Si la cosa funciona

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Tengo un amigo cinéfilo que de vez en cuando me saca a colación los chistes de Si la cosa funciona, la película de Woody Allen en la que Larry David, para hacer más creíble el romance, interpreta el sempiterno papel de judío neurótico. Para mi amigo, Si la cosa funciona es una obra maestra de la comedia, un referente continuo de sus filosofías humorísticas. "Cómo no te pudo gustar", me repite a todas horas, tú que eres tan amigo de Woody Allen, tan fanático de Larry David. Y yo, perplejo de mí mismo, nunca sé que responderle. Será que la vi en una mala tarde, me digo, como las de Chiquito de la Calzada, o en una mala noche, asediado por los fantasmas.

               Hoy, asediado por la incredulidad de mi amigo, acuciado por la incomprensión de mi propio espíritu, he decidido conceder una segunda oportunidad. Y la cosa comienza bien, la verdad, con Larry David soltando diatribas contra el género humano que son muy de mi agrado. Casi rompo a aplaudir en una o dos andanadas muy bien tiradas. Luego, como una Venus de Botticelli que hubiera cruzado los mares del tiempo, emerge de los fotogramas Evan Rachel Wood, que es una anglosajónica de belleza infartante. Con mi álter ego de protagonista, y mi mujer soñada de partenaire, Si la cosa funciona, efectivamente, funciona. Me doy cuenta, además, que nuestra primera cita fue en una versión doblada al castellano, no sé por qué razones, ni en qué trágicas circunstancias, y ahora, gracias a las voces originales, los personajes se hacen más interesantes y verosímiles.

                Vivo feliz durante tres cuartos de hora, reconciliado con mi hermano Woody, con mi primo Larry, hasta que la trama se enreda con personajes que ya no vienen al caso, ni hacen gracia, que sólo están ahí para robar minutos a las sabidurías misántropas, y a las hermosuras de Evan Rachel. Si la cosa funciona no ha funcionado del todo finalmente, pero ha funcionado mejor. Le debo una, a la insistencia de mi amigo. Y largas explicaciones, a los inquisidores de mi cinefilia, que todavía no entienden lo sucedido.



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Better Call Saul. Temporada 1

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Los spin off suelen ser subproductos prescindibles, inventos de los productores para seguir estrujando la teta de una trama ya mortecina. 

Uno, sin embargo, si hace un esfuerzo de memoria seriéfila, descubre que tres de sus comedias preferidas son producto de esta práctica mercantil: Los Roper, que originalmente fueron los caseros de Un hombre en casa; Frasier, que desarrolló el personaje más loco y enjundioso de Cheers; y Veep, que es la adaptación americana de The thick of it, la comedia británica que ridiculizó a los políticos isleños. Tres spin offs que igualaron o superaron los méritos de su serie matriz. Y ahora, con Better Call Saul, ya van cuatro. Cuando hace un año se anunció la secuela de Breaking Bad protagonizada por el abogado –o lo que fuera- Saul Goodman, uno supo al instante, con la presciencia de un veterano televidente, que Better Call Saul iba a ser otra serie a la que habría que construir hornacina en el templo. Saul Goodman tenía muchas cosas que contarnos del viejo Albuquerque, de cuando la droga azul del señor Heisenberg todavía no se vendía por las esquinas, y los malotes mexicanos campaban a sus anchas en los bajos fondos de la ciudad. Nos mataba la curiosidad de conocer mejor a un personaje tan entrañable y odioso, tan adorable y mezquino. Y Vince Gilligan, que es un tipo de instinto comercial que nos lee el alma como si nos hubiera parido, nos concedió la satisfacción de la sabiduría.

               It’s all good, man…



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El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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Finales de agosto, principios de septiembre

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De vez en cuando uno se topa con películas que intuye aburridas de antemano, pero que vienen envueltas en un título de resonancias muy personales, y ya no puede refrenar el impulso de asomarse. Finales de agosto, principios de septiembre, era, más que un título, una señal. Justo cuando uno transitaba las mismas fechas del calendario, aparece esta película de Olivier Assayas en las pesquisas por internet, como si los dioses juguetones, o los duendes traviesos, la hubieran dejado ahí para tentarme, y hacer experimentos conmigo.

