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Californication. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟

“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas. 

En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán.  “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.

El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí. 

No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia. 





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Austin Powers 2: la espía que me achuchó

🌟🌟🌟🌟

Vemos, Pitufo y yo, en dos ratos robados a la Eurocopa de fútbol, las dos primeras películas de Austin Powers. La verdad es que son malas, muy malas, de un humor chusco y pedorrero, pero nos lo hemos pasado como enanos. Nos hemos revolcado como cerdos en la basura que Mike Myers nos echaba a paletadas desde el otro lado de la tele. Lo hemos hecho por voluntad propia, sabiendo a lo que veníamos. Yo, el liante, porque ya las había disfrutado en su tiempo como un tontaina, y Pitufo, el liado, porque venía puesto sobre aviso de lo que Austin Powers iba a ofrecernos. Que es el humor, por otro lado, que a él más le gusta, el que se gana las carcajadas y los aplausos en su instituto de barriada periférica.

Aquí, en principio, el que sobraba  era yo, con mi adolescencia irresuelta, con mis cuarenta años desaprovechados. Con mi bochornosa predilección por películas que otras gentes de mi edad ya no aguantan más allá de diez minutos, ofendidas en su gusto, y en su orgullo. Yo, en cambio, que ya he tirado la toalla de la madurez, que me sé perdido para la causa de los adultos, me regocijo como un paleto de pueblo con las necedades que vomita Mike Myers. Y no sólo eso, sino que las recuerdo, y las imito, y algunas hasta las incorporo a mi propio repertorio, como el “sí, nena”, o el “mojo”, o la tronchante parida del “miniyo”, uno de los muchos apodos que Pitufo ha ido recibiendo en sus trece sufridos años de existencia, como mi querido Padawan, o Luke Rodríguez (porque yo era Darth Vader), o Fredo (cuando se comporta como el hijo tonto de la familia). Un infatilismo vergonzoso que sólo aquí, en estas páginas que nadie lee, me atrevo a confesar.

       Pitufo, por cierto, sigue sin encontrarle el chiste a que una agente secreta se llame Marifé Lación. Era lo más guarrindongo de la función, y no se ha coscado del asunto. Bendito sea.




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