Apolo XI

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Yo sostuve, durante mucho tiempo, en el antiimperialismo de la adolescencia, que los yanquis jamás habían pisado la superficie de la Luna. Ni ellos, ni nadie. O bueno, sí, porque había un chiste que decía que Neil Armstrong, al dar su paseo por el satélite, convencido de ser el primer humano en disfrutar de tal honor, al descender por la ladera de un cráter se encontraba con un gallego sentado en una roca, y a su lado un italiano afeitándole la barba, emigrantes que siempre aparecían en cualquier ecosistema habitado por el hombre.



    Yo era de los que decía que el Apolo XI era un montaje propagandístico, una producción de Hollywood filmada por Stanley Kubrick. Que Stanley lo hubiese hecho de buen grado o secuestrado por la CIA eso ya era materia de tertulia con los amigotes del bar. Años después llegó a rodarse un nockumentary titulado Operación Luna que desarrollaba, precisamente, tal idea: que 2001, Una odisea del espacio habría sido el ensayo tecnológico de las cámaras y las luces, las maquetas y los fondos espaciales. El documental era una broma urdida para reírse de nosotros, los escépticos lunares, los incrédulos selenitas, pero yo, por entonces, calmados los odios juveniles, ya vivía reconciliado con la verdad oficial que Jesús Hermida narró en su histórica retransmisión. Y eso que había otra película inquietante, Capricornio Uno -que yo vi de niño en el Cine Pasaje de León- que narraba la historia exacta que los rojos del mundo imaginábamos sucedida en 1969,  sólo que en esta película hablaban de un viaje a Marte, y la chapuza conspirativa terminaba por descubrirse.

    Es imposible, claro, que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio durante toda su vida. Ni a punta de pistola, ni tapadas las bocas con fajos de billetes. Están los que construyeron, los que viajaron, los que supervisaron, los que fueron a recoger el módulo lunar al océano… Ves este documental maravilloso, Apolo XI, todo él urdido con imágenes de archivo, y no entiendes muy bien cómo lo lograron, estos jodidos americanos, con ordenadores de pacotilla, y ecuaciones de calculadora Casio. Pero lo hicieron. Neil Armstrong dio aquel paso tan pequeño para el hombre y tan grande para la humanidad. Fijo. Estoy casi seguro.  



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Sin perdón

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Hoy es 4 de noviembre, día de San Carlos Borromeo, que según la Wikipedia, y el Libro Gordo de Petete, fue un cardenal del Renacimiento muy activo en el Concilio de Trento. O sea: un reaccionario muy poco recomendable. Pero en el calendario republicano de la Revolución Francesa -que es el que yo sigo en la intimidad de mi biografía, porque el gregoriano sólo lo uso para distinguir los días laborables de los festivos- hoy es el día de la endivia, o de la endibia, un vegetal insípido que yo sólo como con una anchoa por encima para prestarle su sal y su gracejo.

    Los jacobinos idearon un calendario bellísimo en el que cada día llevaba el nombre de un animal, de una planta, de un mineral, nada de santos devorados en el Circo Romano, o de vírgenes alanceadas por un legionario sanguinario. Los meses, desendiosados de la religión jupiterina, se llamaban como Dios manda: Nivoso, o Floreal, o Fructidor, nombres poéticos que resonaban en los oídos de las gentes sencillas. Este calendario, como todo lo hermoso de este mundo, apenas duró unos años de esperanza, hasta que Napoleón el traidor se lo cargó con un golpe de espada y una cagada de caballo. El calendario republicano sigue vivo en nuestros corazones tricolores; presente, en miniatura, en nuestros escondrijos hogareños y laborales. Una doble vida como la que llevaban, precisamente, los primeros cristianos en las catacumbas, aunque nosotros ya seamos los últimos republicanos de la Resistencia.



