El pionero

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Yo le tenía mucha ojeriza a este impresentable. Ahora que está muerto supongo que ya da todo igual, mi repelús y sus fechorías. Bastante tiene don Jesús, sepultado en el panteón familiar, con lo suyo... Pero cuando estaba de cuerpo omnipresente -en las radios, en las televisiones, en las portadas del As cuando guillotinaba a los entrenadores, o en las portadas de El País cuando le descubrían otro trapicheo- a mí se me subía la bilis por el esófago arriba (de cuando yo aún tenía vesícula biliar y podía decirse que estaba completo por dentro).  

    En la prensa seria, a Jesús Gil le atizaban por los cuatro costados de su inmensa barriga: la de izquierdas -que aún quedaba- porque era obvio que este tipo confundía los dineros públicos con los privados, que no entendía ni papa de crecimientos sostenibles, y que con los canutos no sabría hacer la oes de García Lorca, pero sí unos ceros que inflaban cifras en contratos sospechosos. Y luego estaba la prensa de derechas, que le atizaba porque veía en él a un rival político, a uno de los suyos, pero sin el freno en la lengua al que les obliga la Constitución. Un criptofascista que se ciscaba en las leyes que no le interesaban y se agarraba como una lapa a las pocas que ocultaban sus trapisondas. Uno derechas de toda la vida, vamos, pero sin educación de colegio privado, ni corbata comprada en la calle Serrano, porque total, para hacer propaganda política desde el jacuzzi de Tele 5, rodeado de fulanorras, a don Jesús le bastaba con la cadena de oro, el pelamen de recio soriano y la guayabera para cuando salía del agua y seguía diciendo tonterías sobre lo que España necesitaba y lo que él había venido a reformar.




    Pero luego, por las noches, estaban los periodistas deportivos de la radio, a los que sigo escuchando porque su tontuna me hace olvidar los problemas más serios y acuciantes. En la radio de aquellos años daba igual el dial que sintonizaras: Jesús Gil les caía a todos de puta madre, don Jesús, señor Gil, y tal y tal,  porque el Presi llenaba horas y horas de programación con sus salidas de tono, su caballo Imperioso, su cocodrilo, sus paridas racistas, su ego inflamado, su habla medio gangosa… Jesús Gil era un chollo, una garantía para el EGM. Periodistas que con otros dirigentes parecían inteligentes e imparciales, con Jesús Gil se convertían en lameculos lamentables, en reidores de sus chorradas. Ahí sigue, José María Garcia, llorando al exalcalde... A mí me daba vergüenza todo aquello, y también me daba vergüenza ser cómplice, en cierto modo, de aquel blanqueo de capitales, por escuchar el espectáculo.

    He venido a este documental de la HBO, El pionero, esperando que la HBO arrojara luz, distancia, sobre el personaje de Jesús Gil. Pero es como si no hubiera pasado el tiempo. Supongo que lo han hecho para que la familia colabore, y a los autores no les caigan querellas en los tribunales, que son temibles, los Gil, en estos asuntos. Pero aquí, en El Pionero, al patriarca le siguen riendo las gracias de cuando estafaba, de cuando distraía, de cuando desviaba fondos. De cuando se reía de la concejal opositora de Marbella o llamaba imbéciles a los ecologistas... En fin.

    Lo que pasa es que el documental, hay que reconocerlo, está muy bien hecho.




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Rufufú

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Habrá sido la casualidad, o el subconsciente, que trabaja de videotecario en mis cloacas, pero el mismo día que veía los nuevos episodios de La casa de papel -con ese atraco a lo grande, a lo Hollywood de Madrid- horas después, por la noche, en la fresca que decían nuestros mayores, apareció en mi televisor Rufufú, que es como La casa de papel pero en un cómic de Mortadelo y Filemón, Mortadellini y Filemoncello. 

