La gran familia española

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Al principio de La gran familia española, el niño Efraín nos recuerda que todos estamos viviendo el argumento de una película, porque ya son tantas, las ficciones, que ya no hay vida humana que no se corresponda un poco, o un mucho, con alguna de ellas. A veces en versión doméstica, y a veces superando las calenturas de los guionistas.



    La película de Efraín y de su familia, hasta este día de su boda, es Siete novias para siete hermanos, el musical que su padre quiso plagiar engendrando siete hijos para casarlos con siete hermanas, y luego vivir todos juntos en el campo para beber y bailar después de cada cosecha, y de cada nieto. Un sueño disparatado, opusdeísta, muy parecido a La gran familia engendrada por Alberto Closas en los años 60, con Pepe Isbert haciendo de abuelo, y el niño Chencho, que se perdía por las calles…

    La película de Efraín se truncó justo con él, que era el quinto parto, el quinto hermano bailarín. A tan solo dos cabezas de llegar a la línea de meta, la madre de los retoños se hartó, dimitió de su papel, y se fue a vivir una película diferente con otro hombre menos obsesionado con la siembra de sus genes. Y con las danzas de la cosecha… Un hombre menos soñador, quizá, y también menos ambicioso en términos evolutivos. Lo que dejó atrás esa mujer fue un exmarido que ya no levantó cabeza, y cinco hijos que echaron a caminar cada uno por el cerro de su propia Úbeda. Una familia desunida, pintoresca, tragicómica, como son  todas las familias que uno conoce en realidad. La propia, y las cercanas, y las que uno observa desde la distancia…

    El otro día, en la radio, preguntaban a los oyentes por la película que les gustaría protagonizar en la vida real. Durante unos segundos, Max, mi antropoide interior, agarró el micrófono y respondió que una película porno, claro, con bellas señoritas si se podía elegir… Fueron dos segundos de lucha encarnizada con él, hasta que me hice con el micrófono y recordé, retomando la compostura, que la película que yo siempre he querido vivir desde joven es El hombre tranquilo. Pero cada vez me queda menos tiempo, ay, e Irlanda queda cada vez más lejos.  Innisfree empieza a ser un pueblo de leyenda.



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La bestia con un millón de espaldas

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La bestia con un millón de espaldas del título es Dios, Dios mismo, que en la fantasía de Futurama es un pulpo gigante que habita en un rasguño del tejido espacio-temporal. Este Dios de la ficción no es Creador, sino Contemplador, porque tiene la modestia de no atribuirse la obra del mundo, y sólo se encarga de llevar el Cielo a cuestas, por el espacio, cuidándolo con todo detalle para que los muertos sonrían cuando vengan a ocupar su parcela.



    Este Dios tan particular no se llama Yahvé, sino Yivo, en un arriesgado juego de palabras que podría atraer muchedumbres armadas con antorchas -aunque no creo, sinceramente, que haya muchos lectores del Antiguo Testamento siguiendo estas locuras animadas de la humanidad. Yivo, lejos del espíritu violento y vengativo que impregna las Escrituras, es un ser romántico, lleno de amor, pero frustrado porque no puede regalárselo a nadie. Yivo vive en otra dimensión, indetectable para los telescopios y para los profetas, y su aspecto es eso, de octópodo  repulsivo, de monstruo de Julio Verne, sólo aceptable si te lo imaginas cortado a trocitos, y cociéndose en un caldero de cobre en la feria del pueblo.

    Yivo es un pedazo de pulpo, y también un pedazo de pan, pero cuando se hace carne en la dimensión de los humanos, su afán de amar se vuelve atosigante, pegajoso, con esa manía que tiene de coger a los amigos por el cuello, clavarles el tentáculo y usarlos como muñecos de José Luis Moreno en un espectáculo de ventriloquía. Pero Yivo es un dios humilde, que reconoce sus culpas. Uno que no dicta palabras reveladas, sino corregibles al hilo de la experiencia, y de la respuesta de los amados.

    Yivo es un dios tan benevolente, tan de puta madre, que los humanos terminarán desconfiando de su bondad. De su compromiso tallado en un diamante de electromateria indestructible. Los humanos de Futurama se creen muy distintos de Bender, el robot borracho y tocapelotas que se atribuye los discursos más cínicos de la serie, pero en realidad todos piensan lo mismo que él:

    “… el amor no se comparte con todo el mundo. Amar es desconfiar. Amar es temer. Amar es exigir. Amar es codiciar. Amigos míos: no existen los grandes amores sin que haya grandes celos”.



