Still Crazy

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Soy un seguidor habitual del podcast “Tiempo de culto”. Lo escucho por el monte cuando paseo con Eddie entre los viñedos. Si no hay pájaros que canten, prefiero escuchar el programa antes que atender a mis propios pensamientos, ya repetitivos y muy poco fructíferos.

Ellos se llaman a sí mismos “el podcast de los Pollaviejas”, aunque sus responsables, Paco Fox y Ángel Codón, sean algo más jóvenes que yo. Si su polla es vieja, la mía debería ser vetusta, prácticamente inservible, y yo, la verdad, no la veo tan mal cuando llegan los entusiasmos. 

Da igual. Ese no es el tema. “Tiempo de culto” no es un podcast que trate sobre pollas -aunque a veces, porque esto es un corrillo entre hombres, la conversación derive hacia lo sexual o lo escatológico- sino un podcast sobre el cine de nuestras vidas. En Fox y Codón he encontrado el punto medio entre el cinéfilo cultivado y el cinéfilo provincial. Si hay que hablar de cine clásico, pues se habla; y si hay que hablar de majaderías contemporáneas, pues también. Lo mismo reina la inteligencia que el cachondeo. A veces tomo notas mentales y a veces me parto de la risa. Unas veces encienden la pipa del crítico petulante y otras se ponen a jalear la película como aquellos Gremlins que veían “Blancanieves”. Fox y Codón no esconden sus manías, sus contradicciones, sus gustos muy personales y a veces intransferibles. Me emociono cuando encuentro en ellos el respaldo a una pedrada muy personal; me frustro cuando recomiendan una película “de culto” y yo pico en el anzuelo y quedo herido de aburrimiento, con un desgarrón en la mandíbula.

No suele suceder, pero a veces pasa. Hoy, por ejemplo, sigo curándome  la herida con el Betadine y las gasas profilácticas. “Still Crazy” es cine de rockeros para rockeros. Y nada más. No tiene ni gracia ni chicha ni ná. Los Pollaviejas la ponderaban mucho en su programa, pero me da que hace tiempo que no la ven, o que con la banda sonora ya les vale para reivindicarla. Pues vale... Po fale... Esto del cine es United Colors of Benetton y aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.





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Succession. Temporada 4

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Hace dos años fue el Mandaloriano quitándose el casco ante Grogu; el año pasado, Saul Goodman y Kim Wexter fumándose un cigarrillo en la prisión. Todos los años tienen un momento seriéfilo que permanece en el recuerdo. Cuando ya no recordemos nuestro nombre ni el nombre de nuestros hijos, la mente, que es traicionera porque se queda con lo banal y olvida lo importante, seguirá recordando el final envenenado de “Succession”. Incluso desmemoriados, una mezcla de pena y asco por estos personajes seguirá revolviendo nuestras neuronas. 

Los revolucionarios franceses inventaron un calendario alejado de los santos y las santas -esos enajenados, y esas esquizofrénicas. Los sans-culottes llamaban a los días con los nombres de los frutos y de los pájaros, pero no dudo que en el siglo XXI hubieran instituido el Día de la Serie para celebrar que una ficción de nuestras vidas termina con un episodio redondo, y que gracias a ella nos hemos formado como personas, nos hemos entretenido como monos, y nos hemos informado de cómo viven las gentes ajenas a nuestra experiencia: en este caso, los hijos de puta -y las hijas de puto- que realmente dirigen las democracias tras la falsa cortina de las elecciones. Es decir: los que ponen la pasta, los que chantajean al presidente, los que controlan los telediarios, los que ponen a Ana Rosa Quintana -en Estados Unidos se llama Ann Rose Fith- para dirigir el voto de las amas de casa y los tontos del culo.

2023 ya será para siempre el año en que conocimos al sucesor (¿o sucesora?) de Logan Roy. Ha sido un parto larguísimo, pero todos los héroes de la antigüedad, y todas las semidiosas de las sagas, nacieron de partos complicados y atravesados. 2023 también será el año en el que se despedirá Miriam Maisel de nuestros televisores, y yo lloraré mi amor imposible por ella, tan lejos en la distancia y en el tiempo. Pero eso será dentro de unas semanas, cuando me reponga de este adiós que no será más que un hasta luego. “Succession” ha terminado, sí, pero la magia del píxel, del servidor remoto en el desierto, la tendrá siempre disponible para recuperarla.



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El puente

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"El puente", al principio, parece otra españolada de Alfredo Landa buscando suecas en bikini. O mejor sin bikini. ¡Pero no es posible! -nos decimos- porque esto es una película de Juan Antonio Bardem, y el tío de don Javier hacía cine social y reivindicativo, comunista incluso, aunque a veces tuviera que disimular ante la censura. 

Alfredo Landa es un mecánico que al llegar el puente de Ferragosto coge la moto y se dirige a Torremolinos para darse unas alegrías epicúreas: tomar el sol, zamparse una paella como Dios manda y luego, aprovechando la canícula, cuando las suecas yacen más aletargadas en la playa, presentarse como un latín lover capaz de dejarlas satisfechas en la cama. Lo tiene crudo -pensamos con malicia los feos del siglo XXI-  pero también es verdad que las tías se pirran por cualquier tolai que vaya vestido de motero: será la chupa, y la chulería, y la chepa que se les queda. La triple "ch" terrorífica. Mientras veo “El puente” lamento mucho no haberme comprado una moto en  mi juventud: me hubiera roto muchas costillas, sí , y puede que alguna crisma también, pero jo, resultado garantizado, como un conjuro de hechicero.  

