No sé decir adiós

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Hay personas que ante la desgracia inevitable cruzan los brazos sobre el regazo y se resignan al destino. Asumen el dolor de un solo trago y lloran hasta quedar vacías y desfondadas. Una de estas personas es Blanca, el personaje de Lola Dueñas en No sé decir adiós. El médico ha dictaminado que su padre va a morir de un cáncer de pulmón con metástasis. No hay cura posible. Lo que está en cuestión son los meses que va a sobrevivir, no la validez del diagnóstico. Le van a decir lo mismo en el hospital más caro de Estados Unidos si decidiera cruzar el charco y dejarse los ahorros. Blanca lo acepta. Llora. Se recompone. Sigue la corriente de los médicos y autoriza la aplicación de cuidados paliativos. Si la película tratara sobre Blanca no duraría más allá de quince minutos. Sería un cortometraje muy dramático sobre la enfermedad de un padre y el dolor profundo de su hija.

    Pero No sé decir adiós se centra en el personaje de la otra hija, Carla, la hermana guerrera, inconformista, malahostiada. Gracias a que seguimos sus momentos de bajón y sus euforias de cocaína alcanzamos los noventa y tantos minutos de metraje. Porque Carla, aunque no es idiota, y sabe bien que su padre no tiene remedio, es de esas mujeres que no pueden estarse quietas. Que no conocen la resignación ni la pasividad. Que no soporta la idea de cruzarse de brazos mientras su padre agoniza. Eso no va con su personalidad. Necesita sentirse útil y protagonista de la escena. Su padre se muere, pero no sabe decirle adiós. No todavía. Así que determinada a luchar hasta el último informe, emprende junto a su padre una road movie camino de Barcelona, en busca de otro diagnóstico, de otro tratamiento. 

Pero el camino es insufrible. Su padre ya era un tipo difícil antes de que la enfermedad carcomiera su cuerpo y su ánimo. Un tipo de esos que no admite la contrariedad ni el contratiempo. Y ahora, sabiendo que se muere, es un hombre directamente insoportable, caprichoso como un niño, terco como un anciano.  El problema es que Carla es muy parecida a él, y los genes idénticos se repelen, como los polos magnéticos del mismo signo. No sabe decirle adiós porque le quiere, y porque no le sale de los ovarios, pero en muchas ocasiones le mandaría a tomar por el culo y se quedaría tan a gusto.






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Selfie

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En La Moraleja, y en otros paraísos capitalistas por el estilo, no existe la crisis económica. Al revés: les va de puta madre con todo esto. Es el epicentro de la movida. Cada mañana, a primera hora, salen de allí unos ejecutores muy bien vestidos que llevan sus coches al Ministerio de Tal, o a la Compañía de Cual, para seguir urdiendo cómo nos quitan la última pela o nos recortan el último privilegio. Por la noche, satisfechos, regresan a sus mansiones más ricos de lo que ya eran, y mientras paladean un vino francés del Año la Pera, hacen cálculos para  ampliar la piscina, remodelar el gimnasio, pagarle un Máster de Latrocinio al nene que está acabando sus estudios universitarios. Viven a pocos kilómetros de nosotros, pero en realidad habitan un planeta muy lejano. Sus preocupaciones y sus temas de conservación son como chino mandarino para nuestros oídos. El comienzo de Selfie es una pura descojonación en ese sentido. No es que los actores vocalicen mal como ocurre casi siempre en el cine español: es que los pijos de Jauja ni siquiera hablan nuestro idioma. Hablan una cosa muy rara en la intimidad de sus hogares. Como hacía Ánsar con el catalán.


