La noche de la iguana

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El reverendo Shannon quiere elevar su espíritu hacia Dios, pero el peso de sus testículos es excesivo, y marmóreo, y ese lastre lo retiene en los asuntos mundanos de la pasión. Siendo él un pastor protestante, de los que goza de bula divina para el sexo, no habría mayor problema en darle a Dios a lo que es Dios y a la esposa lo que es de la esposa. Pero el reverendo, muy alejado de la idea del matrimonio, siente una lacerante debilidad por las chicas más jóvenes de la parroquia, que son seducidas en la sacristía con la excusa de dar una clase particular sobre la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses. 

    El reverendo Shannon es un hombre atractivo que asegura ser él el seducido, y no el seductor: una verdadera víctima de los demonios travestidos en jovencitas. Pero esta excusa pueril no le salva de ser expulsado de su iglesia cuando los feligreses, que no quieren ir a los servicios dominicales con sus hijas sujetas con correas, deciden elevar una queja formal a sus superiores eclesiales.

    Ninguneado por Dios y rechazado por sus ovejas, el reverendo emprenderá una nueva vida en México, de guía turístico, ofertando un servicio completo de playa más hotel y consejos espirituales. Pero sus carnes, ay, viajan con él a todos los sitios, y en ellas, entreveradas en los tejidos, siguen anidando las mismas tentaciones que nada saben de fronteras ni de arrepentimientos. Borracho como una cuba, a punto de perder su nuevo trabajo, perdido en una selva que es al mismo tiempo tropical y metafórica, Shannon dará con sus huesos en el hotel playero que regenta Maxine, una Ava Gardner que más parece un súcubo afincado en Puerto Vallarta que una mujer refugiada de las tempestades. 

    Doña Ava sonríe, o mueve una cadera, o guiña un ojo, y el reverendo Shannon, y los espectadores que fueron y somos, y seguirán siendo, notan que algo muy primario y muy hermoso, de una sensualidad inocente y selvática, se mueve un poco más abajo de las entrañas. Shannon buscaba la paz espiritual y se ha encontrado otra vez con el demonio del sexo, que se posa en su hombro izquierdo para provocarle.




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La pesca del salmón en Yemen

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El jeque Muhammed, en vez de gastarse los petrodólares en comprarse un equipo de fútbol como todos sus amigos de los emiratos, decide construir un embalse en los desiertos del Yemen para criar salmones y luego pescarlos con caña, a lo franquista, que es su afición preferida después de retozar con sus esposas en la jaima, y de zambullirse en la piscina de monedas que le compró al tío Gilito tras la crisis de las subprime.

    En Yemen no existen los salmones en estado natural, sólo en las cocinas de los restaurantes más exclusivos, y no hay, por tanto, salmonólogos que puedan ayudarle en la crianza de estos peces que remontarán los ríos fantasmagóricos de su país. El jeque, por tanto, decide buscar ayuda en el extranjero, en los territorios lluviosos de los infieles, y antes de los hechos narrados en la película, se pone en contacto con el Gobierno de España porque un asesor algo desactualizado le cuenta que aquí hay un dictador que es muy aficionado a la pesca del salmón, y que suele ir a los ríos en nutrida compañía de cortesanos y lameculos que algo deben de saber del asunto. Pero claro: cuando el jeque aterriza en nuestro país, se encuentra con que la pesca del salmón ya no es un asunto prioritario para nuestros mandamases, y que estos, ahora, en democracia, prefieren invertir nuestros impuestos en aeropuertos sin aviones, y en autopistas sin tráfico.



    Así que Muhammed, que habla inglés a la perfección porque de joven estudió en Estados Unidos y se acostó con las cheerleaders más guapas del campus, decide, en último recurso, pedirle ayuda financiera al Gobierno de Su Majestad. Y ahí es donde empieza, propiamente dicha, La pesca del salmón en Yemen, que en realidad es un remake muy particular de Alguien voló sobre el nido del cuco. Porque aquí, como en la película de Milos Forman, sólo hay un personaje más o menos cuerdo que es el que encarna Emily Blunt -tan hermosa que dan ganas de llorar-, y el resto es una cohorte de pirados compuesta por un Primer Ministro algo imbécil, una alta funcionaria estresada por sus hijos, un jeque que inaugura pantanos en Medina de Badajoz, y un salmonólogo que decide sacrificar su matrimonio y su futuro profesional por seguir al tal Muhammed en su ictiológico capricho de los arábigos desiertos. Un congreso de pirados, a orillas del Golfo Pérsico...

