Regreso al futuro

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Puede que yo esté muy tonto estos días, pero “Regreso al futuro” me ha parecido por primera vez una tragedia, y no una comedia descacharrada. 

Nada que objetar, por supuesto, a su presencia en el santoral. Es un clásico que jamás se nos morirá.  Da igual que la veas diez o veinte veces: siempre le encuentras la gracia, la ocurrencia, el detalle genial que antes se te escapaba o ya habías olvidado. Estoy hablando desde las tripas, claro, desde la pura subjetividad. “Regreso al futuro” nos dejó boquiabiertos en la adolescencia y todavía no ha venido nadie a recolocarnos la quijada. La vimos dos veces en el cine y muchas más -muchísimas- en el VHS de un amigo millonario. Años después la recuperé en las reposiciones del viejo Canal +, y todavía hoy me quedo viéndola hasta el final, la pille donde la pille, cuando hago zapping por los canales del Movistar. Me sé -nos sabemos- los diálogos de memoria.

La volví a ver cuando Alejandro era pequeño y quise introducirle el gusanillo de la cinefilia. De hecho, ayer vimos la película juntos porque él anda de visita y yo ando de convalecencia. Aquel gusanillo chiquitín ya es como el gusano de “Dune” que repta por sus neuronas. Alejandro, separado de “Regreso al futuro” por una generación, disfruta la película tanto como yo, y en eso atisbo que no todo lo que digo es añoranza y anteojeras.

Quiero decir que “Regreso al futuro” sigue siendo trepidante y divertidísima. Genial. Pero acabo de comprender que Robert Zemeckis y Bob Gale son dos pesimistas de la condición humana. Su película es un acto terrorista contra el libre albedrío. Nos están diciendo que da igual lo que hagas en la vida. Que todo está escrito. Conocerás a quien tengas que conocer; te engañará quien tenga que engañarte; te enamorarás de quien tengas que enamorarte. Vivirás las alegrías y las penas que tengas predestinadas, quieras o no. Porque si un día te haces el despistado y emprendes un camino divergente, vendrá alguien del futuro para rectificar tu deriva y dar cumplimiento a las escrituras. El texto sagrado de tu destino no admite correcciones. Lo decía el mismísimo Jesucristo en uno de los evangelios.






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Blonde

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“Blonde” es una película muy aburrida. Y que conste que venía advertido. Pero me podía la curiosidad. La figura de Marilyn -vamos a ser sinceros- sigue siendo puro morbo y puro fuego. 

Ayer me quedé dormido a la hora de la siesta, cuando ya llevábamos media hora de experimento fílmico. Y por la noche, en el segundo asalto a la trinchera, volví a quedarme dormido con Eddie pegadito a mi costado. No hay caso. He firmado el armisticio y he dejado esta guerra a medio terminar. Ya está uno hasta las narices -con perdón- de experimentos fílmicos. Y además son malos tiempos para dejarse las horas con lo que no llena, con lo que no entusiasma. Hay mucho que ver. Ya hay tantas plataformas televisivas como plataformas petrolíferas.

Los del Cahiers du Cinéma dicen de películas como “Blonde” que son “otras formas de narrar”, “visiones del artista”, “innovaciones de la mirada subjetiva...". Cine que rompe los esquemas y todo eso. Bah... Patrañas. Memeces. Dicen eso para quedar muy intelectuales, muy cercanos al misterio. Se creen sacerdotes más próximos a la Verdad que usted y que yo. Pero son unos fariseos, unos sepulcros blanqueados. Por dentro seguro que también reniegan, que también se hacen cruces. Pero no lo pueden remediar: cuando ven una película rara, como rodada por Godard, con cambios de formato porque sí y cambios de color por mis cojones, descubren una oportunidad de oro para salirse por la tangente y declarar que ellos han visto a Dios en la penumbra del cine o del salón. Ni puto caso.

Solo la belleza de Ana de Armas sostiene los planos y mantiene un poco el interés. Su belleza y su veracidad, por supuesto, para que no se me enfade mucho Irene Montero. El problema no es que Ana de Armas no de el pego de Marilyn, que lo da. Se deja la piel y las lágrimas en el empeño de ser convincente. Y lo consigue. El problema es que esto es un muermo psicoanalítico; un capricho de “auteur”. Otra decepción del otoño decepcionante.





