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El problema irresoluble
de la humanidad es que todo el mundo quiere follar. La fealdad no anula el
ímpetu de los instintos, y eso provoca desequilibrios en el mercado porque los
feos, de entrada, no se resignan a entroncar con sus semejantes en la fealdad. Todos
anhelamos la compañía de la belleza porque la belleza de nuestra pareja nos
distingue y nos ennoblece. Nos da un estatus superior y nos endereza un poco al
caminar. Y no hay nada turbio ni superficial en ese anhelo: simplemente es un
instinto contra el que no se puede batallar.
Es por eso que los feos nos
hemos inventado la “belleza interior”, para que lo intangible equilibre lo
tangible. Para que el sentido del humor, la cultura, la inteligencia... el aura
inexplicable, nos conceda una oportunidad de aspirar a la gran belleza, la que
no necesita subterfugios ni eufemismos. La que es evidente por sí misma, instintiva
y natural. La que entra por los ojos y se agarra a las tripas en un santiamén. La
que no necesita un procesamiento mental que siempre tiene algo de circunloquio.
Luego, a los feos, la
vida nos va poniendo en nuestro lugar. A veces tenemos una suerte de la hostia
-a mí me ha pasado- pero son habas contadas en realidad. Conocer tu lugar en el
ecosistema es un proceso más o menos
largo y doloroso. Una universidad de la vida, como dicen por ahí. Al final
sales de la carrera con una nota de expediente que no es exacta ni cerrada,
pero con la que más o menos sabes a qué atenerte. La mayoría recuerda lo
aprendido y ya no se lleva grandes desengaños. Pero otros, como Julián en “Peppermint
Frappé”, no terminan de asumir su rol en
el escenario, y se llevan unas hostias como panes. Enamorado hasta las patillas
de Geraldine Chaplin, Julián se mira al espejo y quizá no se ve. O sí se ve, pero
prefiere rebelarse contra la suerte cochina y la dictadura de los genes. Una
batalla perdida, en cualquier caso, y una neurosis garantizada.
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