    En una escena de María Antonieta, la película de Sofia Coppola, la reina adolescente se asoma al balcón de Versalles para ver a la muchedumbre que se manifiesta. Son los san-culottes que protestan por la subida del pan. Ella les mira con la extrañeza de quien ha descubierto una especie humana diferente. Inferior y fascinante. Un hito antropológico. Es la misma perplejidad que en Selfie acompaña a Bosco en su deambular por el barrio de Lavapiés. Bosco es un pijo canónico caído en desgracia. Su padre ha robado más de lo permitido por los telediarios y ha dado con sus huesos en la cárcel. El embargo de todos su bienes ha dejado a Bosco sin casa, sin novia, sin el apoyo de sus antiguos camaradas peperos, que no lo quieren ni ver rondando por los mítines de doña Espe. Su castigo es ser hijo de alguien que robó con demasiada ostentación, o que se dejó pillar como un rojo cualquiera de los ERE. Su pecado es ser hijo de un indiscreto, no de un ladrón, que por allí hay muchos y muy queridos.

    Así que Bosco ha de buscarse las habichuelas y los camastros en el mundo donde reinan los votantes de Podemos y los perdedores de la sociedad. Los parias y los minusválidos, los parados y los currelas. Es un viaje muy particular hacia el corazón de las tinieblas… Pero Bosco, sorprendentemente, se adapta de puta madre a su nueva circunstancia. Es un tipo vivaz, de muchos recursos, que además es guapo y simpaticón. Sólo tiene que ligarse a Macarena, la activista podemita, para ir prosperando en un ecosistema tan poco favorable para él. La supervivencia de los más guapos es un libro muy instructivo que habría que releer estos días. Muy apropiado, también, para entender mejor la “festividad” de San Valentín.





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El sacrificio de un ciervo sagrado

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La magia del cine suspende los límites de la credulidad. Un rótulo basta para trasladarnos millones de años en el tiempo a una galaxia muy lejana. Basta un solo chiste para saber que al lado del portal de Belén nació otro niño más terrenal llamado Brian. Son personajes imposibles o improbables, pero una vez nacidos, puestos en movimiento, tienen que conducirse con la lógica interna de sus intenciones. No pueden tomar decisiones caprichosas ni erráticas a menos que en el guión quede explícito que se drogan, o que están trastornados, o que pertenecen a una especie del género homo que disimula muy mal sus limitaciones. Si, en ausencia de coartadas, los personajes toman medidas absurdas e incluso risibles, deducimos que es el director quien hace tonterías con ellos, como un niño jugando con sus Madelman, y que le importa más llegar a ciertos sitios que explicarnos cómo se llega a ellos.

    Yo, en realidad, después de haber padecido los efectos neurológicos de Langosta, había jurado no volver a ver una película de Yorgos Lanthimos. Pero los astros se han confabulado en la tarde plomiza de febrero, y sin darme cuenta me he visto atrapado en la historia demencial de la familia Murphy y del tarado muchacho que los acosa.  El chaval lanza sobre los Murphy algo parecido a un mal de ojo, a una profecía bíblica, a una maldición griega caída del Olimpo. No se sabe muy bien. Nunca llega a conocerse el origen de su superpoder. Del mismo modo, nunca llega a entenderse el motivo de que sus víctimas se comporten como se comportan. Terminas rascándote la cabeza, hurgándote la nariz, abriendo las palmas de las manos, pidiendo explicaciones al demiurgo... 

Internet, sin embargo, está lleno de cinéfilos que sí han comprendido a Yorgos Lanthimos. Lo sobrenatural haciendo dudar al ingenuo racionalista. La metafísica dándole un zasca a la ciencia. Está muy de moda esta actitud neomística. En esos blogs hallarán ustedes todas las respuestas. Aquí sólo hay perplejidad y cortedad mental. Tal vez, con suerte, también encuentren al ciervo del título. Yo, al menos, no lo he visto. Cuánto me acuerdo de Ignatius Farray y su loca teoría.



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El castillo de cristal

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Alguien dijo una vez –en una película, seguramente, que son las únicas sentencias que recuerdo con fidelidad- que si recuerdas tu infancia como una época feliz es que te estás haciendo mayor, y que la distancia endulza lo que seguramente no fue para tanto.