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Alcarrás

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La película se titula “Alcarrás” porque está rodada en Alcarrás, Lleida. Pero podría haberse titulado “La Pedanía” si Carla Simón hubiera nacido en El Bierzo y no en Cataluña. La diferencia fundamental es que en “La Pedanía” habrían recogido uvas y no paraguayos. Bueno, y más cosas, porque esto es como un vergel tropical donde crece hasta la piña. El paraíso de los mosquitos, gordos como terratenientes.

Lo otro que separa ambas películas -la real y la imaginaria- son detalles menores. Aquí, por ejemplo, los jovenzuelos tendrían que cultivar la marihuana entre las tomateras del abuelo porque nada crece medio metro sobre el suelo salvo los árboles frutales. Y que en La Pedanía, tan al Noroeste de la Península, mientras recogen las cosechas hablan medio gallego, o gallego entero. En cualquier caso, no castellano, no el leonés cerrado que yo hablo y que a veces provoca malentendidos culturales

Mientras veo “Alcarrás” -que es otro experimento fílmico de Carla Simón, otra película estimable pero aburrida- no hago más que pensar en este pueblo donde yo vivo. Un pueblo que no he entendido jamás a pesar de llevar aquí 23 años. Más tiempo que el que pasé en León entre crianzas y educaciones. A mis vecinos les entiendo racionalmente, socioeconómicamente, pero vivo ajeno a sus preocupaciones y a sus sentimientos. Debe de ser que yo nunca he tenido una hacienda, una tierra, un mísero huerto. Bueno, sí, un calabazar, de adolescente, donde varias muchachas plantaron su semilla particular. Y luego ya nada.

Yo nací sin herencias, con abuelos sin pueblo. Vengo del exilio agropecuario a la ciudad. Y luego, con el correr de los años, las mil y una crisis económicas fueron convirtiendo cualquier sueño hortofrutícola -de intelectual que recoge sus lechugas y sus tomates- en un imposible metafísico. Solo cogí una azada en mi vida, para ayudar a un amigo, y me salieron unos callos instantáneos que se abrieron y sangraron como llagas de iluminado. Ese es todo mi bagaje.





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Uno de los nuestros

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Alejandro, mi hijo, alias “El Retoño”, es uno de los nuestros. De Eddie y mío, que esperábamos su llegada como agua de noviembre, a ver si se acaba la sequía. Alejandro es un goodfellas de verdad. El que faltaba en la pandilla. Tendríamos que hacer otro cartel igual al de la película -ese mítico de Pesci, De Niro y Ray Liotta- pero con nuestras tres caras sobre el fondo de negrura. En el medio Eddie, por deferencia; a la izquierda yo, por ser un gran pecador; y a la derecha Alejandro, que sin ser ningún santo vivirá a la diestra de Dios Padre, dentro de muchos años.

Pero nos faltaría Noa, claro, su perrita, que es como la cuarta dimensión, tan rara y cariñosa como es. Noa, en nuestro póster familiar, podría hacer del muerto que aparece bajo el puente de Brooklyn. No porque la odiemos, sino para imitar la composición. Una cosa artística nada más. Ese muerto, por cierto -acabo de darme cuenta 32 años después, y al menos 10 visionados entusiastas- no sale en la película, y quizá siga siendo la única pega que pueda ponerse a este clásico ejemplar.

A Alejandro le ha gustado algo menos que a mí porque él vive en otra generación, y en otro modo de narrar. La adrenalina de “Uno de los nuestros”, que para mí es la dosis exacta, a él le resulta insuficiente. Quise tener un hijo pronto para que el abismo generacional no se convirtiera en distancia kilométrica. Y lo cierto es que la idea ha ido funcionando . Pero el cine va a toda hostia por la carretera, como cantaban Los Ilegales, devorando las convenciones.

Alejandro y Noa, que son nuestra “famiglia” en La Coruña, no han llegado en el mejor de los momentos. Uno anda cabizbajo, remolón con las rutinas. Se han juntado muchos otoños de sopetón. Hasta la crisis del Madrid pone su palito en la rueda cotidiana. Y además hace nada nos cambiaron la hora, que es un regalo traidor, porque duermes una hora más pero al día siguiente se te hace de noche en un pispás. 

El reencuentro de ayer fue raro, sombrío, de confesiones de sobremesa, pero hoy hemos retomado la rutina familiar: el paseo, y la caña, y la película que nos agolpa en el sofá. Humanos y perros en un totum revolutum. 





