El señor de la guerra

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Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela. 

Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.

Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario. 

La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.




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Historias de Filadelfia

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Por lo que he ido leyendo estas semanas, Katharine Hepburn prescindió de su oficio de actriz y se interpretó a sí misma en “Historias de Filadelfia”. Tracy Lord, su personaje, también es una pelirroja de la clase alta norteamericana, lista y huesuda, irresistible y caprichosa. La lengua afilada de día y la lengua menesterosa de noche. El volcán que por el día te abrasa y por la noche te calienta. Una pelirroja, vamos. 

Katharine Hepburn y Rita Hayworth fueron las pelirrojas fetén de los años 40, aunque en el blanco y negro de la época todas las mujeres que no fuesen rubias pasaran por morenas o por cenicientas. Menos mal que el personaje de Cary Grant -el ya inmortal C. K. Dexter Haven cuyo nombre yo adoptaré cuando sea millonario, porque mola mazo- se dirige a ella llamándola “pelirroja” para que no olvidemos la comunión indisoluble de su fenotipo con su carácter. En realidad la llama “red” en la versión original -“red, I love you”, o “red, I hate you”, como suele suceder cuando uno se enreda con una pelirroja- pero entiendo que en el doblaje franquista optaran por la traducción menos comunista de las posibles. 

Es por eso, porque Katharine es ella misma, de nuevo instalada en la mansión de papa y mamá en Nueva Inglaterra, que la Hepburn queda tan natural en la película que parece como si flotara en las escenas, en este clásico de los clásicos que en verdad es una obra de teatro. Y lo digo sin acritud, como decía el traidor al socialismo, porque “Historias de Filadelfia” sigue aguantando con buena cara el desafío de los años. Sus líneas argumentales son la lucha de clases y los amores equivocados, y esos son los temas universales que a todos nos siguen zarandeando ochenta años después.

Esto por lo que respecta a Tracy Lord. Porque luego está Traci Lords, la actriz porno, que tomó su nombre en homenaje al personaje, y que protagonizó aquel escándalo mayúsculo de su explotada juventud. Es posible que alguna vez, en el videoclub del barrio, porque éramos así de raros y de eclécticos, mis amigos y yo alquiláramos la historia de Tracy en Filadelfia junto a alguna travesura de Traci en vete tú a saber dónde.




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Ratatouille

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El pasado verano, en París, en uno de los kioscos de antigüedades que flanquean las orillas del Sena, le compré a mi hijo un póster de Remy, la rata cocinera de “Ratatouille”, que le deseaba bon appétit a los transeúntes con su sonrisa bigotuda. 

Como je ne parle pas français y además me da mucha vergüenza airear mi inglés macarrónico -no soy, para nada, un hombre de mundo-, me ahorré la otra vergüenza de explicarle a la vendedora que el póster -que me costó 6 euros franceses con vistas a Notre Dame- no era para un niño pequeño amorrado al Disney +, sino para un chavalote de 24 años que sigue soñando con ser cocinero cuando complete la formación, y entre en el negocio, y le sonría la fortuna en forma del reconocimiento de sus comensales.

En el viejo hogar de los Rodríguez, “Ratatouille” llegó  a ser una película sacramental. El retoño y yo la vimos en el cine cuando él tenía ocho o nueve años, y todavía recuerdo su cara de pasmo al caminar por las calles, de vuelta a casa. Ni hablaba, de lo emocionado que se sentía. Luego la vimos tres o cuatro veces en el sofá de casa, reproduciéndola en un DVD comprado en las rebajas; y cuando yo me bajé de la burra, el retoño debió de verla él solo no sé, diez, veinte veces más, hasta saberse los diálogos de memoria. Algo en las andanzas de Remy le tocó la fibra, pulsó la neurona correcta, y puede que fuera justo en aquella tarde mágica del cine cuando tomó la decisión -aún inconsciente- de dedicarse a la cocina. 