    En su novela El castillo de cristal, la escritora Jennifer Walls intenta mantener la objetividad y la calma. Contener los caballos nostálgicos que se desbocan. Narrar lo bueno y lo malo de su niñez. Lo provechoso y lo dañino. Lo entrañable y lo pesadillesco. Pero al final le puede el romanticismo, o la ñoñería. Porque vista con cierta objetividad, la infancia de Jennifer Walls –y la de sus pobres hermanos y hermanas- es una desgracia difícil de idealizar. 

Un padre tan inteligente como zumbado, tan maniaco como depresivo, arrastra a su familia por los andurriales de Estados Unidos a bordo de una tartana, viviendo a salto de mata, a la buena de Dios, en campos y moteles, poblachos del desierto y ciudades de mala muerte. Un canto muy loco a la libertad del individuo. Un empecinado me cago en el sistema educativo, en la administración pública, en el entramado de valores...  Un grito anarquista que tendría su enjundia, su valor, su aplauso del respetable incluso, si este fulano al que da vida Woody Harrelson fuera el Captain Fantastic al que daba vida Viggo Mortensen en la otra película, porque éste era un socialista libertario con dos dedos de frente y un libro lleno de buenos consejos para sus hijos. 

    Pero quedan, claro, para la Jennifer Walls que recuerda, las noches al raso contemplando las estrellas. Las aventuras locas en la naturaleza salvaje. Ciertos momentos de cariño loco. Queda el castillo de cristal que la familia Walls finalmente nunca construyó, como símbolo de los sueños que nunca se cumplieron.  Y con ese puñado de buenos recuerdos, que florecen incluso en las infancias más ásperas y desgraciadas, la autobiografía de Jennifer Walls cocina un pastel amargo por dentro pero muy dulce por fuera. Un tostón que se hace masa en la boca e indigestión en el estómago. Todo en El castillo de cristal es tan intenso como poco emocionante; tan correcto como infumable. Tan prometedor como fallido.




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Black Mirror: Black Museum

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La idea vertebral que recorre las cuatro temporadas de Black Mirror es que cualquier tecnología inventada por los seres humanos tiene doble filo. Esto es así desde que un cromagnon de la sabana ideó la primera herramienta para sobrevivir: el fuego ha servido para calentar comida y para quemar herejes; la rueda, para transportar alimentos y acarrear cañones; el cuchillo, para cortar filetes y asesinar inocentes; el balón de fútbol, para entretener a las masas e idiotizarlas por completo. El cine bendito que nos regalaron los hermanos Lumière, para vivir otras vidas y renunciar a las nuestras. Todo tiene su buen uso y su mal uso. El Zyklon B era un pesticida usado contra las ratas; la dinamita simplificaba el trabajo a los mineros; la tele nació para instruir al ciudadano. El yin y el yang, supongo.

    Todos los gadgets que aparecen en Black Mirror –que en realidad son variantes de dos o tres cacharros fundamentales- se inventarán dentro de unos años con el fin de hacernos las cosas más fáciles. De ahorrar tiempo y de comunicarnos mejor. De disfrutar más de la vida. Alcanzar la mortalidad, incluso, aunque sea virtual y vivamos en el Torremolinos tórrido de San Junípero. 

    Pero al final, salvo en dos episodios optimistas, todo se tuerce en las tramas de Charlie Brooker. La tecnología –la cultura, en general- viaja muy por delante de la evolución humana. Resumidos en una caricatura, los humanos somos un mono con dos pistolas. La ciencia nos sobrepasa. Hacemos experimentos tecnológicos que luego se nos van de las manos.