        Los finales de agosto y los principios de septiembre son los tiempos de iniciar el curso, de volver al fútbol, de colocar la primera manta en la cama. De reencontrarse con las personas que uno aprecia y también con las que uno odia. Tiempos de cambio, de reacomodo, a veces también de crisis, si la cosa viene muy jodida. Yo quería ver, en la película, gentes atrapadas en ese mismo enredo postvacacional, a ver cómo se las apañaban, y extraer, si fuera posible, alguna enseñanza del aprendizaje. El vicario, claro. Personajes que también fueran maestros, como uno mismo, que regresaran a su trabajo con el mismo aire compungido y quejica. Pero no iban por ahí, los tiros. Los protagonistas de Finales de agosto, principios de septiembre son dos urbanitas franceses que se pasan la película entera follando y desfollando, lo mismo en agosto que en septiembre, en enero que en febrero. Dos treintañeros irresolutos que cuando se cansan de una mujer la cambian por otra todavía más guapa, o más joven, o más chic. Nada que ver con la vida de uno, ay, ni en lo geográfico ni en lo sexual. 


    Entre polvo y polvo, nuestros amigos han de vender pisos, alquilar apartamentos, tomar café en las terrazas. Enfrentarse a los primeros achaques del cuerpo. La vida misma, vamos, solo que hablada en francés, y muy aburrida y desesperante, como me temía en un principio. No sé a cuento de qué venía lo de agosto y septiembre. Si la hubieran llamado Finales de marzo, principios de abril, habría sido exactamente la misma película, y yo, desinteresado por el título, me hubiese ahorrado el tiempo invertido.




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Rompenieves

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Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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Monsieur Hire

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Desde la ventana de mi habitación veo el patio de la casa vecina, con sus plantas y sus bancos de madera. Más allá, la planicie agrícola de las lechugas y las patatas. Al fondo, altas pero redondeadas, las montañas que separan Invernalia de Galicia. El paisaje es bonito; en verano invita a levantarse de la cama y echar a caminar; en invierno, con la lluvia, induce a pensar cosas melancólicas detrás de los cristales. Que apenas se vea gente también contribuye a la belleza del panorama. Los paisajes, con humanos dentro, siempre tienen algo de inquietante y amenazador.



            El señor Hire, en Monsieur Hire, cuando se asoma por la ventana a contemplar el mundo no ve paisajes bucólicos del agro productivo. Él vive en París, encerrado entre edificios, pero lejos de maldecir su mala suerte de urbanita, goza de la visión perpetua de una vecinita que se desviste sin percatarse de sus ojos lascivos, que se vuelven turulatos. Monsieur Hire es un calvorota de mediana edad que se parece mucho a Pepe Viyuela, y está lejos, muy lejos, en el mercado del amor, de llegar a tratos provechosos con tan bella damisela. Le queda, como consuelo, el amor platónico, que es una puta mierda ensalzada por los juglares.


         Patrice Leconte, en su afán por epatar al espectador, tira por una tercera vía que bordea peligrosamente el ridículo. Nuestra chica, cuando descubre el pastel humeante del señor Hire, en lugar de gritar y llamar a los gendarmes de Louis de Funes, se deja admirar mientras el novio le hace el amor sobre la cama. Como invitándole a participar, como soñando un ménage à trois que en París se ve que es costumbre y hasta regalo de bienvenida a los vecinos. Como las tartas de manzana de los americanos, o los ruidos a las tres de la mañana de los españoles. 




