Armas de mujer

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Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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Western

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El laboratorio donde Walter White cocinaba su metanfetamina lo construyeron unos obreros alemanes altamente cualificados que en su tiempo contrató Gustavo Frings en el mayor de los secretos. Al no ser, precisamente, una obra pública, los alemanes que dirigía el ingeniero Werner vivían confinados en una nave industrial donde tenían de todo para entretenerse: grifos de cerveza, cancha de baloncesto y de fútbol sala, futbolines y pimpones, salchichas de Baviera y juegos para la Playstation. De todo, sí, menos mujeres, porque las respectivas se habían quedado en Alemania para salvaguardar el secreto, y, en los apretones de los instintos, no era cuestión de trasladarse en camiones a un prostíbulo de Albuquerque, ni de traer a las mahomas a la montaña, que daría mucho que hablar en el vecindario. Un tema irresoluble que tal vez Gustavo Frings confió a la masturbación cotidiana, o a la homosexualidad de consuelo, como aquellas que brotaban entre los tripulantes de las largas travesías oceánicas. Pero la obra se alargó más de lo previsto, los apretones no encontraron una válvula de escape, y al final, como era previsible, hubo que lamentar una tragedia...


    Pocos meses después, en mi televisor, me encuentro con otra cuadrilla de obreros alemanes que han salido de su patria para trabajar. El lebensraum de los obreros, debe de ser... Western transcurre es en Bulgaria, al aire libre, en la represa de un río que al parecer requiere grandes movimientos de grava. Es una película aburridísima, de ésas que sólo valoran los críticos profesionales, y las almas más cultivadas de internet. Estos alemanes de Western no se parecen en nada a los que contrató Gustavo Frings con tanto cuidado: estos trabajan con la pachorra de unos currantes latinos, beben cervezas y tintorros a deshora, y sus instintos sexuales no van a tardar mucho tiempo en desbordarse. Así que a las primeras de cambio, en el primer contacto con la civilización nativa, tientan de mala manera a unas mujeres que iban al río a bañarse, y se desatan las hostilidades entre los indios búlgaros y los colonos germanos.

    He leído en alguna entrevista que ni siquiera su directora sabe explicarla muy bien. Íbamos improvisando y tal, a ver qué salía (sic)... Así que qué les voy a explicar yo, sobre esta película.






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Forever

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Cameron Crowe: ¿Cree que existe un más allá, en el que quizá vuelva a ver a alguien como Izzy?
Billy Wilder: Espero que no, porque me he encontrado con mucha mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver. Sí, gente despreciable. Y me digo, ¡Dios Todopoderoso, menos mal que no tengo que volver a ver a ese tipo!

    De esto va, grosso modo, Forever. De la existencia de un más allá en el que te encuentras con gente que ya habías decidido olvidar. Es lo que le pasa a June, la pobre, cuando muere atragantada por una nuez de macadamia y en ese muermo de Cielo que es tan parecido a un extrarradio de Kansas City se topa con su marido muerto, el mismo que se pegó una hostia contra el árbol en su primera clase de esquí, tan sólo doce meses atrás.

    June, todavía viva, le lloraba desconsoladamente, incapacitada de pronto para la vida y para la alegría. Pero después de un año relanzando las industrias del kleenex y de la patata frita, de la chocolatina y de la novela de desamor, se redescubre a sí misma mujer libre y liberada, cuarentona que asciende en el escalafón de la empresa y se liga a tíos mucho más interesantes que su ex. Y lo más importante de todo: dueña plenipotenciaria de su casa para vendérsela a unos japoneses sonrientes y no poner el pie en ella nunca jamás, salvo en las pesadillas que traen las fiebres de la gripe. Adiós a los mosquitos, a las humedades, a las truchas y salmones que el difunto Oscar cocinaba con tanto amor como sosería.

    June se acuerda cada vez menos de Oscar, y cuando lo hace, piensa con íntimo alivio que tardará cuarenta años en reencontrarlo. Y que en caso de coincidir -porque él era un santurrón, pero ella un poco pendona- tal vez allí las cosas sean distintas. Porque es el Cielo, coño, el Cielo, y en tal lugar no sería admisible pasar la eternidad con la misma persona, sino ir alternándola con lo más granado del lugar, en excitantes y tiernas aventuras fuera del matrimonio: salir una noche con Mozart, o pegarse un polvazo con Paul Newman, o pasar una velada con el mismísimo George Washington. Quién sabe si probar el sexo con mujeres, o en grupo, o simplemente dejarse llevar por lo que ofrezca la cornucopia de la concupiscencia... Ese es el Cielo que June imagina para dentro de muchos años, más allá de la cama en el asilo, tan poco parecido a éste que de pronto se ve obligada a transitar, tan joven y tan poco preparada, con Oscar, el ubicuo Oscar, el inmortal Oscar, recibiéndola con su sonrisa bobalicona... 

