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Formentera Lady

🌟🌟🌟


Hubo un tiempo en que yo, como José Sacristán en la película, también soñé con ser farero y perderme en una isla lejos de los hombres, y de las mujeres. De todas menos una: la que habría de ser mi compañera de aventura y mi colega en el exilio.

Soñaba con vivir en un acantilado que distara varios kilómetros del pueblo más cercano. Recorrerlos en bicicleta solo cuando necesitara alimentos o medicinas. Tenía hasta un sitio escogido, en la costa asturiana, donde el faro ya era eléctrico y no necesitaba más que una revisión periódica de un técnico motorizado. Lo mío, en aquel paraje brumoso y siempre azotado por las olas, ya era el sueño de un imposible. Pero cuando llegaba el verano yo me entregaba a él como quien se entrega a un sueño reparador que le ayuda a proseguir.

Hubo un tiempo, sí, cuando los fareros todavía eran profesionales que vivían en sus faros, como señores altaneros y encastillados, en el que soñé con llevar la misma vida -exacta, calcada, como si me la hubieran robado mientras dormía- que empujó al personaje de José Sacristán a perderse en la isla de Formentera. De hecho, en la película, José Sacristán conduce un Land Rover con matrícula de León, y es como si me hubieran plagiado hasta la procedencia provincial. Demasiada casualidad, pensé, que este hippy proceda de unas tierras tan poco dadas a salirse por la tangente o a vivir en la marginalidad.

Yo también soñé -y aún sigo soñando, pero ya es un sueño dentro del sueño- con vivir al lado del mar junto a una mujer igual de aventurada y despegada de los hombres. Bajar con ella dos veces por semana al tumulto de la civilización, a socializar en las terrazas para no terminar convertidos en dos gorilas en la niebla. Y al poco, hastiados ya del contacto con los demás, con los amigos ya saludados y las cuentas ya aclaradas, regresar a nuestro refugio para entregarnos como dos bonobos a los amores tórridos o tempestuosos, lánguidos o sudorosos, según las épocas del año y los vaivenes de la salud.





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Libertad

🌟🌟🌟


En la película de Clara Roquet hay libertad, o más bien Libertad, pero no hay comunismo, lo que seguramente agradará mucho a la señora que manda en la capital. Libertad, la adolescente colombiana, pasa el verano en una familia que cuando escucha la palabra comunismo se parte de risa mientras saca la escopeta o llama al asesor fiscal para preguntar por la estabilidad de los mercados.

En esa familia que huelga en su piscina inabarcable -más grande que la piscina municipal que acoge a los parias de La Pedanía- vive una adolescente llena de complejos llamada Nora que verá en Libertad todo lo que ella no es: una chica libre, contestona, desinhibida con los muchachos, que sale de casa cuando le peta y regresa a ella cuando le sale, por mucho que su madre, Rosana, la criada del hogar, rabie y se desgañite con su vocecita de mucama ejemplar.

Libertad, además, es una chica de desarrollo acelerado, de rostro carnoso y curvas levantiscas, y Nora, acomplejada, se pregunta ante el espejo por qué la vida puede ser tan injusta. Por qué el desarrollo embrionario hace que unas sean así y otras asá. Por qué a unas chicas las premia con la belleza y el hechizo, y a otras las condena a la timidez y a la insustancialidad. En este primer verano lúcido de su adolescencia, Nora comprenderá que la vida no siempre es justa, y que está plagada de desequilibrios y sinrazones.

Nora, en su simpleza de adolescente, se considera una desheredada de la fortuna cuando todos sabemos que a la larga ella lleva todas las de ganar. Nora crecerá, medrará, recibirá apoyos innúmeros y tráficos de influencias, mientras que Libertad, que ahora es la reina provisional de la fiesta, la tormenta perfecta de los encantos, terminará deslomando su cuerpo a cargo de un jornal miserable. Ese es el destino más probable para cualquier siervo de la gleba. Pasados los años, Libertad será carne de crápulas y esclava de empresarios, mientras que Nora, a su ritmo, terminará encontrando su hueco en los privilegios de la burguesía.



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