin tener que pagar un peaje espiritual. Una carnalidad deshumanizada -objetual, que dirían los filósofos- pero muy tranquila y beneficiosa para los nervios. Nueve de cada diez terapeutas recomendarían sexo sin futuro y pleno de carcajadas. Si eres capaz de encontrarlo, claro, que está la cosa muy jodida... La vida sin tu pareja puede parecer el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, pero no lo es si de verdad estabas enamorado y comprendes que has metido la pata hasta el corvejón.

Es lo que le pasa a Diego Martín en “Un novio para mi mujer”, que es exactamente lo mismo que le pasaba a Adrián Suar en la película argentina del mismo nombre, de la que han hecho este remake que  apenas aporta nada: solo la presencia de Belén Cuesta, que nos gratifica, y la calvorota de Joaquín Reyes, que nos deja pensativos sobre los estragos de la edad. 

Sucede que Diego se precipita, se ofusca, ya no ve otra solución que la ruptura definitiva. Lucía se le ha vuelto insoportable, pesadísima, como un café malo que te jode la digestión desde el desayuno. Su pequeña locura ya no es graciosa, ya no estimula, ya no es la fuente de sorpresas inspiradoras. Su locura se ha vuelto una jodienda continua de manías y reveses, gritos y contradicciones. Lo bueno ya no compensa lo malo, y Diego ha decidido dejar de sufrir. 

Lo tiene muy claro, pero apenas tardará unos días en comprender que su sufrimiento no era tal, sino el precio que había que pagar por estar junto a ella. Nobody is perfect, y conviene recordarlo.




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Un novio para mi mujer

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Una mañana te levantas decidido y te conjuras ante el espejo para decirle a tu mujer: “Lo dejo”. Pero luego, en el cara a cara, no terminas de atreverte. No encuentras el valor que hace cinco minutos relucía sobre tu cabeza como el aura de un santo, o como la llama de Pentecostés. Tu valor era la luz que alumbraba el recto camino, y la inaplazable decisión. Hace cinco minutos ya estabas, como quien dice, separado. Virtualmente pre-divorciado, a falta de los papeles que habría que firmar en un despacho de abogados. Un mero protocolo, después del esfuerzo de pronunciar las dos palabras decisivas: “ Lo dejo”

Pero ahora, en el desayuno, mientras ella te cuenta historias que no penetran en tus oídos, te pones a jugar con la margarina, con la tostada, con el café que se enfría en la taza, diciendo “vaya”, y “uf”, y “caray”, noqueado por la cobardía de nuevo recobrada. Te palpas la cabeza un par de veces con disimulo, como si estimaras las deforestaciones de tu cráneo, pero en realidad estás buscando el valor que hace unos minutos te acompañaba y te distinguía: su calor, y su tacto agradable. Pero ya no está. El muy cabrón ha aprovechado un despiste para apearse de la montura y poner pies en polvorosa, escaleras abajo. Dónde andará ya el muy despreciable, el muy hijo de puta, el puto valor, que siempre aparece cuando menos se le necesita: en los ensayos y en las prácticas de fogueo. En los ejercicios de calentamiento. En la acción no-real o figurada. Nunca cuando llega el partido de verdad, cuando empiezan a caer los obuses en la batalla. A la hora de la verdad, el valor es un cobarde. Un desertor de la patria. Un traidor de los ideales.

Piensas, ya resignado a tu mudez, que pasarás muchos años de relación infeliz hasta que el valor regrese como el hijo pródigo de la parábola. Piensas que si se despista unos años de más, ya no habrá manera de desandar lo caminado. Serás demasiado viejo, y demasiado perezoso.  Resignación, hermano, te dices.

De pronto, como iluminado por otra llama, se te ocurre que la solución a tu cobardía está en encontrar un novio para tu mujer. Y que sea ella, enamorada del otro, la que se arme de valor para dejarte en otro desayuno.



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