Salvar al rey

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Mi teoría es que la monarquía española se salvó gracias a los genes de la belleza. No es casualidad que ahora las señoras, cuando pasa la comitiva real, griten “¡Guapo!” y “’¡Guapa!” como primer impulso del cerebelo. Felipe VI es un hombretón al que ya quisiera yo parecerme, y Leticia Ortiz, pues bueno..., es la mujer que él me robó cuando yo estaba a punto de conquistarla.

Pero hay que saber perder, y reconozco que los neo-reyes hacen muy buena pareja, tan altos y tan estilizados. Ellos visten como nadie los uniformes de la realeza, que van desde la guerrera militar hasta el bikini en Marivent. En esto los monárquicos han tenido mucha suerte. Porque la belleza, además, engendra belleza, y a este matrimonio morganático les han salido un par de infantas que quedan muy bien en las fotografías. Los genes Ortiz han corregido en ellas los defectos que afean a las borbonas. O que las conviertes en seres horripilantes... 

Así que la sucesión monárquica -me temo- está garantizada. La belleza entra por los ojos y es capaz de venderte cualquier cosa. Yo mismo, que me creo tan inmune, recuerdo que una vez compré un televisor carísimo en el Carrefour solo porque la dependienta estaba muy buena y no supe -y no pude- decirle que no. Es el mismo mecanismo instintivo, visceral -iba a decir sexual- que ahora mismo vende la monarquía a los plebeyos y a las plebeyas. Es todo tan simple y tan simiesco...

Los esfuerzos de la prensa y del CESID por tapar los adulterios -y las otras cosas- del otro rey contuvieron la marea. Y es justo reconocerlo. Menudo trabajo el suyo, poniendo pisos francos para follar, y llamando de madrugada a los periódicos, y amenazando con hacer pupa a los que podían irse de la lengua. Como en una película de la CIA, cuando protegen al Presidente. Pero nada de eso hubiera servido si el heredero, cuando se sentó en el Trono de los Siete Reinos, hubiera salido en la tele con el belfo acostumbrado, o con la mirada estupidizada de la familia de Carlos IV.



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Apagón

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El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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Aflicción

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¿Somos hijos de la experiencia o de la herencia? El debate es eterno, de guerra de trincheras, y lo seguirá siendo hasta que la ciencia no publique una conclusión irrebatible. 

Llevamos más de un siglo haciendo experimentos con palomas y con seres humanos y los teóricos del asunto siguen sin ponerse de acuerdo. Yo, por mi parte, aunque me gano la vida aplicando las ciencias educativas, luego, en mi retiro espiritual, en las catacumbas de mi biblioteca, milito en el ejército de los que creen que somos pura herencia y puro gen. Máquinas predestinadas. Trenes que van por el carrilito de su vía, en busca de su destino.

En mi teoría -minoritaria, a contra corriente, puede que ni siquiera confesable- la educación sólo es un pátina, y la experiencia poco más que una llovizna. Nada de lo que pasa nos deconstruye por dentro. La sucesión de bases nitrogenadas que determina lo que somos no se descabala por las cosas de la vida. Únicamente una mutación aleatoria o una radiación ultravioleta pueden hacer que dejemos de ser quienes somos. Cambiarnos de verdad. Venimos al mundo hechos de carne, pero esculpidos en piedra.

La ira, por ejemplo... “Aflicción” es una película que habla sobre la heredabilidad de la ira. Schrader no se posiciona, pero abre el debate. Yo creo que está conmigo, pero claro: eso lo digo yo. En “Aflicción·, los hermanos Whitehouse fueron maltratados por el mismo padre borracho e iracundo, allá en las nieves de New Hampshire. Recibieron hostias como panes y castigos como esclavos. Uno de ellos se largó y terminó siendo un escritor de prestigio. Cuando aparece en la trama le rodea un halo de mansedumbre. Es como si nada le hubiera calado. O quizá solo disimula.

Su hermano, en cambio, más corto de alcance, y también más corto de entendederas, heredó la tendencia a la chifladura momentánea, a la ida de olla ocasional. No parece un mal tipo, el bueno de Walter, pero en fin: que se le va la mano. A veces se entrega a la dipsomanía. A veces no mide. Es como una fotocopia desleída de su padre. ¿Tuvo mala suerte en la lotería de los genes? ¿Una vida distinta pudo haberle rescatado? Debates y debates...





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El amigo de mi amiga

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“Uh, vaya lío, los amigos de mis amigas son mis amigos...” Lo cantaban las chicas de “Objetivo Birmania” hace la porra de años, casi por la misma época en que estrenaron la película de Rohmer. A mí me gustaba mucho la chica alta, la que era esbelta y tenía pinta de practicar el aerobic. No era muy guapa, pero ya hubiera querido yo tener una novia así.... Me ponía mucho. Mis amigos -y los amigos de mis amigos, supongo- preferían todos a la chica rubia, que tampoco estaba nada mal. Para empezar, era rubia.

Me pregunto qué habrá sido de estas tres criaturas del señor: si regresaron a Birmania para colaborar con una ONG o se quedaron en Madrid trabajando en cosas aburridas como todo quisqui.

Pongo esta referencia cultural porque no sé muy bien qué decir sobre la película. Es la primera vez que me aburro mucho con una historia de Rohmer. O quizá soy yo, que ando muy tonto estos días. Desmotivado para el disfrute... Además, llevo encima el primer catarro de la temporada, y el peso de las jornadas laborales que se acumulan. Si a Sabina le robaron el mes de abril, a mí me han robado los meses de verano. Hace nada y menos yo nadaba feliz, y leía, y tomaba cervezas en una terraza...