A mí me pasó lo mismo de crío, cuando después de ver “Tootsie” hice juramento de que algún día habría de casarme con una enfermera rubia, lo que una vez casi medio me sucedió...

Quería ver “Ratatouille” porque ando en este ciclo tonto dedicado a las películas que transcurren en París. Pero también porque el otro día vino el chavalote a cenar y nos pusimos -dado el juego lamentable del Real Madrid- a elaborar nuestro top 3 particular de las películas de Píxar. Y ésta era la única en la que coincidíamos los dos, todavía unidos por la nostalgia a aquella tarde en la que fuimos a ver una película y nos encontramos con una vocación. Y con un disfrute de la hostia.





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Black Mirror: Mazey Day

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Después de ver este episodio dedicado a la licantropía -se titula “Mazey Day” pero en realidad es “Mujer Loba en Los Ángeles”, y la canción principal es un arreglo de “La Unión” sobre su propio éxito ochentero- he decidido que no voy a ver el último “Black Mirror” de la tanda. Para el menda, esta sexta temporada se terminó en la penúltima estación. 

¿”Black  Mirror”, he dicho?  Bueno, lo que sea este subproducto, esta estafa al espectador. No es cuestión de que los episodios sean mejores o peores: es que no son lo que habíamos pedido. ¿Dónde está la distopía tecnológica? ¿Dónde, el espejo negro? Creo que ya me había explicado en otra entrada anterior... Netflix tiene mucha jeta y el tal Charlie Brooker mucho morro. Menos mal que yo esto no lo pago, que lo pirateo por ahí. y que solo echo en cuenta el tiempo perdido y la cara de tonto que se me queda. Si lo llegan a dar por el Movistar + hubiera quemado el televisor.

Leo por ahí que el episodio final es una cosa de vampiros o demonios o no sé qué...  Paso. Me lo ahorro. Así tengo más tiempo para ver la 11ª temporada de “Futurama”, que está siendo un descojono, y la 1ª de “Mad Men”, que estoy revisitando sin entender por qué no la había revisitado antes. Yo soy así de gilipollas: me zambullo en ficciones sospechosas que descargo trabajosamente en la mula, y luego, las que tengo al alcance de la mano en la estantería, y llevan el sello de calidad garantizada, las voy aplazando con la excusa de expandir mis horizontes, de no cerrarme en mis pedradas y tal y cual... Paparruchas. 

Además está en marcha el Mundial de Rugby, y la Champions League, y el bendito juego del snooker. Con las lluvias que salvan el campo llegaron, también, los deportes que entretienen el otoño de la edad. Y dentro de nada la NBA... Quiero decir que las ficciones han de volverse, por fuerza, más selectivas, porque ocupan menos horas en mi cocorota. Que le den, pues, al último episodio de “Black Mirror”. Además creo que dura la hostia... Pues amén. 



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Black Mirror: Beyond the Sea

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Cada uno vive la vida que le ha tocado vivir. Las taras y virtudes del genotipo, unidas a los vaivenes de la fortuna, hacen que al final demos fiel cumplimiento a las Escrituras. Porque todo está escrito, sí, aunque no sepamos qué nos aguarda al doblar cada esquina. De eso viven las series de misterio como “Black Mirror”, y por eso se rebelan contra el destino los rebeldes sin causa. 

A nuestro lado pasan mil, diez mil vidas envidiables, que no estaban destinadas para nosotros. La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola... De luz de y de color. Puede que haya gente que también envidie nuestra vida, pero eso ya lo dudo mucho más. Yo, al menos, no encuentro muchas razones para ser envidiado, más allá de la salud, que de momento aguanta las erosiones y las carcomas. Me levanto a mear a medianoche, eso sí, y carraspeo un poco por las mañanas. Rara es la vez que me levanto del sofá sin exclamar “umpf”... Es la cincuentena. Peccata minuta. 