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The Looming Tower

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En el momento de su construcción, las Torres Gemelas de Nueva York fueron el desafío fálico de los americanos hacia el resto del mundo: nosotros no sólo la tenemos más grande, sino que además tenemos dos, dos de todo, como decía Benito González agarrándose los testículos en Huevos de oro. Años más tarde, en varias geografías del mundo, se construyeron torres más altas que las gemelas para ver que satrapía la tenía más grande. Pero a los enemigos de Norteamérica se les quedó grabada aquella fanfarronada del doble pene que dominaba la bahía, y cuando los muchachos de Mohamed Atta -si nos atenemos a la versión oficial- decidieron golpear en la misma entraña del monstruo, no perdieron mucho tiempo en elegir el objetivo humeante que acapararía las portadas de los periódicos.




    Algo de aquel simbolismo prepotente, de engreídos sexuales, ha quedado en el despropósito administrativo que se nos cuenta en The Looming Tower. Porque al final, si nos seguimos ateniendo a la versión oficial, los atentados del 11-S se podrían haber evitado con un simple cruce de información entre los chulitos de la CIA y los chulitos del FBI, que envueltos en su propia arrogancia, embriagados del aroma de sus propios cojones, prefirieron trabajar cada uno por su lado mientras los pilotos que estrellarían los aviones se entrenaban tan ricamente en academias americanas, identificados, pero no perseguidos, o perseguidos, pero no identificados. Un dislate que los guionistas de The Looming Tower llevan todavía un poco más allá, a los terrenos sexuales ya no simbólicos, sino de las propias camas calientes y particulares, porque desde el primer capítulo se hace evidente que aquí todo el mundo está tan preocupado de combatir el terrorismo internacional como de cuidar los amores que nacen o empiezan a marchitarse. Y si de ocho de la mañana a dos de la tarde todos se comportan como profesionales muy trajeados de lo suyo, a partir de ahí la atención se dispersa, y la alarma antiterrorista queda como en suspenso, como aparcada en tareas pendientes.

    Mientras tanto, al otro lado de la ideología y de la religión, un grupo de contumaces también muy sexualizados sueña con los polvos que echarán con 72 huríes nada más atravesar los ventanales de las dos pollas desafiantes... Todo es sexo. Siempre es sexo.




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Tierras de penumbra

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La llegada del amor supone un aumento de la entropía. La sangre aumenta su temperatura, las neuronas multiplican sus conexiones y las células del cuerpo, en general, abandonan su estado de semiletargo y se ponen como locas a metabolizar. 

    Pero también se produce un incremento de la entropía externa, que es el desorden en el hogar. Donde antes estaba uno solo con sus horarios, sus manías, sus ritmos casi circadianos, de pronto un caos amoroso se apodera de la rutina. Los aldabonazos del sexo impiden conciliar el sueño como antes: se duerme menos, y peor, con los cuerpos que se pegan y despegan al albur del deseo. Aumenta el número de platos y cacharros que hay que fregar. Aparecen nuevos alimentos, nuevos postres, y las compras se hacen más variadas y frecuentes. También cambian las horas de sentarse a la mesa, de tomar el café, de salir a tomarse unos chatos. La parrilla de la tele se desorganiza. Se altera, incluso, el viejo orden del vestidor, porque uno se pone más guapo, compra ropa nueva, y hay vestimentas impropias que se ven relegadas al ostracismo.

    El amor es un viento inevitable -a veces un verdadero siroco- que viene a sustituir la antigua paz de las entrañas por una desazón de turbulenta felicidad. Que se lo digan al bueno de C. S. Lewis, que vivía tan ricamente en su casa de Oxford con sus estudios literarios, sus novelas en proceso, su sueño regular y sus comidas a la hora. Y el té a las cinco o'clock, claro. Una vida apacible, de entropía amable, de dedicación casi monacal a la literatura y al compadreo con otros eruditos. Sólo la necesidad de masturbarse le recuerda, de vez en cuando, que la cama donde duerme es demasiado ancha, y que su vida, tan fructífera en términos cuantitativos, con tantas páginas escritas y leídas, es en verdad una especie de autoengaño. Un interregno productivo, pero lamentable, entre el amor que se fue y el amor que ya nunca llegará. 

    Lewis parece un hombre asexuado, rendido ya a los placeres de la pitopausia, pero en realidad sigue al acecho, esperando la oportunidad de mandar a la mierda su plácida entropía. Y cuando el amor llega -y lo hace como un demonio de Tasmania de los dibujos animados- no tarda ni un solo segundo en reconocerlo y aceptarlo. Aunque al principio vaya disimulando por las esquinas, por el qué dirán sus compañeros de tertulia, los oxfordenses, u oxfordianos, que tengo que buscarlo en la Wikipedia.



