Adiós, muchachos

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Adiós, muchachos, es una película amarga que se queda prendida en la garganta. Otras películas se quedan en las piernas, si han sido de bailes, o en los labios, si han sido de amor. Pero las películas tristes, cuando terminan, se quedan ahí, como espinas atravesadas en el gaznate. La sensación física es muy parecida, y uno, en un acto reflejo, mientras le da vueltas al final desolador, se levanta del sofá para beber un vaso de agua y tragar una miga de pan, a ver si los remedios caseros pueden con la pena.

               Basada en un recuerdo autobiográfico de su director, Louis Malle, Adiós, muchachos es otra película de judíos perseguidos por el nazismo. En el año 1944, en un internado católico de las afueras de París, tres niños son escondidos por los curas entre la masa del alumnado. Los curas, en efecto, aquí hacen el papel de buenas personas, y esto es una rareza de agradecer en mi belicosa filmografía. Uno de ellos, incluso, en una misa celebrada bajo la amenaza de los nazis, se atreve a recordar a los papás presentes, franceses de la alta burguesía, que antes entrará el camello por el ojo de la aguja que un rico en el Reino de los Cielos. Una verdad revelada en la Biblia que los tertulianos de la COPE, más afines a las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre que el pobre se aguanta y se jode por mandato de Yahvé, siempre pasan por alto en sus valoraciones.

          Uno de los chicos escondidos es Bonnet, un chaval callado, sensible, sobresaliente en las tareas académicas. Su llegada alterará el ecosistema habitual del aula, donde Julien, el trasunto de Louis Malle, es el macho alfa de las buenas calificaciones. Al principio, como es de rigor, Julien sentirá odio por su nuevo compañero, tan ejemplar y don perfecto. El odio, con el tiempo, dará paso a la envidia, y la envidia a la amistad, porque Julien, que no tiene un pelo de tonto, rápidamente comprenderá que Bonnet no se está jugando el aplauso de sus profesores, ni el expediente académico sin tacha, sino la vida misma, si la Gestapo diera con él en el batiburrillo de los chavales que juegan en el recreo, o se apiñan en los dormitorios a rezar oraciones fingidas. 



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The Newsroom. Episodio piloto

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Nos quedará, para los restos, como un momento seriéfilo al que regresar una y otra vez, el discurso de Jeff Daniels sobre “Por qué América ya no es el mejor país del mundo”. La denuncia de Aaaron Sorkin contra el naufragio de los ideales americanos, supremacistas, siempre algo chulescos, no tiene desperdicio. No se había escuchado una diatriba así contra los yanquis desde aquéllas que soltaban los puertorriqueños de West Side Story

    Después de ver el episodio completo, he superado mi vagancia homersimpsoniana y en esfuerzo supremo, impropio ya de mis años y de mis grasas, me he levantado del sofá para proveerme de bolígrafo y anotar, palabra a palabra, las verdades que como dardos allí se sueltan. Son tres minutos de alta política que hubiese firmado el mismísimo Cicerón ante el senado de Roma. Hay que estar muy lúcido, y muy ágil, y vivir con un metrónomo metido en la cabeza, para estructurar estas parrafadas que escribe Aaron Sorkin. El envidiado, Aaron Sorkin. Para acertar no sólo en el fondo, sino en la forma, maravillosa, inalcanzable para los escribanos sin talento.







    Sin embargo, esto no ha sido lo mejor en el estreno de The Newsroom. Hay diez minutos fulgurantes, hacia el final del episodio, en los que uno asiste boquiabierto al entramado oculto de un informativo emitido en directo, con una noticia bomba que hay que ir confirmando y desgranando a toda prisa para no ser pisados por la competencia. Hay periodistas que recopilan, responsables que deciden, redactores que resumen, diseñadores que dibujan, técnicos que reajustan... Un presentador que va recibiendo por el pinganillo nueva información que anota en las breves pausas. Todos frenéticos, histéricos, atropellados, y sin embargo, certeros.  Unos profesionales del medio. The Newsroom, para mi gozo, es una nueva entrega de National Geographic sobre cómo el homo sapiens trabaja en lo suyo. Ver a esta gente me reconcilia con la especie humana. Mi misantropía encuentra en las personas inteligentes o talentosas el bálsamo momentáneo de una tregua. Son gentes difíciles de encontrar a este lado de la pantalla, en este mundo real de la carne y el hueso donde la estupidez es la medida habitual del pensamiento... 





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Jurassic World

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Jurassic World es una película tan bien hecha y tan vacía como una rubia tontaina de las discotecas. Como un guaperas iletrado de la piscina. Los productores de Jurassic World no quieren a tipos como yo, que luego vienen aquí, a los foros, a denunciar los trucos baratos y las explosiones gratuitas, ni yo quiero perder el tiempo con estas superproducciones construidas con el manual. Pero uno, como el demonio que anidaba en la niña Regan, no es uno solo, sino legión, y dentro de mí, como en una pequeña multisala, viven muchos espectadores que se pelean por ver las películas. A quien yo llamo “yo”, sólo es el diablo alfa de toda esta pandilla, el tipo que habitualmente triunfa en las disputas y va construyendo con infinita paciencia la videoteca de casa y la programación semanal del Canal +.