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Chinatown

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Mientras veo Chinatown me pregunto -en segundo plano, claro, como los antivirus, o las actualizaciones del sistema, porque la trama es absorbente e inaplazable -, qué hacía yo hace diez o quince años cuando la película no era una obra maestra, como ésta, sino el aburrimiento supino, e incluso prono, que me recomendaba un amigo, una damisela, o yo mismo, autoengañado, por querer dármelas de cinéfilo puretas. 



    Qué hacía yo, en los tiempos de la pre-tecnología digital, sin un teléfono móvil a mi lado para traicionar mi fidelidad a la película. Qué hacía uno, en la juventud, cuando se enfrentaba al tostón insufrible de Dreyer, o de Godard, o al truño infumable de un director de Taiwan que otros aspiraban como el mejor de los porros orientales…  Qué hacía uno con las manos, con el pensamiento, con las posturas incómodas, cuando el viernes por la noche ponían en Canal + un estreno que también venía muy aplaudido, y muy premiado en los festivales, y que luego, a la media hora, provocaba el bostezo, la decepción, las ganas casi de suicidarse,  mientras los demás estaban ahí fuera, tras la ventana, despreocupados de la cinefilia, gozando la alegría loca de los encuentros y los desencuentros.


    El teléfono móvil se ha convertido en el termómetro de nuestro entusiasmo por la cultura. Y no hay que ponérselo en el sobaco, ni que metérselo en el culo, para dar la temperatura exacta de nuestro aburrimiento: basta con contar las veces que echamos mano de él para medir la fiebre del trastorno compulsivo.

    Viendo películas como Chinatown, nuestro espíritu no necesita una toma de temperatura. En esas dos horas queda inmune al virus del despiste, de la interrupción, de la ida de olla… Las películas como Chinatown extinguen, calcinan, arrasan como un lanzallamas todo ese mundo de curiosidades, amistades y rabiosa actualidad que nos aguarda en el teléfono. Los juegos, los chismorreos, la hoguera de las vanidades… El cine se inventó para evadirnos de la realidad, y sumergirnos en los sueños. Pero en los sueños coordinados, claro, los coherentes, no esa mierda que soñamos por las noches, que es gratis, y así sale de enredada, de poco clarificadora, proponiendo una pesadilla que siempre es peor que la enfermedad.


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El gran golpe de Bender

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Cada vez que el tontolaba de Stephen J. Fry tiene la posibilidad de viajar al pasado -cosa que en las tramas de Futurama es tan habitual como pasear por la alameda-, siempre reaparece en la noche que cambió su vida: la Nochevieja del año 1999, pocos minutos antes de la llegada del nuevo milenio a Nueva York. Fry fue a entregar unas pizzas al centro de criogenización, hizo el tonto con una silla y terminó cayendo en una cápsula que sólo se descongelaría 1000 años después, en el futuro ultratecnológico pero ultramerluzo de la humanidad.




    Da igual la fecha que figure en el condensador de fluzo: Fry, por aquello de las paradojas espacio-temporales, siempre termina en esa habitación secreta de Applied Gryogencis, encontrándose consigo mismo a punto de cometer el tropezón fatal. Es como si un dios benévolo le concediera la posibilidad de enmendar su pasado, una y otra vez. En algunos episodios, Fry tiene la determinación de deshacer el entuerto, y así regresar a la vida normal de un terrícola perteneciente al siglo XXI. Otras veces, Fry, con el propósito opuesto, viaja al pasado para asegurarse de tropezar, porque está enamorado de Leela, la cíclope del cuerpo escultural, y prefiere quedarse en el año 3000 a intentar ser correspondido en el amor (Futurama, a pesar de la apariencia loca de dibujos animados y ciencias disparatadas, es en el fondo una historia de amor. Como casi todo…).

    Pero da igual lo que haga Fry en sus viajes al pasado. Al final, los dioses y los guionistas siempre se confabulan para que nada cambie, y él permanezca atrapado en el año 3000 junto a Bender, y el resto de la tropa. Muy gatopardiano, todo… No es sólo que así la serie se prolongue; es que, además, no hay otra. Lo que tomamos por momentos decisivos de nuestra vida, de encrucijada determinante, no lo son en realidad. Todo está escrito de antemano. Regresar al pasado para tomar otro camino sólo es una ilusión, un sueño de la voluntad, antes de descubrir que estamos de nuevo en el mismo sendero, sin saber muy bien cómo.