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Andor

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En la serie nos aseguran que Cassian Andor vivió en la galaxia lejana hace mucho tiempo. La misma donde la familia Skywalker conoció la Luz y la Oscuridad. Pero la verdad es que a tenor de lo visto -episodio 8- Cassian Andor podría vivir en cualquier otra galaxia del firmamento. O en esa misma, pero en otro tiempo muy diferente, para nada relacionado con las guerras galácticas que llevamos cuarenta años contemplando.

Los que hemos visto “Rogue One” no lo ponemos en duda, pero los que hayan caído en “Andor” sin información previa -que tampoco serán muchos, supongo, porque la frikada es muy adicta y responsable- podrían pensar que esta vez los de Lucasfilm nos han dado gato por liebre. Una galaxia por otra. Total -debieron de pensar en la productora- salen naves espaciales, y planetas remotos, y a veces un caza imperial acojona a los rebeldes. Suficiente para matar el hambre y mantener la granja en funcionamiento.

Durante muchos episodios ese fue el único elemento que hizo de “Andor” parte del universo expandido, y no un universo paralelo: los cazas imperiales. Y aun así, uno podría pensar que la empresa que los construye los exportaba a otras galaxias para hacer negocio con la guerra, del mismo modo que en la Tierra los americanos exportan sus cazabombarderos a las repúblicas bananeras. Que un caza imperial surque los cielos tampoco garantiza que se trate de la misma guerra de nuestra infancia.

Exagero un poco, claro, por el afán de criticar. A veces, en los diálogos, se menciona al Imperio y a los rebeldes, pero como cosas remotísimas. Hay una trama de seguratas que tiene lugar en Coruscant. Una vez, incluso, hablan del emperador Palpatine... Creo que es justamente en este episodio 8 donde ya he aparcado el Halcón Milenario. Demasiado poco para tanta expectativa. Yo pensaba: “Bah, quedan cuatro episodios más. Aguantaré. Tarde o temprano vendrá por aquí un galáctico de verdad, como aquellos del Madrid: Darth Vader, o Kenobi, o la princesa Leía”. Fui a IMDB a confirmar el dato y descubrí que ya hay una segunda temporada en marcha. Otros doce episodios de Cassian Andor por la semigalaxia. Ya vale.




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El crítico

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Me jode disentir de Carlos Boyero cuando le leo. O cuando le escucho en la radio cada semana, en el programa de Carlos Francino. Son solo veinte minutos de charleta, pero para mí es una consulta ineludible, tan necesaria como la del médico o la del amor.

Menos mal que no discuto muy a menudo con él; que casi siempre comulgo y asiento con una carcajada cuando voy con los auriculares. Sería insoportable, insufrible, un motivo más para atiborrarse a tranquimazines. Porque yo, de algún modo, me siento identificado con él. No somos de la misma generación, ni hemos compartido experiencias vitales más allá de haber sufrido a los curas en nuestra infancia. Yo no viví la Movida, ni probé las drogas, ni conocí a Fernando Trueba, ni escribí en periódicos de prestigio. Yo me quedé en la provincia, fume una vez un porro y soy amigo de otros seres muy anónimos como yo. Una vez tuve una columna semanal en un periódico de por aquí y ni siquiera escribía sobre cine, sino de movidas locales, pasadas por el filtro de mi ignorancia. Como no me dejaban escribir sobre películas, al final me las montaba yo solo en el ordenador. Un día los del Opus Dei compraron el periódico y me echaron por rojo. Y por mal escritor, supongo. Y por pecador de la pradera, por supuesto.

Boyero y yo, cada uno en la galaxia de su influencia -la suya de panorama nacional, la mía de menos de cien seguidores en Instagram- tenemos un perfil similar. Unos gustos coincidentes. Una personalidad catastrófica e hiriente. Nos la sopla todo, al menos de cara al público. Luego, supongo, la procesión va por dentro. A mí al menos me pasa. Tenemos una afinidad preocupante, quizá. Él no sabe nada de mi, pero yo sí sé mucho de él, y más ahora que acabo de ver este documental. Le miro, le escucho, le sigo en sus argumentos, y siento por un lado que me hubiera gustado vivir su vida: los festivales, los amigotes, los pasotes...., el ego de saberse leído e influyente. Pero por otro lado veo en él el reverso tenebroso del Álvaro que no fue. Pero que puede, ay, que esté a la vuelta de la esquina: el cinéfilo derrotado, de voz quebrada y alicaída. 