En "El puente", Alfredo Landa tiene algo de “easy rider” que se alimenta no con porros, sino con bocatas de calamares. También tiene algo de don Quijote cuando cruza las estepas en busca de su sueño de mujer: Dulcinea de Estocolmo, o Ingrid del Toboso. No monta a Rocinante, pero sí a la “Poderosa”; y yo, que tengo mucha memoria para las cosas bolcheviques, confirmaré en internet que la “Poderosa” era la moto con la que Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado cruzaron el Cono Sur para tomar conciencia de la desigualdad y la pobreza. 

Tate, me digo: aquí está el señor Bardem preparando algo gordo. ¿Será finalmente Alfredo Landa el Che Guevara de la Mancha, él que solo iba a meterla en adobo y presumir luego ante las amistades? Sí, era eso. Pero no conviene ponerse muy estupendos: solo cuando Landa comprenda que las suecas quedan muy lejos de sus aspiraciones, sublimará sus instintos apuntándose a la lucha revolucionaria. De nuevo la terrible idea de que los tíos felices jamás se sumarán a las barricadas. 





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Air

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Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios. 

Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas.  Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor. 

“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto. 

Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.




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Californication. Temporada 7

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“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas. 

En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán.  “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.

El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí. 

No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia. 





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La octava mujer de Barba Azul

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A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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The lost king

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Dentro de 500 años, cuando una historiadora amateur quiera honrar los restos mortales de Juan Carlos I, seguramente no tendrá que consultar mapas antiguos ni buscar bajo el asfalto de ningún aparcamiento. Puede que entonces, para empezar, ya no existan los aparcamientos sobre tierra y los coches, todos voladores, duerman sus descansos suspendidos de las nubes. 

España, dentro de medio milenio, seguirá siendo una monarquía como Dios manda, y el monasterio de El Escorial seguirá albergando los féretros de la familia Borbón y sus consortes asociados, todos muy bien identificados con su plaquita y su registro de ADN. Los sucesivos responsables de Patrimonio Nacional tendrán que ir ampliando el panteón, eso sí, porque va a haber reyes -y reinas- para dar y tomar, tan prolíficos como son, unos más tontos que los otros, otras más guapas que las demás. En una esquinita del monasterio, por ejemplo, yacerán los restos mortales de Leticia Ortiz, nuestra reina de ahora, la honoris causa, que serán el recordatorio de que la belleza sin par no es más que una configuración efímera de la materia. Yo por entonces también seré polvo como ella, más polvo enamorado de su recuerdo.

Dentro de 500 años -porque el género humano es así de extravagante y se aburre mucho en el hogar- existirá otra Philippa Langley que viendo un documental sobre nuestro Juan Carlos pensará: “Puede que en el fondo no fuera tan mal tipo como lo pintan. Asesinaba animales inocentes, es verdad, y tenía manejos oscuros con el dinero. Se acostaba con mujeres que no eran su mujer y vivía tan distanciado del pueblo que apenas pisaba las playas y las plazas, siempre de regatas o sobrevolando en helicópteros. Pero joder: nos trajo la democracia envuelta en celofán, y rompía las líneas para saludar a los piojosos y a las cejijuntas, todo sonrisa y campechanía. Así que voy a reivindicar su figura y tal y tal. Si la historia le devolvió la honra a Ricardo III de Inglaterra, qué menos que se la devuelva al Juancar I de España, que además una vez pidió perdón a la concurrencia”.



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La calumnia

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Puede que le hayan caído los años encima, pero a mí me gusta mucho “La calumnia” porque también me calumniaron una vez. Gravemente. Son esos casos en los que la realidad y la ficción se entrecruzan. Mientras asisto al drama de William Wyler, siento que las neuronas espejo trabajan a destajo, identificándome con estas pobres mujeres acusadas en falso.

Los niños -y las niñas, y les niñes, joder, qué soberana tontería- no son unos benditos del Señor. Los que hay que sí, claro, pero también hay mucho hijoputa que milita entre sus filas. La infancia es el mundo de los adultos en miniatura, y no el paraíso de los santos inocentes. El señor Rousseau hizo mucho daño con sus teorías sobre la bondad natural. Hace unos años, en un equipo del fútbol base, un chaval que apenas jugaba se vengó de mi compañero diciendo que éste “le tocaba” en el vestuario. Es un tema candente y los chavales lo saben. A veces es cierto y el tipo sale en los telediarios, provocándonos el asco. Pero a veces es falso y el acusado sufre un calvario personal en el que va dejando jirones de salud y de dignidad. Muchos defendimos a mi compañero y no nos equivocamos. La vida no es siempre un reality show para marujas aburridas.

En “La calumnia”, Audrey Hepburn y Shirley MacLaine son dos profesoras de un internado acusadas de mantener “relaciones ilícitas”. Que se pegan el lote, vamos, cuando las alumnas ya duermen tranquilamente. Como esto es la América Profunda y además estamos en 1961 -la obra teatral es incluso anterior- se monta un escándalo mayúsculo. “Mi hija no puede permanecer más tiempo en este lugar de mujeres licenciosas” y tal. Como si el lesbianismo fuera en primer lugar un pecado y en segundo lugar una enfermedad contagiosa. ¿Queda el consuelo de que estas cosas ya no pasarían en el año 2023? Pues según y dónde, como decía mi abuela. 




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