    Rufufú es como un remake de Ocean’s Eleven protagonizado no por George Clooney y Brad Pitt, sino por Pepe Gotera y Otilio, que eran los personajes más merluzos del universo Bruguera, que ya es mucho decir, tanto que se han quedado en el habla popular para referirnos a la chapuza nacional: un concepto eterno, transversal, tan nuestro ya como el chorizo o como el político corrupto.

     En Rufufú hay un Giuseppe Gotera que recibe el soplo de un trabajo sencillo -el robo con butrón de una caja fuerte que no está, por supuesto, en La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre- y un Otiliani que lidera a la banda de incapaces que intentarán perpetrar el robo, nefastos, bobalicones, unos gualdrapas que se prestarían a cualquier chanchullo con tal de no trabajar, porque entre la clase alta de Roma y la clase proletaria todavía quedan ellos, honorables, ni siervos ni amos, con las manos limpias de hollín y de yeso, descendientes de los hidalgos caballeros que se ganaban el pan duro sin encallecerse las manos.

    Rufufú es una película de posguerra italiana casi contemporánea de La dolce vita. Está ambientada en los mismos barrios de Roma que Marcello Rubini jamás pisaba, tan lejos todo de la Via Veneto, y de las mansiones en las colinas, de los putiferios de alto standing donde le hacían las pajas con guante de terciopelo. Hay, sin embargo, un hermano gemelo de Rubini que figura en la banda de maleantes, uno que fue separado al nacer y criado en otro ambiente menos lustroso y edificante. Por ahí anda, en efecto, Marcello Mastroianni, haciendo de mentecato ejemplar, sirviendo de estudio para los genetistas de la conducta, que buscan en los gemelos separados al nacer el Santo Grial que nos explique.






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Lenny

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Una polla es una polla, y un pene, un pene. Dos órganos distintos y uno solo verdadero, como en una Santísima Dualidad. Cuando vamos al médico, a la revisión, a la molestia urinaria, tenemos un pene, pero cuando vamos a acostarnos con nuestra señora, o con nuestra respectiva, tenemos una polla. Y no pasa nada por decirlo: polla es una palabra inocua, sonora, para nada despectiva, y sí, en cambio, pícara y festiva. Como de celebración de la vida y del amor, una polla, eso es, y no un órgano de libro de texto, de manual de medicina, que eso es un pene, la cosa aburrida que no tiene erecciones y sólo sirve para mear.

    Eso es, grosso modo, lo que venía a decir Lenny Bruce en sus monólogos: que a las cosas sexuales había que llamarlas por su nombre, el cotidiano, el coloquial, lo mismo en el dormitorio conyugal que en el stand-up del club nocturno, entre humos y música de jazz, donde todos los clientes eran adultos y no había ningún gilipollas en la materia, ningún sorprendido del significado exacto de las palabras.



    Lenny Bruce hacía escarnio de la damisela que dice pompis, o del señor que dice miembro, hasta que cayó sobre él la Ley de Maricastaña, una que también vino flotando en el Mayflower y prohibía -entre otras muchas- usar la palabra chupapollas en público, ante una audiencia congregada, porque la ley presuponía que el humorista no estaba describiendo, no estaba haciendo chanza, sino incitando a la práctica, allí mismo quizá, o en la intimidad de los dormitorios, donde tal vez chupar pollas no fuera ni siquiera legal, y en todo caso siempre una guarrada, una cochinez de gente que en realidad no se ama como Dios manda. Chupapollas… A  Lenny Bruce empezaron a joderle la vida por ahí, y terminaron arruinándole la carrera, y la salud, y el alma misma. El personaje que aparece en La maravillosa Sra. Maisel todavía es un humorista travieso y risueño; el que sale en Lenny, la película de Bob Fosse, ya es el Lenny jodido, drogadicto, enfrascado en una cruzada semántica que finalmente no pudo ganar.