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Frasier. Temporada 4

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En la cuarta temporada de “Frasier” todos los personajes se lanzan a la búsqueda del amor. Y supongo que no es casualidad tratándose de una serie sobre psiquiatras, ya que el amor es el asunto que más pacientes lleva a sus consultas. Sus averías provocan todo tipo de neurosis y efectos psicosomáticos que sólo se curan pagando 100 pavos por hora de charleta. Y mucho más, me imagino, en los despachos de Seattle con vistas a la Aguja Espacial.

 Niles, por ejemplo, el hermano de Frasier, vive enamorado de Daphne. Pero Daphne, deslumbrada por los hombres con mucho músculo y poco cerebro, le mira como a un ser asexuado, un medio hombre o un medio elfo. Así que Niles, desconsolado, regresará con el rabo entre las piernas a su matrimonio tan rico en sábanas de seda como improductivo en secreciones para mancharlas. La suya sería una historia trágica si no fuera porque su hermano no le cobra ni un dólar cuando acude a su vera desconsolado.

Frasier, por su parte, a sus 43 años bien llevados, no termina de encontrar el amor que él tanto anhela. Ni siquiera encuentros esporádicos para ir acallando los instintos, que le pían en las tripas como polluelos abandonados. Es verdad que en algún episodio se le presentan oprtunidades muy prometedoras, pero por el bien de la comedia todas terminan en fiasco mayúsculo o en ridículo espantoso. Lo importante es que la trama avance, y que se sucedan las peripecias para que Frasier permanezca estancado en la hambruna sexual. Hay quien se ríe mucho con esto, pero yo no tanto. Porque no termino de creérmelo.

O sí... Porque a Frasier se le nota demasiado la urgencia de su corazón, mucho más candente que la de su pene. Y eso, en el Mercado de las Oportunidades, resta más que suma. El ejército de divorciados y de divorciadas ya solo busca pasárselo bien: echar un polvo cuando sube la presión y el resto del tiempo disfrutar de la vida como viene. Sin complicaciones de las que hurgan en la herida. Son malos tiempos para la lírica. Para el enamoramiento de las grandes palabras. Para los líricos como Frasier Crane.




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Tres anuncios en las afueras

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En los 23 años que llevo en La Pedanía nunca se ha producido un crimen tan tremebundo como este de la película. La gente de aquí es muy particular, más bien tirando a lo cejijunto y a lo cerril, pero no produce psicópatas asesinos ni violadores de chavalas. Que uno sepa... Y los peregrinos, cuando pasan, en los cinco minutos que tardan en atravesar la calle principal, nunca cometen una barrabasada que luego tenga que investigar el cuerpo de policía. A veces, entre los oriundos, se producen insultos, peleas, discusiones sobre lindes... Acaloramientos de bar cuando juegan el Barça y el Madrid e interviene el videoarbitraje. Pero nada que desemboque en un guion truculento al estilo de Jolivú.

Pero si un día ocurriera algo grave -Dios no lo quiera- tenemos anuncios en las afueras para dar y tomar. Si en Ebbing, Missouri, Mildred Hayes solo tenía tres paneles disponibles para denunciar la parálisis policial, aquí, en La Pedanía, Castilla y León, habría tenido decenas de ellos para expresar su contrariedad. En eso, la verdad, vamos sobrados de material, porque para llegar hasta aquí hay que atravesar un polígono industrial en el que se venden coches y sofás de todos los colores, y cada negocio cuenta con su anuncio particular, enorme, bien visible para cualquiera que pase conduciendo o jugándose el pellejo en la bicicleta.

Hay un cartel, en concreto, que convoca todas nuestars miradas. Las masculinas por el deseo y las femeninas por la envidia. Ese jamás se lo dejaríamos a Mildred Hayes para que dejara patente su cabreo. Entenderíamos su dolor, pero le ofreceríamos otros carteles para desfogarse. Y si insistiera en ese, incluso pagando el doble de lo establecido en el contratro, convocaríamos un pleno vecinal para votar a mano alzada y evitar que nos dejara sin el recreo de la vista. El cartel del que yo hablo anuncia una tienda de sofás situada en la carretera de Galicia: en él sale una zagala esbelta y rubísima que lejos de atraer la mirada sobre el producto, la secuestra sobre su presencia, produciendo algo así como un efecto antipublicitario. 



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