    Pero yo, para enredar aún más mis días, y ya volverme tarumba del todo, llevo otro calendario paralelo que está hecho de películas irrenunciables, obligatorias, siempre festivas, sin ningún día rotulado en negro. Este almanaque no está acabado del todo, pero confío en terminarlo antes de que los calendarios ya no me sirvan para nada. Antes de que llegue la muerte o de la demencia, reuniré, ya sin duda, 365 películas fundamentales y una bisiesta, y crearé un ciclo anual que llamará al 1 de Enero 12 de Nivoso, sí, pero también el Día de El hombre tranquilo, que será su película de obligatorio cumplimiento. Un mandato divino que sucesivamente, saltando de obra maestra en obra maestra, llegará a este 4 de Noviembre, día de la Endivia, o de la Endibia, y lo rebautizará como el Día de Sin Perdón, que será su película santificada, su misa de guardar, la que sustituirá las retahílas de los santos borromeicos por una fotografía de Clint Eastwood ajustándose el sombrero, y una relación de todos los que trabajaron en ella y la convirtieron en una película imprescindible.



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En los 90

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Reconozco que me pierdo un poco al principio de En los 90, porque su protagonista, Stevie, el chaval que no se apea de su monopatín ni para ir a mear, es igualico que Jodie Foster con trece años, por la época de Taxi Driver, y ese parecido razonable -más que eso, inquietante y anacrónico- me saca un poco de la trama principal. Me perturban los rostros que se superponen en la ficción de las películas, o en la realidad de la vida, como si se cruzaran dos líneas temporales en una paradoja matemática, o volviera la sospecha de que un doble exacto nos espera algún día al doblar la esquina.  



    Pero hay algo más que me llama poderosamente la atención al principio de la película. Algo que echo en falta, que extraño en cada conversación y en cada escena, y sólo a partir de los diez minutos comprendo que nadie lleva un teléfono móvil entre las manos. Ni los chavales que se pasan el día haciendo skate por calles y carreteras, ni los adultos que se preocupan por ellos mientras preparan la cena en sus hogares. Supongo que Jonah Hill, el director de la función, ha elegido ese año indeterminado por razones autobiográficas, para contar una historia muy íntima y documentada, porque no hay terreno más seguro para el artista primerizo que escribir sobre lo que sabe y ha vivido. Pero sucede -no sé si en feliz coincidencia o en inteligente planificación- que la ausencia de estos malditos cacharros logra situarme de nuevo en aquellas tardes de adolescencia analógica, en una teletransportación mágica y acogedora. Un pasado que yo viví a mediados de los 80, tan joven y tan viejo, pero que para el caso sentimental viene a ser lo mismo. Nuestra generación flipaba con el Spectrum, y con el VHS, en las frías tardes de invierno, pero como no eran aparatos precisamente portátiles, y además valían un huevo y la yema del otro, a poco que salía el sol -y en León con 5 grados ya nos bastaba para salir y desparramarnos por las calles- no podían rivalizar con el poder de un balón de fútbol, de una bicicleta, de un monopatín como estos que el niño Stevie disfruta hasta destrozarlos a puro castañazo.



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Drácula de Bram Stoker

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En realidad todos hemos cruzado océanos de tiempo para encontrarnos. Desde el tiempo primigenio en que la energía se hizo luz y materia. Desde ese tiempo amorfo -puramente físico, sin rastro de conciencia- venimos dando vueltas en torbellinos estelares, en tormentas terráqueas, en vértigos evolutivos para acabar convertidos en organismos pluricelulares que un buen día se enamoran al sonreírse en una cafetería, o al contactarse por internet. Todos hemos cabalgado desiertos de inconsciencia, a lomos de nuestros ancestros -los unicelulares también- para terminar descubriendo que somos polvo de estrellas que se enamora.



    “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…” Drácula habla de los cuatros siglos que separan la muerte de Elizabeta de su reencuentro con ella, renacida como Mina en el Londres victoriano. Cuatros siglos de muerte en vida, o de vida en muerte. ¿Cómo será vivir cuatro siglos esperando a la mujer amada? ¿Cómo entretener los días como noches, y las noches como días? ¿Cómo resistirse a la idea del vampírico suicidio: del paseo a la solana, o de la guillotina autoejecutable? Incapaz de resucitar a Elizabeta, Drácula espera que la naturaleza vuelva a conformarla rasgo a rasgo, y poro a poro, y que el destino la coloque otra vez ante su mirada, para reconocerla al instante, y que ella lo reconozca también, entre la bruma de su memoria. Recobrarla en un solo segundo, como sólo se recuperan -o nacen por primera vez - los amores verdaderos, y recorrer juntos el resto de los siglos, al otro lado de la muerte.  