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Amor

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Tanta pasión para nada es un libro de Julio Llamazares que leí y olvidé como casi todos, afectado por una desmemoria literaria que algún día comentaré con mi psicoanalista. Pero me quedé con el título, tanta pasión para nada, como un resumen de la vida misma, como una queja existencial del pesimista recalcitrante. Lo repito de vez en cuando en la tertulia con el amigo, en el desahogo del blog, en la confidencia tras el coito, pero no crean que voy por ahí cabizbajo, enfadado con las piedras, y encabronado con los dioses. A mí, como a Ricky Fitts en American Beauty, también me abruma la belleza que hay en el mundo, y a veces siento que no la puedo resistir, y que mi corazón, como el suyo, también está a punto de colapsar. Me abruma la belleza, y el amor, y la visita del hijo, y la película perfecta, y mi perrete corriendo por el campo, y la borrachera ocasional, y un par de cerezas que mangas de un árbol y te explotan en la boca. El orgasmo que llega como una oleada de agua salada propia y ajena...



    Pero sí, qué quieren que les diga: la vida, en el fondo, desnuda de poesías, deshuesada de lirismos, es una pasión sin objetivo. Lágrimas de alegría y tristeza que se llevará la lluvia por la alcantarilla, como dijo el sabio replicante antes de morir. Ningún dios nos espera al final del camino para recoger las lágrimas en una vasija y volver a beberlas. “Sólo vale la pena vivir / para vivir”, cantaba Serrat. Y lo mismo podríamos decir del amor: amar tampoco tiene objetivo alguno. Sólo eso: amar, día a día, partido a partido, en un romanticismo perseverante del Cholo Simeone. Amar por el mero placer de amar, por el mero deber de amar, aunque al final del camino, si ha habido suerte, y la salud nos respeta, nos espere la decrepitud y la muerte. No debería disuadirnos el final cruel de los amores longevos. La mierda que hay que limpiar, o las torpezas que hay que soportar. Donde termina el sendero de las baldosas amarillas no hay ningún arcoiris: sólo una cama de hospital, o una postración en la propia. Dolor y reproches. Una pena infinita. Un asomo al vacío en los ojos ajenos. Tanta pasión para nada... ¿Y qué?



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Fuga en Dannemora

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He recomendado Fuga en Dannemora a varias personas durante estas pasadas Navidades, porque en Navidades uno se encuentra con gente que no ha visto en mucho tiempo, cuñados de las islas, o amigos de la infancia, y la vida personal  da para rellenar, como mucho, un café apresurado, entre lo que uno resume y lo que uno calla por pudor. Las series de televisión son el tema de moda, el pegamento social, la no-conversación que da que hablar a los ciudadanos que despachan los meteoros del tiempo en dos simples pinceladas: pues hace frío, es que es invierno, claro, y tal... Y digo no-conversación porque en realidad, lo de las series casi siempre es un monólogo cruzado: “tendrías que ver”, y “tendrías que ver tú”, y salvo dos o tres coincidencias en el mainstream más básico, nadie ve en realidad las mismas cosas, de tantas como hay, y de tan distintos como somos todos. Sólo en los foros de internet encuentra uno del consuelo de la coincidencia, del desbarre, del análisis detallado, como cuando éramos niños y todos veíamos las mismas series en TVE 1 por la noche, después de cenar, y a la mañana siguiente las destripábamos en la cola del patio, o en las tertulias del recreo.

    En este monólogo de ficciones navideñas me he liado varias veces con lo de Fuga en Dannemora, porqie a veces la he recomendado con doble n, correctamente, pero otras con doble mm, Dammenora, o incluso con mn, Damnemora. Lo peor es que yo me daba cuenta de la trabucación, y trataba de corregir sobre la marcha, y mis interlocutores, educados pero perplejos, pensaban que menuda recomendación de mierda, la mía, si ni siquiera era capaz de pronunciar el nombre de la serie.

    Dannemora, coño, finalmente, que no me salía, que es un pueblo perdido en el estado de Nueva York donde una cárcel de alta seguridad ocupa más o menos la mitad de los antiguos barbechos de los colonos. Una cárcel para tipos muy peligrosos que en realidad se limita a poner unos muros de hormigón muy gordos y deja que sus funcionarios se dediquen al trapicheo y a la molicie, e incluso al intercambio sexual con los reclusos. Una chapuza de alta seguridad que parecería sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón si no fuera porque los hechos son reales, casi de ayer mismo, y estos tipos que tratan de fugarse, y esa funcionaria que les ayuda, son bastante tenebrosos y dan más miedo que risa, la verdad.