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La semilla del diablo

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Instalado desde la adolescencia en el relativismo moral -a escondidas de los curas que nos daban filosofía- soy de los que afirma que el Mal no existe. Y el Bien tampoco, claro. Sostiene, Rodríguez, que ninguna posición moral es absoluta, y que como demostró Albert Einstein en su teoría -que era física y ética al mismo tiempo-, ningún observador posee una posición privilegiada en el espacio o en el tiempo. O en la estimación de lo que es correcto o y lo que no.



    Pero esto, quizá, lo digo porque nunca he visto el Mal frente a frente. Ni el Bien… Tengo amigos más o menos razonables que creen en los fantasmas, a pies juntillas, o a cadenas chirriantes, y dicen que mi escepticismo sólo obedece a que nunca me he topado con ninguno. Yo sonrío, y les hago un gesto de desprecio con la mano, bah… “Si algún día os digo que he visto un fantasma, metedme en el manicomio”, les digo. Y aprovecho para recordarles que si algún día, también, les anuncio que he regresado a la religión, al maniqueísmo de la infancia, y les aseguro haber visto al Demonio en la cola del pan, o en los ojos de un bebé -uno que iba de paseo en el carricoche con una mamá rubia, de pelo cortito, a lo Vidal Sassoon-, que me sacrifiquen directamente sin pasar por ninguna institución.

    Roman Polanski sobrevivió al gueto de Cracovia con 10 años. Vivió escondido en varias casas durante dos años -como el pianista de su película- para que los nazis no le fusilaran al instante o le enviaran a los hornos de cremación. Supongo que una experiencia así te deja marcado. Un miembro de las SS que garantiza la muerte tiene que ser, a la fuerza, el Mal personificado. Quizá por eso, en las películas de Polanski siempre hay un demonio disfrazado de persona, o una persona disfrazada de demonio. O el Demonio mismo, en algunas, como en La semilla del diablo -si es que al final no resulta que Rosemary estaba como una chota, que es la otra lectura de este clásico imprescindible.



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Upload


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Antes de ver Upload y comprender que el capitalismo nos perseguirá más allá de la tumba, el Cielo era la última esperanza de los pobres del mundo. Al menos de los cristianos, que son los que uno mejor conoce, y que habían sido educados en la idea de que en el Más Allá todos compareceríamos desnudos, sin riquezas, con el alma en la mano para que te la pasasen por el escáner y poder acceder a la fiesta de la eternidad.



    Yo, por mi parte, nunca he confiado demasiado en un Dios que, desde que creó el mundo, siempre se ha aliado con los más ricos del lugar, volteando el resultado de cualquier revolución. A veces abortándola, antes de nacer, y a veces dejándola crecer para divertirse un poco con ella, antes de aplastarla con un designio. Dios es de derechas, se decía siempre en mi casa, y aunque está en todos los sitios, tiene preferencia por los barrios más exclusivos de las ciudades, donde reparte favores y dividendos.

    Era una cosa tan obvia, una evidencia tan empírica incluso para los niños de siete años, que los curas de nuestra infancia,  para contrarrestar la maledicencia, nos enseñaban que antes entraría un camello por el ojo de un aguja que un rico en el Reino de los Cielos. Y nos regocijábamos, con la metáfora, los chavales y las chavalas, y nos sonreíamos unos a otros en el aula de catequesis, o en la clase de religión, porque la mayoría éramos pobres, o pobretones, y nos daban mucha rabia esos pijos de León que tenían juguetes caros, y vacaciones en el Mediterráneo, y teles en color. Era un alivio saber que no te los ibas a encontrar otra vez, ahí arriba, cuando te murieras.

     Pero luego, con los años, supimos que ese pasaje de la Biblia era la traducción chapucera de un becario de Galilea, o de Anatolia, que se manejaba mal con el griego y el arameo. Camello significa soga en realidad, y el “ojo de la aguja” era una puerta chica practicada en las murallas. En la traducción correcta, lo imposible se volvía sólo difícil, improbable, pero nada que un rico no pudiera solucionar untando a quien fuera, o manipulando un poco la realidad.