    Yo de niño también pensaba que los rostros eran finitos. Que algún día terminaría su inabarcable variedad y empezarían a repetirse como los números de espera en la carnicería. Un hombre naciendo con el rostro de Adán, y una mujer naciendo con el rostro de Eva, recomenzando una serie que quizá ya cumplió varios retornos a lo largo de la historia. ¿Pero cómo saberlo, viviendo tan poco como vivimos, encadenados al ciclo de la vida? Habría que no-vivir como Drácula, instalados en la no-muerte, en la parálisis de los relojes, para saber que cuatro siglos son suficientes para reencontrase con el amor en la Tierra, y no en el Cielo, donde la visión beatífica de Dios anula cualquier otra pasión, territorio de alienados que ya ni sienten ni padecen.



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Un héroe singular


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Pierre tiene 30 años, ojos azules, rostro agraciado, pero como vive a varios kilómetros de la civilización, en su granja de las vacas, busca el amor romántico por internet, en citas ocasionales que de momento no dan fruto porque él vive entregado al cuidado de su rebaño -día y noche, laboral y festivo, cuerpo y alma-, y las mujeres, aunque atraídas en un principio por su sencillez, sienten una primera incomodidad, extraña y agropecuaria, al comprender que las vacas ocupan praderas muy extensas de su corazón. Así las cosas, Pierre, de momento, no tiene hijos, pero sí terneros, tan queridos y necesitados,  a los que él mismo ayuda a alumbrar con la pericia exacta de quien sabe  aplicar la fuerza o la caricia en los momentos necesarios. Para Pierre, sus vacas no son un medio de ganarse la vida: son su vida misma, su primera preocupación al despertar, y su último pensamiento antes de ir dormir.



    Pero un día, al acariciar el lomo de una de ellas, su mano queda manchada de sangre, y en décimas de segundo -como quien comprende, con una lucidez devastadora, que su vida se está truncando al estar sufriendo un accidente de tráfico o estar viendo morir a un ser querido- Pierre asume que la vaca está condenada al sacrificio, y que esa enfermedad, conocida y temida por los granjeros de la frontera, ya estará seguramente extendida entre todas las demás. Si Pierre fuera un simple vaquero, un simple artesano de su oficio, daría inmediatamente la alarma a los servicios veterinarios, y pasado el mal trago del sacrificio y la indemnización, volvería a reunir un nuevo rebaño que cuidar. Pero Pierre no es un granjero al uso, sino un padre de sus animales, y ningún padre, salvo Abraham en la Biblia, o Guzmán el Bueno en Tarifa, ofrece así como así a sus hijos. De entrada, nadie le va a convencer de que es necesario, legal, beneficioso, sacrificar a sus retoños para recibir un dinero a cambio y comprar unos nuevos en la próxima Feria de Ganado. Un héroe singular es la historia de esta locura transitoria, que sólo lo es en apariencia, contada así, en cuatro brochazos.



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Regreso a Howards End

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Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…



    Para prevenir el incendio que finalmente prendió tan lejos de sus costas, las élites británicas tuvieron que reprimir algunas manifestaciones y fusilar a unos cuantos recalcitrantes, pero su estilo, tan gentleman, tan poco continental, prefirió establecer un cordón sanitario con los obreros, más pacífico y paternalista. Matarlos a trabajar, reducirlos en sus guetos y entretenerles los domingos con el invento del fútbol y del rugby. Y responderles, si se acercaban a pedir un penique, o a tocar los cojones a la entrada del teatro, con el desprecio sonriente de las sangres azuladas. Ignorarlos desde la distancia aristocrática de sus mansiones en la campiña. Regreso a Howards End cuenta la historia de un pobre que viene a incomodar la pacífica existencia de los Wilcox y los Schlegel, dos familias de toda la vida que hasta entonces sólo se ocupaban de cuidar sus rosales, limpiar su cubertería, y buscar buenos matrimonios que incrementasen sus haciendas. Una de las Schlegel se enamorará del pobre, otra se apiadará de él, y sir Anthony Hopkins, con cara de no entender nada, preguntará al servicio quién coño ha dejado entrar en sus posesiones a semejante mosca cojonera.