Cada día me vienen diez, quince deseos, de estar en la piel de otro hombre más afortunado. Digo hombre porque yo soy hombre, nada más. Lo aclaro por si la Inquisición Morada anduviera por aquí, buscando motivos de censura. “Jo, si yo fuera él”, se me escapa del pensamiento cuando me cruzo con el rentista de los millones o con el escritor cojonudo y reconocido. Con el futbolista que tiene el mundo entero a sus pies, en forma de balón. O ni siquiera: cuando me cruzo con alguien de mi propia estirpe pero al que le van bien las cosas modestas: su casa, y su pareja, y su viaje anual a la playa de Cancún. 

Me brota un color verde desleído, como de un Hulk de andar por casa y a medio cocer. Pero se me pasa muy pronto, la rabieta, porque sé que en el siglo XXI la suplantación todavía es un imposible para la ciencia: despojarse del propio cuerpo para introducirse en la mente de otro ajeno y gobernarlo. Sería la hostia, la verdad. A ver cómo iban a legislar estos enredos existenciales los gobernantes. Porque en “Beyond the sea” nadie parece controlar tales arrebatos pasionales. 





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Black Mirror: Loch Henry

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La historia no está mal, pero no sé qué pinta en el catálogo de “Black Mirror”. Al principio pensé que se me había escapado algo -el típico detalle escondido en una esquina de la pantalla, sólo obvio para friquis y para chavales que lo pillan todo a la primera- pero todos los internautas están más o menos como yo. Habíamos pedido una de gambas y nos trajeron una de morcilla. De mondongo, quise decir, ya que en "Loch Henry" hablamos de asesinos que lo dejan todo perdido. 

Faltaban trees minutos para que finalizara “Loch Henry” cuando empecé a temer que esto no era lo prometido. No había ciencia distópica ni giro tecnológico. Era el presente mondo y lirondo. Como los protas manejan viejos reproductores de VHS, por un momento pensé que los tiros irían por ahí: que de pronto saldría un vídeo volando, o que las imágenes se proyectarían en hologramas como los de Star Wars: “Obi-Wan Kenobi you’re my only hope...”. Pero no: llegaron los créditos finales y el futuro inquietante de los cachivaches decidió que mejor lo dejábamos para otro día.

La moraleja del episodio no es por eso menos aterradora: todo vale para enganchar a la audiencia. Y cuanto peor, mejor. Venden más los crímenes reales que los crímenes imaginados. Los ejecutivos de las plataformas aplauden con las orejas cada vez que se produce un crimen que conmociona a la sociedad. Se contrata a unos guionistas, se conceden unos meses de luto y hala, ya tenemos una historia truculenta que seducirá a las audiencias y atraerá a los patrocinadores. Hay gente que vive de la desgracia ajena y los showrunners carroñeros pertenecen a ese colectivo. Como los funerarios, o como los psiquiatras, o como los profesores (ay) de Educación Especial.

Lo de la tele es terrible, sí, indecente y tal, pero ya lo sabíamos. Si lo que Charlie Brooker quería contarnos es que no hay que esperar al futuro para encontrar la distopía televisiva nos pilla ya muy resabiados. Esta vez su mensaje no proviene del futuro, sino del pasado archisabido. Quizá ése era el juego y el retruécano. No sé. 





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Black Mirror: Joan es horrible

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Son tantas ya, las series de la tele, tan numerosas como los granos de arena o como las piscinas de Georgina, que cualquier día nos encontraremos con una ficción que cuente nuestra propia vida. Pero no una vida aproximada, sino la vida exacta, calcada, como si alguien nos hubiera seguido cámara en mano por el mundo del ocio y del trabajo. Será... una experiencia mística, pero también un retortijón para cagarse en el cojín.