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Compañeros de juerga

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En Compañeros de juerga, Laurel y Hardy, que pertenecen a una sociedad masónica que no se reúne para dominar el mundo, sino para beber y flirtear con las camareras, mienten a sus esposas para poder pasar el fin de semana en Chicago, con los compadres, y no en casa, en el sofá, bajo la mantita, aburridos sin el televisor que por entonces aún no se había inventado, escuchando un serial de la radio, o recortando recetas de cocina. Laurel y Hardy, que son dos tontos de remate, se creen en realidad muy listos, los hombres de la casa, y consiguen, en principio, engañar a sus esposas. Pero los personajes femeninos de 1933 no son como los que vinieron años después, en la época dorada de Doris Day -que pobre Doris Day, qué culpa tuvo la pobre- y en vez de quedarse tan panchas en el hogar, dedicadas a sus menesteres, la partida de bridge, o el club de las esposas lectoras, se quedan con la mosca detrás de la oreja, atentas al desliz, porque saben que sus maridos son dos gilipollas de campeonato, siempre chanchullando sus escapadas, y que cuando Hardy menea el bigote, y Oliver se rasca el cogote, algo huele a podrido en la Dinamarca del respeto conyugal.




    Varios años más tarde, ante el pelotón de fusilamiento de los productores, hubiera estado muy mal visto que un par de mujeres fueran más inteligentes, más responsables, que los mentecatos de sus maridos, reducidos casi a la oligofrenia, a la tontuna infantil. En cierto modo, la relevancia de los papeles femeninos ha vivido una evolución, una involución y una nueva evolución. Una U invertida que es la campana de Gauss dada la vuelta, repicando en el campanario con mucha violencia. Ahora que las actrices reclaman con justicia papeles enjundiosos, centrales, de llevar las riendas y la iniciativa – de llevar los pantalones, que se decía antes- habría que darse un paseo por el cine de hace muchos años, incluso el cine pueril y tontolaba de Oliver y Hardy, para ver que hubo una edad distinta, fructífera, que se fueron cargando entre el código Hays, las monsergas de los curas y los excesos de la testosterona.



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La balada de Narayama

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Cuando ya no podamos pagar las pensiones de los jubilados, lo primero que harán será obligarnos a trabajar hasta los 70 años. Ya están a punto de aprobarlo. Saldremos de nuestro tajo o de nuestra oficina y al día siguiente ingresaremos directamente en el asilo, sin que nos den tiempo a dar de comer a los gorriones, ni a seguir la marcha de las obras en el barrio. Aplicarán la doctrina del shock en cualquier país de mierda controlado por la CIA, o acojonado por los mercados financieros -uno asiático o subtropical que sin embargo tenga los índices de natalidad por los suelos- y luego, por este orden, implantarán la medida los británicos, que son los palmeros del Imperio, más tarde los americanos, dando ejemplo al mundo liberal, y al final, como siempre, last but not least, los estados europeos del bienestar, que aprovecharán un despiste del electorado para meternos la ley por el culo disfrazada de sexo satisfactorio. Supongo que por entonces ya será Íñigo Errejón, como secretario general del PSOE, el que comparezca cariacontecido ante las cámaras del Telediario. Todo esto ha sucedido ya tantas veces…



    Pero no será suficiente. Unas décadas más tarde, cuando en los países civilizados ya no nazcan niños porque la gente se irá de casa a los cincuenta años, los alquileres estarán a precio de Palacio Real, y las guarderías públicas serán un mito del pasado, algún becario de la prensa más conservadora descubrirá -en alguna filmoteca perdida, en un mercadillo de DVDs- una copia subtitulada de La balada de Narayama, y saldrá corriendo hacia la sede del periódico gritando “Eureka, eureka…” En la película, cuando los ancianos del valle miserable alcanzan los 69 años, deben ser llevados por sus hijos al monte Narayama, a cuestas, como fardos simbólicos, para que les acoja en su seno el dios benefactor. Y morir en paz. Esto, por supuesto, no es más que un camelo de los sacerdotes japoneses, y de lo que se trata, en realidad, es de que las raciones del puchero toquen a más, y dejar hueco en la mesa a las nueras, a los yernos, a los nietos que van naciendo casi a cada polvo que se echa.