    Ahí termina, por ir resumiendo, el segundo episodio de Forever. La cosa promete, va incluso para serie de culto, pero lo que sucede en los seis episodios restantes ya sólo es chalaneo, estiramiento, historia sin rumbo ni final. Que otros adictos a la series más preclaros os iluminen.



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En tierra hostil


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Yo, que soy nacido y criado en León, también vivo en tierra hostil, en el Bierzo, la comarca que reniega del escudo leonino. Las gentes de aquí son leonesas porque lo pone en el DNI, y porque a veces tienen que arreglar asuntos en la capital. Aquí todo es verde, y ondulado, y tiene acento gallego, y en mi patria todo es ocre, y allanado, y hablamos un castellano muy apreciado por el telemarkéting. Aquí comen pulpo, y no bacalao, asan castañas, y no chorizos, y matan por una empanada, y no por unas sopas de ajo. Es otra cultura, otro paisaje, un extrañamiento secular de puertos nevados. Y cuando los bercianos van a la playa,  o a la universidad, o al médico importante que les hará un segundo diagnóstico, cruzan los otros montes para irse a Galicia, que es su deriva natural, su comunidad más verdadera.


    Vivo en tierra hostil, sí, y además sólo quedan dos días para el Ponferradina - Cultural, que es el derbi provincial, el duelo de la máxima, que decían los antiguos locutores. Entro en las tiendas del barrio y todo está engalanado con bufandas de la Ponfe, camisetas blanquiazules, banderas del orgullo berciano... Los que saben de mi origen foráneo, cazurro, del otro lado del Manzanal, me lanzan unas puyas simpaticonas: forastero, cazurro, "invasor", os vamos a meter una manita que os vais a enterar, leonés, a ver dónde te escondes el lunes por la mañana para que no te encontremos y tal. Y yo, que no soy artificiero del ejército yanqui, pero sí llevo un chaleco antipalabras para que me reboten los alfileres, les sonrío con ironía, y les digo que menos lobos, y que un respeto, que yo soy de la capital y ellos del extrarradio provincial, y gilipolleces por el estilo mientras te cobran el pan, o te sirven el café, como de barón encastillado que ha bajado a la aldea para mezclarse con el populacho. Nos descojonamos de la risa, claro, los unos y los otros, pero eso es porque aquí no hay petróleo en el subsuelo.





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Two Lovers

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Si el acto de amar nos convierte en mejores personas, ser amados, por contra, nos hace caer en la vanidad. Cuando alguien, en el mercado del amor, se interesa por nuestras carnes o por nuestras meninges, nos sentimos especiales, reafirmados, como si el amor nos elevara unos centímetros por encima del suelo. Como si nos distinguiera de los demás. Meritorios y cojonudos. Orgullosos de haber aprobado una especie de oposición. Pero esto es una arrogancia muy propia de los tiempos modernos, inusual en otras épocas. Los antiguos, más modestos, representaban a Cupido como un niño travieso que disparaba sus flechas con los ojos vendados, al tuntún, para señalar que el amor era un encuentro que tiene una parte de afán y de seducción,  pero también mucho de casualidad y de segundo plato.

    El personaje que menos sale en Two Lovers -el de la chica que finalmente se queda con el amor de Joaquin Phoenix- es, en esto, paradigmático. Se casará con su hombre, tendrá hijos, vivirá las alegrías y las tristezas propias del amor... Pero nunca sabrá  que fue elegida en segunda opción, como un premio de consolación. Como en un draft a ciegas de la NBA. Que había otra mujer, en paralelo, que era la preferida de verdad, la destinataria del anillo que finalmente terminó rodeando su dedo. 

    Cómo contarle, ay, que su amor está construido sobre la renuncia de otra mujer. Que aun siendo ella guapa e inteligente, su amor llegó a buen termino por el azar de una carambola improbable. Como todos los amores, en realidad: un dedo que se desliza sin querer en la pantalla de Tinder; un minuto de retraso para llegar al Metro; la mirada perdida en una cafetería; el amigo de un amigo que nos presenta... El amor es el choque entre partículas humanas que se mueven aleatoriamente. Nuestro único acto voluntario, quizá, es pedir el número de teléfono. Hay una película demoledora titulada 45 años que podría ser la segunda parte de Two Lovers, y que es el descubrimiento, tardío, por parte de una mujer enamorada de su marido, de que esa tontería de la media naranja que inventara Platón es justamente eso: una tontería.