Nos pasará como a esta mujer llamada Joan en “Black Mirror”: que un día nos sentaremos en el sofá a las diez de la noche y nos toparemos con alguien idéntico a nosotros en un recuadro de la tele. No podremos vencer la curiosidad y nos adentraremos en el relato aterrador de nuestra vida monda y lironda, no por aterradora, sino por familiar, y por expuesta a los cuatro vientos de las ondas hertzianas. Al principio pensaremos que estamos soñando, y nos pellizcaremos un brazo, o pediremos que nos lo pellizquen, hasta que comprendamos que sólo era cuestión de tiempo que un espectador inocente se viera retratado paso a paso y pelo a pelo, maldad a maldad y vergüenza a vergüenza. 

En mi caso no sería una serie de Netflix, sino de Movistar +, que es la única hipoteca que pago, y se titularía, claro, “Álvaro es horrible”, cosa que aplaudirían mis muy escasas pero regocijadas examantes. Ellas serían las primeras en recomendar mis mierdas a todas sus amistades y parentelas. También se lo pasarían pipa mis compañeras del trabajo, y mis vecinos de La Pedanía, y los cadáveres sociales que he ido dejando por ahí en cincuenta años de berrea y machirula competición.

Todos hemos elucubrado con un momento así de la televisión, pero sólo en "Black Mirror" se ha hecho píxel y narrativa. Luego (spoiler) se explica que la coincidencia no se debe al número astronómico de series, sino a la invención de un ordenador cuántico capaz de vigilarnos segundo a segundo gracias al teléfono móvil y convertir nuestras peripecias en una serie instantánea gracias al CGI. Es otra aterradora posibilidad, sí. No sé cuál llegará antes. Con suerte, van a ser dos o tres décadas de asombros cotidianos hasta el día en que me muera. 



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Matria

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“La Ramona es pechugona/tié dos cántaros por pechos”, cantaba Fernando Esteso en una España ya superada por los acontecimientos. Esa fue la primera Ramona que yo conocí como el femenino de Ramón. 

La segunda Ramona de mi vida -nunca he conocido una en la vida real- fue Ramona Flowers en “Scott Pilgrim contra el mundo”, muy distinta en su fenotipo a la musa de Fernando Esteso. Mary Elizabeth Winstead es espigada, esbelta, el contrapunto anglosajón a los sueños eróticos de los paletos. A mí, desde luego, me gusta mucho más.

A la tercera Ramona la conocí ayer mismo; se trata de Ramona la gallega, el personaje atribulado de “Matria”, que es como una irlandesa pequeñita nacida en la ría de Arousa. Ramona III es una mujer con una mala hostia considerable (con “carácter”, se dice ahora) a la que todo le va mal en parte por su culpa y en parte porque vive en un sistema capitalista que maltrata a las mujeres sin formación. Ramona aspira a ser una mujer empoderada y moderna, pero no puede. Carece de recursos económicos y además le van mucho los machirulos. Es incomprensible su relación con ese gañán borrachuzo y previolador, barrigón y desagradable. O Ramona depende de él en lo económico y traga sus despotismos para sobrevivir (no se explica en la película), o valora más el desfogue corporal e inmediato y al vicio del fornicio condiciona todo lo demás (tampoco se explica). 

En cualquiera de los dos casos, lo suyo es una esclavitud difícil de superar. En la lucha de clases y en la guerra de los sexos, Ramona va perdiendo todas las batallas.

A Ramona le gustaría ser una pija de Podemos como las que salen por la tele. Una mujer sobradamente preparada, titulada, independiente, medio guapa, que sólo se empareja con  hombres de educación exquisita y machismo extirpado, intachables además en su formación académica, complacientes y perfumados. Pero Ramona vive donde vive, en un ecosistema desértico, aunque gallego, donde esos hombres cañón ya están todos pillados o viven en Pontevedra capital. Lo lleva jodido, la pobre. Eso y lo del trabajo, con 42 tacos y sin titulaciones. No me extraña que se pase los 90 minutos de película cagándose en todo lo cagable. 





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