    Leo en los foros que Black Mirror -guste más o guste menos- es una cosa original y nunca vista. Pero no es cierto. Hace varias décadas que esta serie aparece como subtrama en las andanzas de Mortadelo y Filemón. Los inventos del profesor Bacterio son muy blackmirronianos, muy charliebrookeros. Bacterio es un genio, un adelantado a la ciencia de su época, y sólo quiere contribuir al buen desempeño de las misiones. Pero sus inventos siempre terminan por joderlo todo. Los  gadgets de este último episodio son muy del profesor Bacterio. Un “lector de sensaciones” que empieza siendo cojonudo para la labor médica, para experimentar los síntomas del paciente como si fueran nuestros,  y que luego se convierte en la versión portátil del orgasmatrón que soñara Woody Allen, y más tarde termina siendo un cacharro autodestructivo porque el placer, y el dolor, son drogas que no conocen la moderación ni el descanso.



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Suburbicon

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Después de ganar la II Guerra Mundial, el sueño americano de comprar una casa se fue pareciendo cada vez más al sueño colectivista que imaginaron los comunistas rusos o los nazis alemanes. Con la economía a todo trapo y las ayudas del gobierno puestas en marcha, los currantes americanos se compraron una casa en las afueras y un coche utilitario para ir y volver al trabajo o al centro comercial. Se instalaron en los suburbios para vivir en comunidades uniformes y bien avenidas. Todas las casas eran parecidas, y todos los céspedes tenían la misma extensión. La propaganda nazi que mostraba a rubísimos arios con su casa unifamiliar, su huerta propia y su Volkswagen aparcado en la puerta, no era muy diferente de los anuncios que poco después vendían casas en los parajes de Pensilvania o de Oklahoma. Los macartistas sospechaban con razón que todo aquello olía a europeísmo solapado. Quizá fue la única vez que acertaron en su diagnóstico. 


    Suburbicon empieza siendo un sueño inmobiliario y termina siendo una pesadilla asesina. Un guión de los hermanos Coen con aires muy coenianos, muy bestias, donde los seres humanos terminan sucumbiendo a sus pasiones sexuales y a sus pequeñas mezquindades. Lo habitual en los personajes que tienen la mala fortuna de pasar por sus películas. Bajo la urbanización intachable de Suburbicon discurren las cloacas por donde se evacúa la mierda. Y en paralelo, en un conducto muy fino camuflado entre las tuberías, discurre el deseo sexual que proviene de lo más profundo de la naturaleza, y que se cuela en algunas viviendas por la rejilla del aire acondicionado, como un gas de lujuria que viene a joder la pacífica armonía. 

Los vecinos de Suburbicon se ayudan, se regalan tartas, se cuidan los hijos los unos a los otros, como en kibutz israelí también de ideología colectivista, pero no pueden contener el deseo por otros maridos, o por otras mujeres. Es la carcoma que jode cualquier convivencia entre los seres humanos desde que el Neolítico nos arrejuntó para labrar la tierra y defenderla del invasor. Eso, y la envidia por las propiedades del vecino, que en Suburbicon no se produce debido a la monotonía inmobiliaria del paisaje.



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La cordillera

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El cuarto jueves de cada mes de abril, los americanos tienen por costumbre llevar a sus hijos al centro de trabajo. De paso que aprenden algo del oficio, y celebran una jornada de convivencia, los chavales confirman que papá y mamá no están en casa de otra señora, o de otro señor, desempeñando otras tareas...

    Había un sketch glorioso en Robot Chicken en el que un soldado imperial acarreaba a su hija el mismo día en que Luke Skywalker se cargaba la Estrella de la Muerte... En La Cordillera, Hernán Blanco, el presidente de la República Argentina, también lleva a su hija a la cumbre de mandatarios sudamericanos, que es un bochinche también muy galáctico en el que hay una Federación del Comercio, un Imperio del Mal y unas bases rebeldes de izquierdistas irredentos. Marina, la hija del presidente, es una mujer hecha y derecha que ya sabe de sobra a qué se dedica su padre.  Lo que pasa es que ella no está para muchos trotes, y prefiere permanecer en compañía. Sufre depresiones, amnesias, congojas. Su marido, con el que mantiene un cese temporal de la convivencia, ha amenazado al gobierno argentino con desvelar terribles secretos de financiación ilegal. Se ve que hay otro Bárcenas en el hemisferio sur que también se viste de esquiador cuando el nuestro se pone el bañador y viceversa...