         Pero “yo”, para que todos vivan contentos en el convento, a veces tiene que hacer concesiones, y tragarse películas como Jurassic World que no molestan especialmente, que tienen su cosa y su mérito, y su Dallas Bryce Howard de bellísima pelirrojez, pero que en una dictadura perfecta jamás verían la luz en el televisor. Los lectores más veteranos ya conocen a Max, mi antropoide, el mono de la primera fila, que aplaude como un macaco las películas de Pajares y Esteso, o los truños en los que Leonor Watling enseña sus bonitos pechos. Hoy les presento a Alvaruelo, el niño tímido y algo corto que se ha venido conmigo desde los tiempos infantiles. Inasequible a la madurez o al raciocinio, él sigue celebrando con los ojos abiertos y el labio de los Habsburgo películas como Jurassic World, en las que se reparten hostias, ganan los buenos y el espectáculo pirotécnico va disimulando las tonterías. Yo quiero mucho a Alvaruelo, que es un niño que no da un ruido y siempre se queja con la voz bajita, pero que se pone muy triste cuando le endilgo un simbolismo de Kiarostami, o un mundo poético de Julio Medem. De vez en cuando le doy estas alegrías, sobre todo si es sábado por la noche, para que el lunes, cuando vaya a la escuela con los otros diablillos, lo flipe por todo lo alto y tenga algo que contar. 



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El americano impasible

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Nunca estudiamos la guerra del Vietnam en el colegio. Como los americanos eran el bando perdedor, los curas, que editaban sus propios libros de texto para luchar contra el comunismo, pasaban por alto esa vergüenza de los garantes de Occidente. Todo lo que uno aprendió sobre el conflicto salió de las películas americanas, que, curiosamente, siempre terminaban con un marine arrancando charlies como esparrágoos, lo mismo Rambo que Chuck Norris, el coronel Kilgore que John Wayne tocado con boina verde. 

     La enciclopedia Carroggio que teníamos en casa aseguraba -probablemente financiada por el oro de Moscú- que los americanos habían perdido la guerra, y que un gobierno comunista dictaba ahora las leyes en Hanoi. Alguien mentía en aquella contradicción entre las películas y los historiadores. Sólo tras ver Platoon, la película de Oliver Stone, uno supo que la enciclopedia era la fuente acertada, y que los yanquis que mataban veinte vietcongs con un sólo escupitajo eran reclamos de taquilla para nuestra testosterona alborotada.


   Una película como El americano impasible nos hubiera venido de perlas en aquella época del desconocimiento. Aquí se explica, por ejemplo, lo que Francis Ford Coppola cercenó en su montaje de Apocalypse Now: que la guerra de los americanos sólo fue la continuación de la guerra de los franceses, y que la hostia colonial de los unos iba a ser la hostia imperialista de los otros.  Lo paradójico del caso es que nosotros, de chavales, nunca hubiéramos visto una película como ésta, que sólo tiene una escena de explosiones y ningún ejército en combate. El americano impasible, en sustancia, es un triángulo amoroso, una pelea de machos que se disputan los favores de una vietnamita que quitá el sentío. Una lucha que en principio nace desequilibrada, porque en una esquina del cuadrilátero, viejuno y con poco peso, está Michael Caine, y en la otra, joven y tan grande como un armario, calienta sus guantes Brendan Fraser. Pero Caine es un perro viejo, y un actor inconmensurable, y aunque sus opciones de coito se pagan 30 a 1 en las apuestas, el muy puñetero saca todo su repertorio para que el combate se vuelva igualado y muy entretenido...



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Mi pie izquierdo

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En 1990, los cinéfilos de provincias todavía no conocíamos a Daniel Day-Lewis. O si le conocíamos, no lo recordábamos. En Mi hermosa lavandería sólo le habían visto los culturetas de Madrid, y en Una habitación con vistas su presencia no había dejado poso ni recuerdo. Es por eso que, cuando le descubrimos hecho un ovillo en Mi pie izquierdo, muchos no le reconocimos, y pensamos que aquel hombre era realmente un tullido, tal vez el mismísimo Christy Brown de la vida real, que se interpretaba a sí mismo en el papel de pintor genial, y hombre titánico.

         Los cinéfilos de verdad, esos que a veces viajaban a la V.O. de la capital, o chapaban las revistas de cine como si fueran libros de texto, se rieron a mandíbula batiente de nosotros, los pobres incultos que confundíamos a Daniel con su personaje, y a la velocidad con el tocino. Y lo teníamos bien merecido, la verdad, por nuestra tontuna, y porque justo un año antes, en el estreno de Rain Man, éramos nosotros, los aficionados de tercera división, quienes nos descojonamos de los paletos que no conocían a Dustin Hoffman y lo tomaron por un autista real en Rain Man.

(Aunque hay quien asegura que Dustin Hoffman era realmente un autista, y que sólo en la película le conocimos con propiedad, siendo el resto de su vida, y de sus películas, la actuación verdadera. Algún día sabremos).