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Hermosa juventud



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Del mismo modo que la infancia no siempre es inocente, y la vejez no siempre es venerable -y la edad adulta, que es la que yo ahora transito, no siempre es responsable- la juventud, en contra del mito literario que la recuerda en sus poesías, muchas veces no es hermosa. Hermosa juventud es un título cargado de doble sentido, hiriente, incluso, como suelen ser las películas de Jaime Rosales. Porque Carlos y Natalia son, efectivamente, jóvenes y hermosos, pero la suma de los dos términos, tan prometedores, tan luminosos, no termina de funcionar en su mundo tan lejos del mago de Oz. Ellos tienen todo el futuro por delante, pero los nubarrones, de momento, sobre todo los económicos, llegan hasta el horizonte, y tienen pinta de ir siguiendo la curvatura de la Tierra a medida que ellos avanzan, entre trabajos precarios, sueldos de mierda, abusos de todo tipo…: la vida laboral de quien se crió en el arrabal y no tiene potencia en los motores para escapar de allí y aterrizar en otro planeta más amable y más justo.



    Mi abuela -de la que me acuerdo mucho en los últimos tiempos, y es una cosa que ya empieza a preocuparme- decía que los pobres teníamos la mala costumbre de reproducirnos no se sabía muy bien para qué: para tener hijos igual de pobres, y nietos atados a la misma noria del burro, decía ella. Mi abuela, claro, nació en la época medieval que aquí sólo terminó con la II República, y tenía una mentalidad muy parecida a la de los rusos de los novelones, fatalista, rendida al capricho de las costumbres.  Mis padres, sin embargo, que ya nacieron en un país perteneciente al siglo XX, sí creyeron en la promoción social del pobre, a golpe de estudio, de coderas, de noches en vela, de temas cantados ante un tribunal de oposiciones.  Yo formé parte de sus sueños, y de hecho, gracias a sus esfuerzos económicos, y a mis neuronas exprimidas, logré subir un pequeño escalón en la pirámide de la riqueza. Puedo, al menos, salir a cenar de vez en cuando, cosa que ellos ni soñaban cuando se quedaban en casa los sábados por la noche, viendo la tele.



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El hombre tranquilo

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Todavía no he renunciado a vivir en Innisfree, o en algún sitio parecido, cuando la madeja de mi vida se vaya desenredando. Retirarme de los golpes del destino como Sean Thornton se retiró de los golpes del boxeo, y encontrar la paz en un pueblo apartado, a un solo paso de la civilización necesaria, pero tan lejos que haya más senderos que carreteras, más árboles que semáforos, más huertos que supermercados. Soltar al perrete y que pueda correr libre, persiguiendo gatos reales o imaginados. Y yo, unos pasos por detrás, poder ir distraído sin correr peligro, como cantaba Serrat en su manojo de sueños, alternando el iPod con el ruido del viento, y el silencio de los campos. Vivir en una casa sin vecinos, como las que dibujábamos en el parvulario, con su puerta, sus dos ventanas y su chimenea exhalando humo en el invierno. Y un par de flores en el balcón, y un huerto aledaño donde plantar tomates y lechugas para hacer ensaladas. Saludar cada mañana a los vecinos que nunca verán Movistar +, ni sabrán nada de este blog, pero que un día me regalarán un calabacín, y otro me arreglarán un enchufe, y otro me cogerán el pan del panadero, y rechazarán con una sonrisa lo único que yo puedo ofrecer, que son los libros que nunca leerán, o las películas que jamás pondrán en su televisor. Visitar de vez en cuando la taberna para beber unas cañas de las grandes, o unos vinos de la tierra, y demostrar que yo me crié en un arrabal donde también se decían muchos tacos y se hablaba mucho de fútbol, y de mujeres, y de los políticos que ensucian los telediarios.

    Salir una mañana de sábado a pasear, con el aire húmedo de la última lluvia, y descubrir a Maureen O´Hara conduciendo su rebaño de ovejas, o leyendo un libro a la orilla del río. Quedarme paralizado, boquiabierto, traspasado por el rayo. El perrete a dos pasos, interrogándome con sus orejas enhiestas, y su pata a medio levantar, sin saber que yo ya vivo instalado en otra vida, junto a ella, antes incluso de saludarla, de acercarme con las piernas temblorosas, en el cumplimento exacto de lo que se cuenta en El hombre tranquilo, que es una película que yo vi de adolescente sin saber que un día se convertiría en mi sueño de madurez.



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