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La verdad sobre el caso Harry Quebert

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Esclavizado por mi afición al deporte televisado -que si el fútbol y el rugby, que si el snooker y la NBA- hace ya un cuarto de siglo que vivo matrimoniado con lo que ahora se llama Movistar +, aquello que empezó siendo el descodificador de la llavecita blanca que uno metía en la maleta e instalaba en cualquier televisor que dispusiera de una entrada para euroconector. Hice muchas amistades -aunque ninguna femenina, ay- llevando y trayendo aquella cajita negra que traía en sus adentros, como un regalo de Navidad para todo el año, el porno del viernes, el fútbol del domingo, el cine de cualquier día de la semana pasado con subtítulos amarillos y sincronizados...

    Entre que el producto se ha vuelto más complejo y la inflación no ha dejado de crecer, y que estos tunantes parabólicos saben que yo pertenezco al público cautivo y desarmado, ahora mismo estoy pagando una cantidad desorbitada por un montón de canales que no podrían verse ni en cien vidas de cinéfilia y sillón-ball. Perdido en esa selva de ofertas, uno a veces se deja llevar por las recomendaciones machaconas del propio Movistar, y cae en productos que luego se desvelan tontorrones, irrelevantes, de los que te roban diez horas de vida que uno podría haber dedicado a ficciones mejores, o a tomar el sol con el perrete, por los sotos de la pedanía. 

    Al principio de esta serie te dejas enredar porque el tal Harry Quebert parece un nuevo Humbert Humbert encaprichado por Nola, que no por Lola, y entre las reminiscencias de Kubrick y la trama criminal que se adivina en lontananza, uno se adentra en los capítulos de la mano paternal del señor Movistar, que te sonríe complacido y te asegura que no te has equivocado en la elección.

    Pero hacia la mitad de los diez (interminables) episodios, uno se descubre atrapado en un telefilm de sobremesa, estirado, ridículo en ocasiones, con giros y contragiros a cada cual más idiota, y de la Nolita/Lolita de Dicker/Nabokov pasamos al Todos menos tú que cantaba Joaquín Sabina allá por los años noventa. Aquí, como en la canción, hay un poco de todo, caótico y tontorrón: putones verbeneros, cronistas carroñeros, trotamundos fantasmas, soplones de la pasma, escritores que no escriben, vividores que no viven, tontopollas sin cura, filósofos con caspa, venus oxidadas, caballeros en oferta, señoritas que se quieren casar, Blancanieves en trippie, amor descafeinado, muertos que no se suicidan, niñatos, viejos verdes, y el marqués de Massachussets.






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Black Mirror: Bandersnatch

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En mi juventud, cuando iba a los cines que más tarde se reconvirtieron en restaurantes de palomitas, yo veía las películas con los diez dedos cruzados sobre la barriga si a mis lados había otras personas disputándome el espacio vital. Si no había nadie, yo, menos cohibido, ponía los brazos extendidos sobre los reposatales y apretaba las palmas de las manos como un invitado en el Halcón Milenario a punto de saltar al hiperespacio, siempre expectante ante lo que sucedía en la pantalla. Una postura que sólo cambiaba si había chicas atractivas por las cercanías, porque en esos casos yo adoptaba manualidades de cinéfilo reconcentrado, y lo mismo cruzaba los diez dedos bajo la barbilla como hacían los críticos de los festivales, que hacía una L con el dedo índice y el dedo pulgar para sujetar elegantemente mi sien y mi barbilla. Es lo que hacían los universitarios más interesantes que se paseaban por los cineclubs: los tipos de la parka y la barbita, siempre exitosos con las mujeres a la salida de la función, verborreicos y ocurrentes, inimitables e inalcanzables.

    Ahora, de mayor, que por pereza y por amortización del Movistar + ya no salgo de mi sofá, veo las películas con una mano sujetando la cabeza que rebosa de malos pensamientos, y con la otra, sea invierno o verano, exista o no causa justificada, agarrando los testículos en un tacto a medio camino entre la caricia sensual y la exploración del bulto sospechoso. Es un desmadejamiento nada presentable a ojos del visitante ocasional, pero muy cómodo, muy campechano, como de Borbón en su palacio, si uno está a solas con su ocio televisivo. Estando en soledad no abandono mi postura por nada del mundo, y es por eso que la nueva entrega de Black Mirror, Bandersnatch, jamás la hubiera visto de no ser porque otra persona, a mi vera, acurrucadita en el sofá, manejaba el mando a distancia de las decisiones, que si los cereales, que si la psicóloga ninja o que si quién coño le está tomando el pelo a este pobre chaval que diseñaba el videojuego...



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