    En la distopía que nos espera, la Solución Narayama será a los viejos lo que la Solución Final a los judíos. Los que mandan rebuscarán citas en la Biblia, harán campañas publicitarias, apelarán a la población sostenible culpabilizando a la anciana que insiste en seguir viviendo, al hijo irresponsable que no cumple con su obligación eugenésica, y en unos años, dos generaciones a más tardar, convertirán el monte Teleno -que es el que nos toca a los de León- en un cementerio a la intemperie donde yacerán al fresco nuestros mayores. Abajo, mientras tanto, seguiremos en la terracita de verano aspirando el humo de los coches, hablando de los fichajes veraniegos…




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Searching

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Es la forma, y no el fondo, lo que salva la trama detectivesca de Searching. Supongo que no soy muy original al decirlo, pero tengo que empezar por algún lado, ustedes me comprenderán… Es sin duda meritorio que toda la acción -toda- transcurra en pantallas de ordenador, y en pantallas de televisión, metapantalleando nuestro televisor. Y qué bien funciona el Macintosh del señor Kim, con qué agilidad pasa del estado de suspensión al de actividad, con qué celeridad ejecuta las acciones, incluso con tres o cuatro aplicaciones abiertas al mismo tiempo: la red social, la agenda, el vídeo Quick Time en marcha… Nada que ver con esta carraca de la China mandarina en la que yo escribo, en la que navego, en la que compruebo día a día la mengua continua de seguidores. Pero de esto último, claro, el cacharro no tiene la culpa: es lento, pesado, fallón, pero las letras en el Word todavía no se las inventa.



    ¿Que el recurso de Searching es un poco forzado en ocasiones? Sí, claro, pero nos prestamos al juego, juguetones, sorprendidos por la audacia del experimento. Sin eso, la historia de David Kim buscando a su hija adolescente -¿huida, secuestrada, asesinada?- hubiera sido un thriller del montón, de actores desconocidos, de música machacona, ideal para echar la cabezada en la sobremesa de las cadenas privadas, ahora cuando acabe el Tour de Francia, que antes era una carrera donde se competía y se echaba el bofe y ahora es una fraternidad en la que todos los favoritos entran en meta cogidos de la mano, juntos como hermanos, y miembros de una iglesia, alimentando nuestro sueño en la galbana veraniega. Searching, además, es muy de cadena privada porque tiene un mensaje moralizante, culpabilizador, acusando al señor Kim de no estar al loro de su hija, de no estar al tanto de sus amigas, de sus ligoteos, de sus idas y venidas, como si fuera tan fácil seguirle la pista al adolescente, o adolescenta, que vuelve a casa para cenar y responde a todo con monosílabos. Se ve que los guionistas del invento todavía no han pasado por esa fase de la patermaternidad. O que tuvieron mucha suerte.



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Así nos ven (When they see us)

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He estado a punto de no ver When they see us, lo que hubiera sido un crimen de seriéfilo, y una vergüenza de por vida. “Otra vez el Harlem…”, pensé cuando en los caladeros habituales corrió el rumor de que la serie prometía, ahora que el monotema de Juego de Tronos levantó el vuelo y dejó pista libre para que otras ficciones despegaran. “Otra de brothers saludándose en las calles de Harlem, o de Brooklyn, haciendo cosas raras con las manos, hey, motherfucker,  cómo vas de costo y de crack, man…” Sí, lo confieso: da pereza, pero no pereza racial, Dios me libre, sino pereza de telespectador que lleva años asomado a unas barriadas que en realidad ni le van ni le vienen, separadas de mi circunstancia por un océano y por una corriente del Golfo, nada menos. A uno, que es votante comprometido con los derechos de las minorías, le gustaría ver una serie sobre cómo hacen el bro y el motherfucker los jornaleros del mar de plástico, en Almería, o los magrebíes que recogen patatas en el pueblo de mi hermana, allá en la Mallorca interior que no sabe nada del balconing. O incluso una miniserie de Netflix España, o de HBO Península, que narrara las andanzas del congoleño que trata de vendernos su cacharrería en las terrazas de verano. Pero del otro barrio, de Nueva York, a no ser que la propuesta sea muy original, uno ya tiene el deja vu de lo mil veces visto.