   


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La vida en tiempos de guerra

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Alguien dijo una vez que Bernardo Bertolucci sólo rodaba películas para exhibir pollas sin pudor, de un modo artístico y honorable. La malicia es, por supuesto, exagerada e injusta, porque Bertolucci es mucho más que un pornógrafo enmascarado, y sus pollas, que han sido realmente muchas y variadas, a veces quedaban bien encajadas en las exigencias del guion. A veces, sin embargo, en sus películas más crípticas y truñescas, uno, en el fastidio absoluto, en el bostezo total, se preguntaba si aquel hater de don Bernardo no tendría parte de razón, porque cuando el sentido común brillaba por su ausencia, la polla de turno seguía allí, casi siempre flácida y post-coital, tal vez un simbolismo de la decadencia de Occidente, o de la inoperancia del homínido macho, o vaya usted a saber.



          Me temo que con Todd Solondz está ocurriendo una cosa parecida. En este mismo diario se han escrito loas y alabanzas a su cinismo afilado, a su misantropía poco disimulada, pero de un tiempo a esta parte sus películas, como esta cosa insufrible de La vida en tiempos de guerra, sólo parecen una excusa para hablar de pedófilos y niños traumatizados. Hay más personajes, claro, mujeres de mediana edad que buscan el amor sin comprender que los hombres, en su mayoría, sólo quieren follar y poquito más. Mujeres ridículas que parecen recién salidas del parvulario de la vida, y que sin embargo hablan con un estilo literario que suena a tesis doctoral o a teatro de altos vuelos. Un sinsentido. Y el pederasta, claro, que mariposea por la función como un ángel oscuro que anunciase plagas de Egipto. O no, no sé, quizá divago, porque a los cuarenta y cinco minutos desistí de todo empeño, harto ya de la truculencia impostada y del pesimismo sin ironía. Hay mucho más cinismo en cualquier episodio de Larry David, y además, ahí, te ríes un buen rato. 


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Show me a hero

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El héroe de Show me a hero es el alcalde de Yonkers en los años ochenta, Nick Wasicsko. Era el regidor más joven de los Estados Unidos, casi un pipiolo de la política, y tuvo que acatar el mandato federal de construir viviendas sociales para negros en barrios residenciales de gente blanca. ¿Resultado? Wasicsko perdió el apoyo y el respeto de sus propios vecinos, que lo insultaban y lo escupían, y lo zarandeaban en el coche. Masas vociferantes de white people que temían la depreciación de sus viviendas, que se imaginaban un infierno vecinal de drogadictos en las aceras, robos en las madrugadas y loros con el chunda-chunda puesto a toda potencia.

           Mientras otros concejales de Yonkers -unos por miedo y otros por populismo- se declaraban en rebeldía contra el gobierno federal, Wasicsko tuvo que apechugar con su juramento constitucional, y con sus propias convicciones de demócrata ilustrado. Aunque el apellido es de origen polaco, el actor que lo encarna es Oscar Isaac, un tipo muy solvente que sin embargo nació en Guatemala, y que tiene un aspecto guatemalteco que no desmiente su documento de identidad. Yo pensaba, mientras veía los seis episodios de la serie, que el error de casting era morrocotudo, impropio de David Simon y de su equipo de linces, pero luego, en el capítulo final, que se cierra con imágenes de archivo, uno descubre que en realidad se han quedado cortos con la caracterización, pues el Wasicsko verdadero parece un jinete del ejército de Pancho Villa, con su bigotón y su pelazo moreno.


          Aun así, el look de Oscar Isaac es sin duda lo más discutible de Show me a hero. Yo, al menos, no puedo empatizar con Nick Wasicsko porque se parece demasiado a José María Aznar. Nadie más lejano a mi concepto de héroe político, de hombre bueno y honrado. Cada vez que Oscar Isaac aparece en pantalla, no puedo reprimir una punzada en el estómago, como de miedo o de asco, como si volvieran los tiempos de la conquista de Perejil y de la manipulación del telediario. Wasicsko habla con los jueces, con los concejales, con los vecinos indignados, pero uno, en su alucinación auditiva, cree escuchar "váyase señor González", y "España va bien", y "estamos trabajando en ellooooo". Sólo son unas décimas de segundo, hasta que uno se reencuentra con la ficción, pero Wasicsko sale tantas veces que al final los nervios quedan deshechos, y la taquicardia amenazando. 

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