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La princesa prometida

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Y qué es la vida, ay, sino la espera de una princesa prometida, o de un príncipe prometido. Tampoco hace falta, por supuesto, que ella sea Robin Wright, ni él Cary Elwes, en las flores de su edad, que todos sabemos cuál es nuestro valor. Pero qué les voy a contar que ustedes no sepan: que cuesta mucho dar el brazo a torcer, domeñar el orgullo que siempre nos devuelve una imagen optimista ante el espejo. Como dice Paco Calavera en su monólogo, “acabo de apuntarme a Meetic, para solteros exigentes, que digo yo que si fuéramos menos exigentes, a lo mejor no estábamos tan solteros...”

De todos modos, La princesa prometida es una película pura, virginal, que habla del amor como comunión de los espíritus, en la que es imposible imaginar al amado y a la amada practicando sexo en la cama con dosel, ella gritando de placer y él haciendo gruñidos de cerdo satisfecho. No podía ser de otra manera, claro, porque la película es un cuento puesto en imágenes: el que el abuelo le va leyendo a su nieto allá en el dormitorio de Kentucky, o de Colorado, que son todos iguales, con su póster del cochaco, y la tía buena en bikini, y un muñequito de Star Wars peleando en la repisa de los libros. El abuelo es el detective Colombo, ya retirado de sus pesquisas, y el nieto, el protagonista de “Aquellos maravillosos años”, qué dónde estarán, ay, aquellos años, aunque en realidad no fueron para tanto, todo el día enterrados entre libros, y ninguneados por las princesas prometidas, y tan mentecatos, y tan gaforros, y tan torpes para la poesía...

“Hola: me llamo Íñigo Montoya y tú mataste a mi padre” Todavía hoy, en alguna fiesta de talluditos se escucha esta letanía cuando alguien traspasa la quinta cerveza, o la cuarta mezcla poco prudente, y coge el botellín por el cuello como para batirse en duelo con el colega, ríndete, y tal, bellaco... Por la boca muere el pez, y por lo que dice, se adivina su edad.





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Drácula de Bram Stoker

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En realidad todos hemos cruzado océanos de tiempo para encontrarnos. Desde el tiempo primigenio en que la energía se hizo luz y materia. Desde ese tiempo amorfo -puramente físico, sin rastro de conciencia- venimos dando vueltas en torbellinos estelares, en tormentas terráqueas, en vértigos evolutivos para acabar convertidos en organismos pluricelulares que un buen día se enamoran al sonreírse en una cafetería, o al contactarse por internet. Todos hemos cabalgado desiertos de inconsciencia, a lomos de nuestros ancestros -los unicelulares también- para terminar descubriendo que somos polvo de estrellas que se enamora.



    “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…” Drácula habla de los cuatros siglos que separan la muerte de Elizabeta de su reencuentro con ella, renacida como Mina en el Londres victoriano. Cuatros siglos de muerte en vida, o de vida en muerte. ¿Cómo será vivir cuatro siglos esperando a la mujer amada? ¿Cómo entretener los días como noches, y las noches como días? ¿Cómo resistirse a la idea del vampírico suicidio: del paseo a la solana, o de la guillotina autoejecutable? Incapaz de resucitar a Elizabeta, Drácula espera que la naturaleza vuelva a conformarla rasgo a rasgo, y poro a poro, y que el destino la coloque otra vez ante su mirada, para reconocerla al instante, y que ella lo reconozca también, entre la bruma de su memoria. Recobrarla en un solo segundo, como sólo se recuperan -o nacen por primera vez - los amores verdaderos, y recorrer juntos el resto de los siglos, al otro lado de la muerte.  

    Yo de niño también pensaba que los rostros eran finitos. Que algún día terminaría su inabarcable variedad y empezarían a repetirse como los números de espera en la carnicería. Un hombre naciendo con el rostro de Adán, y una mujer naciendo con el rostro de Eva, recomenzando una serie que quizá ya cumplió varios retornos a lo largo de la historia. ¿Pero cómo saberlo, viviendo tan poco como vivimos, encadenados al ciclo de la vida? Habría que no-vivir como Drácula, instalados en la no-muerte, en la parálisis de los relojes, para saber que cuatro siglos son suficientes para reencontrase con el amor en la Tierra, y no en el Cielo, donde la visión beatífica de Dios anula cualquier otra pasión, territorio de alienados que ya ni sienten ni padecen.



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