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True Detective. Temporada 1

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Es opinión generalizada que el último episodio de True Detective, el que narra la resolución definitiva del caso, no está a la altura de los siete anteriores. Como un orgasmo muy anhelado que al final explotara con la pólvora algo mojada.

    Circulan varias teorías por los foros, y por las tertulias del café, pero la única cierta es que llegados a esas alturas del drama, después de haber navegado por los siete pantanos del Mal, ya nos daba un poco igual la identidad del asesino. Las buenas series policiacas -como las buenas novelas del género- no lo son porque su trama nos mantenga en vilo manejando pistas falsas y pistas verdaderas, sino porque en algún momento determinado la identidad del asesino se convierte en un mcguffin de los que hablaba Alfred Hitchcock. Lo que realmente nos cautiva es la personalidad del detective que se afana en las deducciones, un tipo que suele ser de inteligencia compleja, costumbres depresivas y comentarios vitriólicos.

    Los artefactos ingeniosos nos entretienen, nos causan admiración, pero al poco tiempo los olvidamos o los enredamos en la memoria con otros muy parecidos. Diez años después de leer Los hombres que amaban a las mujeres, poca gente recuerda ya el intringulís criminal de la novela, pero de Lisbeth Salander nos sabemos su biografía como si fuera una señorita habitual de las revistas de cotilleos. Yo leía las novelas de Pepe Carvalho por saber más de Pepe Carvalho, de su filosofía particular, del mismo modo que leía las novelas de Conan Doyle fascinado por la personalidad de Sherlock Holmes, o veía House, que era una serie de mierda, porque había un sabueso de enfermedades que cada vez que hablaba sentaba cátedra o me hacía reír. True Detective empieza con un crimen y termina con la detención del criminal, pero entremedias hay dos detectives que van dando bandazos en sus vidas personales, uno asceta y filósofo, y el otro pichabrava y terrenal. Son sus vidas en decadencia las que finalmente sostienen esta serie ejemplar. La crisis de la edad y de las certezas. La corrupción progresiva de sus sueños.





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Interstellar

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¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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El nacimiento del amor

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Los franceses -al menos los que salen en las películas- tienen la curiosa costumbre de filosofar sobre el amor después de consumarlo. En esa filmografía tan particular, las parejas se conocen, se desfogan los instintos, y después, en el cigarrillo poscoital, o mientras se asean los bajos en el bidé, se preguntan por el sentido último del acto carnal: su impacto existencial en el devenir de sus biografías. Montan unas tertulias que a veces ocupan películas completas, sólo interrumpidas por un nuevo polvo, o por una visita rápida a la cafetería, para reponer fuerzas con unos cruasáns o con unas baguetes recién sacadas del horno.

    Por lo que voy descubriendo, el amor es el monotema en las películas de Philippe Garrel, que son francesas a más no poder, casi de ver la torre Eiffel a todas horas por la ventana. La anterior, Amante por un día, era una película muy corta en duración, pero muy grande en complejidad: el retrato agridulce de los amores juveniles en los tiempos universitarios. Así que me animé, y repetí, y guiado por las críticas fui a dar con esta otra más antigua, El nacimiento del amor, que además tenía un título muy sugerente, casi como un manual para reconocer los primeros síntomas de la enfermedad.

     Pero esta nueva reflexión erótica de Philippe Garrel es aburrida, por pedante, y también por incomprensible. Paul es un hombre casado que no soporta la vida en el hogar, y menos ahora, con un nuevo bebé que no para de berrear. Cuando a Paul le da el punto, o le entra la excitación, da unas voces a su mujer, un empujón a su hijo mayor, y se lanza a las calles a curarse la neurosis con una nueva gachí. Paul es un impresentable a punto de entrar en la cincuentena, fondón, narigudo, que peina sus escasos cabellos de una manera estrafalaria. Pero el tipo, para sorpresa del espectador, se acuesta con mujeres bellísimas, más jóvenes que él, a las que cuenta sus domésticos pesares en las melancolías que suceden al orgasmo. Ellas le afean su adulterio, pero al mismo tiempo le entregan sus cuerpos derretidos. 

    El espectador -al menos éste que suscribe- lo flipa en colores, aunque la película sea en blanco y negro. Eentre el asco que le produce el personaje, lo tontas que son sus amantes, lo plasta que es su único amigo, y la cursilería afrancesada que subraya todos los diálogos, uno se ha ido diluyendo en cuestiones personales que apenas venían a cuento de la trama.





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