    Temeroso de que Marina puede suicidarse, o irse de la lengua, el presidente Hernán quiere tenerla a su lado mientras negocia un acuerdo importantísimo con los otros presidentes. Con los yanquis, en especial.




    Hernán Blanco es el hombre común que llegó a ser presidente de la nación. El mandatario que de momento no conoce la crítica ni la mácula. Todos esperan de él un liderazgo, una clarividencia. Una decisión que convierta el Cono Sur en una potencia comercial libre de la influencia norteamericana. Pero nuestro hombre, mientras se celebra la cumbre, está a otras cosas. La presencia de su hija es perturbadora. Porque ella sabe, o sospecha, o recuerda, lo que los demás desconocen de su padre por completo. “

   El mal existe señorita Klein. No se llega a presidente si no lo ha visto un par de veces al menos”. Así le responde el propio Hernán Blanco a la periodista española. No estoy aquí por casualidad, viene a decirle. He pasado por túneles muy oscuros, y me he comido mucha mierda. Yo mismo he vertido mucha mierda para camuflarme, como los calamares. No soy un santo, por supuesto, pero no voy a confesarle a usted mis fechorías. Pero Marina, la hija, en el dormitorio de al lado, medio grogui por las pastillas, medio zombi por la hipnosis, trata de recordar…




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Vergüenza. Temporada 1

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Desde niños vamos aprendiendo que somos más inteligentes que algunos y más feos que otros. O viceversa... Nos vamos colocando en la escala de percentiles aprendiendo de los éxitos y los fracasos. Se nos da bien el fútbol, mal el baloncesto, cojonudamente las matemáticas, de puta pena las mujeres guapas…. Nos comparamos con los demás y sacamos conclusiones. A veces pensamos que nos subestiman y a veces sospechamos que nos sobrevaloran. Nosotros también tenemos nuestra propia opinión cuando nos miramos al espejo, o cuando hacemos introspección. La autoestima es una balanza dificíl de calibrar, y casi nunca da el peso exacto de nuestra valía. Pero la mayoría de la gente se mueve en una horquilla razonable, en un margen asumible. Llegados a los cuarenta años, si no eres un gilipollas integral, si no te falta un módulo que viene de serie en el cerebro, más o menos conoces tus límites y tus posibilidades.

    Lo triste es que todos conocemos a alguien que no funciona bien. Que se mueve en otros parámetros de la realidad. Suelen ser los cuñados, o los vecinos del quinto, que nos caen gordos y que seguramente piensan lo mismo de nosotros. Pero nosotros sabemos que son ellos los que van dando grima con su comportamiento. Los que malinterpretan las señales que marcan el camino. Los que no se enteran de cuándo han de seguir o de renunciar. Verdaderos autistas cuando se trata de comprender el contexto social. 

Cuando les sobreviene un chispazo de lucidez, sufren una disonancia cognitiva que les paraliza, pero rápidamente la resuelven dándose la razón, o negando la evidencia. Reafirmando su valía inexistente, retomando el plan inconcebible. Empecinándose en la tontería. Son incorregibles. 

Con parejas como Jesús y Nuria todos hemos compartido una escalera, una celebración familiar, una cena entre amigotes. Y al final siempre terminamos por sentir vergüenza ajena. Querríamos contarles la verdad, o descojonarnos de la risa, pero somos personas educadas y no queremos hacerles daño. A veces, incluso, nos caen bien. Suelen ser buenas personas. Simplemente es que les falla algo, como a nosotros. Nadie es perfecto. El que no cojea de esto cojea de lo otro. Pero dan mucho el cante. Son carne de tragicomedia para la tele. Vergüenza los retrata a la perfección. Lo que me he reído mientras me incomodaban…



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