“El amigo de mi amiga” aborda uno de esos tabúes tontos que se imponen los guapos y las guapas a la hora de ligar. “Si fuiste el novio de mi amiga no puedo acostarme contigo”. Cómo se nota que esta gente no pasaba hambre en su juventud... Otro tabú muy de moda era: “Nos criamos juntos en el barrio, así que acostarnos juntos sería como caer en el incesto.” Y el tabú de los primos, claro, incluso de los primos segundos, con los que había que pedir dispensa para casarse, pero no -juraría yo- para tener una experiencia satisfactoria en lo sexual. 

No sé: la gente guapa es muy rara. Muy selectiva. Se puede permitir estos lujos. Yo, por mi parte, estuve enamorado sucesivamente de una vecina del barrio, de la exnovia del amigo y de una prima que vivía tras las montañas. Todas me dieron calabazas, pero yo, ajeno a estos tabúes, puse todo mi empeño en conquistarlas.





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Los anillos de poder

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Esta vez los culturetas de la radio me han engañado. Yo les sigo a pesar de que la mitad son unos fachas y la otra mitad unos socialistas desleídos. Pero en cuestiones de cinefilia me siento uno más de su pandilla. Cada semana apunto sus recomendaciones y me lanzo al abordaje con la pata de palo y el loro en el hombro, yo que solo tengo Movistar + porque el sueldo de funcionario no llega para más.

Los culturetas me han engañado como a un chino. Y chinos, por cierto, no sale ninguno en “Los anillos de poder”. Es un fallo morrocotudo. Un insulto a esa etnia olvidada. O puede que sí, que salgan a partir del episodio 3, viviendo en algún lugar sojuzgados por Sauron o comerciando con los elfos. Me da igual.  Yo ya no voy a verlo. Esta serie es un bostezo disfrazado de superproducción. Una enmienda a la totalidad de Peter Jackson y J. R. R. Tolkien.

No sé: es como si la hubieran rodado sólo para afearles un descuido etnográfico que no era tal. Para echarles en cara un supuesto “racismo de base”. "Los anillos de poder" es como una demolición del heteropatriarcado anglosajón de la Tierra Media. Un esfuerzo muy loable, pero tonto, que además, en lo puramente argumental, no tiene ni pies ni cabeza. Porque al principio, sí, salen Sauron y Galadriel, para que quede claro que esto es el universo expandido de Tolkien. Pero nada más. Lo demás es sacar el CGI a todas horas, y tocar musiquitas con la flauta, y mostrar la fauna tenebrosa pero inoperante de la Tierra Media.


El problema no es que haya mujeres empoderadas o hobbits que pertenezcan a todas las razas de la Tierra. Faltaría más. El problema es que se nota la enmienda. Que se ve la fórmula. Que estas correcciones políticas te sacan de la Tierra Media. Que no te crees nada de lo que ves. 



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The Office (BBC). Temporada 2

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Dice la Wikipedia: “El efecto Dunning-Kruger es el sesgo cognitivo por el cual las personas con baja habilidad en una tarea sobrestiman su habilidad”. O sea: que quienes tienen menos inteligencia no solo están por debajo en las escalas, sino que además no saben reconocer esa situación de inferioridad. O sea: un desastre. Un naufragio cognitivo y metacognitivo. El argumento de Sócrates tirado a la papelera. Ellos, los afectados por el efecto Dunning- Kruger, se creen más inteligentes de lo que son y transforman el axioma socrático en “Solo sé que lo sé todo”.

David Brent, el jefe de la oficina en “The Office” es un Dunning-Kruger de libro. Puede que Ricky Gervais y Stephen Merchant supieran de esto sesgo antes de escribir el personaje. O puede, simplemente, que se hayan cruzado con varios de estos tipejos a lo largo de la vida. Gente inmune al ridículo cuando fracasa en lo que no sabe, o en lo que no debe, porque van por el carril contrario de la autopista y piensan que son los demás los equivocados. Los inferiores en capacidad. Es muy difícil tratar con estos memos y estas memas carentes de autocrítica, y por tanto ufanos y petulantes. Sobre todo si padeces el otro sesgo estudiado por el señor Dunning y el señor Kruger, que describe el hecho psicológico contrario: ser inteligente y no darse cuenta de ello, y subestimar continuamente las propias habilidades.

Los David Brent de la vida son seres odiosos y contumaces. No puedes razonar con ellos porque viven en otra dimensión de la realidad. No tienen por qué ser mala gente: simplemente viven desconectados del mundo. Les falta un tornillo, una neurona, un aminoácido fundamental. No son memos, sino metamemos, ignorantes de su propia memez. Te puedes reír un rato con ellos, pero al final cansan. 

Yo también me he cruzado con alguno y con alguna por la vida. Todo va bien mientras no tienes que medirte la polla o el intelecto. Ahí siempre pierdes, aunque ganes. Es una competición absurda. Es mejor cambiar de acera, o limitarse al compadreo.








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Peppermint Frappé

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El problema irresoluble de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un instinto contra el que no se puede batallar.

Es por eso que los feos nos hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.

Luego, a los feos, la vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia -a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el ecosistema es un  proceso más o menos largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada, pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint Frappé”, no terminan de asumir su rol  en el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.





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Formentera Lady

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Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el exilio.

Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a proseguir.

Hubo un tiempo, sí, cuando los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta, calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a vivir en la marginalidad.

Yo también soñé -y aún sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.





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