              Cuando comprendimos que aquel irlandés de Mi pie izquierdo no era un paralítico de verdad, sino un actor de tomo y lomo, Daniel Day-Lewis pasó a formar parte de nuestro laico santoral, en el caso de los hombres, y de los sueños lúbricos, en el caso de las mujeres, que cuando lo conocieron vestido de smoking en la gala de los Oscar, y lo vieron tan guapo con aquel cabello indomable, lo convirtieron en el hombre ideal de sus fantasías. Casi nadie se acuerda ya, sin embargo, de que Daniel tarda media hora en hacer su apariicón en Mi pie izquierdo, y que la adolescencia de su personaje la interpreta un chavaluco que se retuerce y balbucea y coge la tiza con el mismo mérito artístico. Un actor irlandés de nombre Hugh O'Conor al que aquí hago un pequeño homenaje, para que nadie le olvide en la Tumba de los Actores Desconocidos. 



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El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas

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Matilda Hunsdorfer, la niña más inteligente de su curso, explica ante sus compañeros los resultados de sus experimentos con las margaritas:

"Las semillas que recibieron menos rayos gamma se convirtieron en plantas en apariencia normales. Las que recibieron una radiación moderada dieron lugar a plantas con mutaciones. Las semillas que recibieron una radiación mayor murieron o dieron lugar a plantas enanas".


        El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas no es, como se ve, un documental de La 2, sino el extraño título de esta película dirigida por Paul Newman. Las margaritas irradiadas con cobalto 60 no son, obviamente, las protagonistas de la película. Aquí no se ve crecer la hierba, ni las flores, como decía Gene Hackman de las películas de Rohmer. Las margaritas pochas sólo son la metáfora de estas dos niñas condenadas al fracaso, las hermanas Hunsdorfer, hijas de una alcohólica majareta que interpreta sin histrionismos la inmensa Joanne Woodward, esposa bellísima del director.

       Ruth y Matilda son dos niñas inteligentes y despiertas que llevan dentro la semilla de la inadaptación. Abandonadas por su padre, y reducidas a la economía de subsistencia, los años escolares tienen pinta de ser los mejores que vivirán antes de lanzarse a la vida. Los defensores de la influencia ambiental dirán que es el entorno empobrecido lo que influye fatalmente en su destino. Como si el trastorno de la madre o la ausencia del padre lloviera sobre sus cabezas, y las impregnara de un líquido negro y espeso. Los que hemos leído los libros prohibidos sabemos, sin embargo, que los seres humanos somos el resultado de los genes, y poco más. Que no hay más cera que la que arde, y que el destino viene escrito en el lenguaje del ADN. La felicidad o la desgracia, el talento o la ineptitud, la inteligencia o la tontuna, no son cosas que se puedan comprar o vender en el supermercado de la vida. Vienen de serie en nuestro organismo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. 

El cobalto 60 que irradiaba las margaritas de Matilda es, en nuestro caso, el azar de las mutaciones nucleótidas, que nos hace como somos.







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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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El paciente inglés

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Se han vuelto recurrentes, casi un lugar común, los chistes sobre la paciencia que hay que tener para aguantar todo el metraje de El paciente inglés. Y aunque a mí me parece  exagerado, sí que hay algo de verdad, en esta broma resobada. El paciente inglés, que está a punto de cumplir veinte años en la cultura, ya tiene la cadencia y los andares de una anciana setentona. "Un clásico instantáneo", proclamaron algunos críticos el día de su estreno, sin caer en la cuenta de que el clasicismo es un atributo que sólo el tiempo concede. 

    Hay algo progérico, en esta película que nació tan bonita y resalada, con su paisaje epatante, su triángulo amoroso, su francesa chic que aquí ponen de canadiense para hacerla encajar en la trama de las guerras. La primera vez que vimos El paciente inglés nos dejamos seducir por el desierto africano, por el romance fogoso, por la belleza complementaria de sus dos bellas damiselas, tan rubia y estilosa la una, tan morena y guapísima la otra, que incluso son hermosas en sus nombres, Kristin y Juliette, que imagínate tú si se llamaran Ramona y Clotilde, el bajonazo sexual, y lo poco verosímil de la aventura.

       Años después, cuando volvimos a encontrar la película en el DVD, o en el Canal +, la descubrimos despojada de sorpresas, y nos pareció un coñazo algo insufrible, de despistarse uno mucho y ponerse a pensar en otras cosas. Le vimos las fracturas de guión, las tramas prescindibles, las tontunas románticas de Hana la enfermera, un papel que Juliette Binoche saca adelante sólo porque nos importa muy poco lo que dice, embobados como estamos en su belleza desbordante, inaprensible, que volvió loco al mismísimo François Miterrand en sus últimas alegrías. De Juliette decía don François que era la mujer ideal, un canon de belleza como otro cualquiera que yo, en este caso, y en alguno más de la vida real, suscribo plenamente. Sólo por Juliette Binoche, sin ir más lejos, he vuelto a ver hoy este rollo ya un poco antiguo, romanticón y azucarado, aunque muy trágico, de El paciente inglés.



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