    When they see us consigue, en el primer episodio, a base de sopapos, que te olvides de toda esta mierda de los prejuicios. Cinco chavales que pasaban por allí, haciendo el tonto, son acusados de la violación de una mujer blanca que hacía footing aprovechando el fresco de la noche. Los chavales estaban en otra dimensión del espacio-tiempo, en la otra punta de Central Park, y a una hora distinta del crimen,  pero eran negros, tenían cara de pardillos, y la fiscalía necesitaba acusarles rápidamente para que el votante blanco no empezara a protestar. Así que hicieron un nudo espacio-temporal con las declaraciones de los chavales, les soltaron cuatro hostias para resolver las ecuaciones, y les condenaron sin pruebas a una vida carcelaria que parece de película sino fuera porque la historia es real, dolorosamente real, los famosos -por aquellos pagos- Cinco de Central Park (que menudo contraste, con los Cuatro del Central Perk)



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Scotty y los secretos de Hollywood

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Recuerdo que la muerte de Rock Hudson dejó patidifusas a varias amigas de mi madre, que habían crecido enamoradas de él en los cines de León. Era imposible, imposible, que el viejo Rock -que en realidad sólo tenia 59 años cuando murió- fuera un homosexual clandestino que llevaba años engañándolas. Un vulgar… mariquita, que se había casado por conveniencia para que no le pillaran los reporteros, y que cuando dibujaba una sonrisa no se la dedicaba a ellas, a las mujeres que lo adoraban, sino a los hombres con los que se acostaba fuera de los focos, y de las revistas. Los maricones, hasta 1985, para los espectadores de a pie, sólo existían en Madrid, y eran diez o doce como mucho, siempre dando po’l culo en las películas de Almodóvar, que era el líder de aquella pandilla. Lo demás era la fábrica de sueños: hombres bellísimos que derretían a las mujeres, y anglosajonas impecables que provocaban erecciones. Había rumores, claro, habladurías, cotilleos que tenían mucha lógica porque en Hollywood vivía mucha gente bellísima, talentosa, en la flor de la vida y del deseo, y seguro que había homosexuales a mansalva, y hasta lesbianas, pero ya se sabe: los decoradores, los del vestuario, los peluqueros, gente así, no las estrellas de la pantalla, esos sí que no…



    Scotty Bowers hizo fortuna explotando la ley del silencio que se cernía sobre esa comunidad homosexual. Scotty fue marine en la II Guerra Mundial, luchó en las batallas más cruentas del Pacífico, y de vuelta a casa, exultante por haber salvado el pellejo, decidió que había llegado el momento de celebrar la vida uniendo los cuerpos, y no destrozándolos. Desde su gasolinera estratégicamente situada en Hollywood, Scotty se llevaba una comisión de 20 de dólares por facilitar chicos a los homosexuales, chicas a las lesbianas, tríos u orquestas superiores a los cineastas más juguetones de la ciudad . Y luego, claro, de vez en cuando, se sumaba a la fiesta… Ahora, con noventa años, y un riñón paralizado, convertido en un anciano con síndrome de Diógenes, Scotty ha escrito un libro para contar quiénes eran sus clientes, y sus clientas, ahora que casi todo el mundo está criando malvas en los camposantos. Pero no lo hace por joder la marrana, ni por señalar a nadie. Al revés: su testimonio es una denuncia de los tiempos oscuros, de los tiempos de silencio. De cuando había que acudir a gente como él para concertar una cita, y quién sabe si un amor, con alguien del mismo sexo prohibido. Los homosexuales de Hollywood follaban mucho, asegura Scotty, y a veces incluso a lo grande, pero en realidad no eran muy felices.




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