    Los que entendieron el Cielo correctamente, cuatro mil años antes de los creadores de Upload, fueron los egipcios, que se enterraban con sus joyas y riquezas para comprar la entrada en el Más Allá, y luego con lo restante, ir pagando los lujos que convierten el Cielo en una experiencia gratificante, pero no gratis. Todavía hay quien se descojona de ellos, cuando los descubre rodeados de oro, en las tumbas del desierto… Los egipcios eran unos marxistas de antes de Cristo, que sabían que la lucha de clases no terminaba con la muerte.



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La misión


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En la capa de lectura más superficial, la gente recuerda “La misión” como una película muy bonita: la música de Morricone, que subraya las escenas, y los paisajes de la selva amazónica, con las cascadas, y la vegetación de ensueño, que aún no conocía la tala intensiva ni los bulldozers de Bolsonaro.

    Luego, de lo que allí se dirimía, sólo nos acordamos con detalle los rojos y los ateos. Los creyentes recuerdan una trama confusa de indios oprimidos y esclavistas sin corazón, y tienden a olvidar que quien finalmente se carga las misiones es un orondo enviado del Vaticano. Un buen hombre, en el fondo, que había desembarcado en América con la idea de lidiar con cuatro indios desharrapados y cuatro jesuitas desdeñables, y de pronto se encuentra con el paraíso comunista en la Tierra. Con el sueño hecho vergel de las primeras comunidades cristianas. Hay un momento, en la película, en que el pobre hombre duda, se le hace el ojo lágrima y el corazón pulpa, pero sabe que si dicta la supervivencia de la obra jesuítica quizá no salga ni vivo del continente. Embarcados en una guerra comercial que no admite concesiones, los españoles y los portugueses del siglo XVIII -como los chinos y los americanos del siglo XXI- no estaban para la broma de permitir un koljós eficiente de guaraníes en la selva.



    En la tercera capa de lectura de “La misión”, uno se acuerda de lo que ha leído hace pocos meses en los libros, donde varios antropólogos de prestigio afirman que el Neolítico fue una desgracia histórica para la humanidad, en contra de lo que siempre nos enseñaron en la escuela. Antes de la invención de la agricultura y de las ciudades, los cazadores-recolectores vivían más y mejor porque variaban su dieta, hacían ejercicio y follaban alegremente en las espesuras. No se reproducían como conejos, como los sedentarios, pero en lo cualitativo de vivir les daban sopas con hondas.

     “Me pregunto si estos indios no hubieran preferido que el mar y el viento no nos hubiera traído hasta ellos”, dice el enviado del Vaticano en una escena de la película, mirando con pena infinita a los mismos cazadores-recolectores que va a condenar a la masacre, y al desamparo... Un personaje trágico, definitivamente. Venía a amputar un miembro gangrenado y se encontró con el ala de un ángel, en la mesa de operaciones.



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El pianista

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Mientras veo El pianista, no hago más que pensar en qué nos diferenciamos de esos hombres de 1940, que también eran europeos, y muy civilizados, sólo un día antes de que los alemanes invadieran Polonia. Una sociedad refinada que también escuchaba música clásica, leía las obras maestras de la literatura, y veraneaba en las costas del Mediterráneo cuando podía. Sólo tres años antes, en Berlín, se habían disputado unos Juegos Olímpicos bajo el amparo del Führer, y en Italia, gobernaba un fascista que daba como mucha risa cuando salía al balcón a gesticular. Uno no muy distinto del que ahora tiraniza a los húngaros a orillas del Danubio, tan lejos, y tan cerca.



    Veo El pianista y no de dejo de preguntarme si somos, por fin, una especie distinta a esa que asesinó y fue asesinada en el Holocausto. Si 80 años de evolución habrán sido suficientes para que no regresen los impulsos de los racistas, de los supremacistas, de todos esos tarados que se pasean con una esvástica en la manifa. Si habrá bastado con una simple mutación - una adenina traslocada, una guanina mal replicada- para que estos paramilitares se hayan vuelto pacifistas de verdad, responsables con nuestro pasado, e inmunes a volver repetirlo.

     La respuesta es, obviamente, no. Hará falta un salto evolutivo mayor para transformarnos. Quizá dentro de millones de años, si es que llegamos. Todavía hay mucho gen que trillar, y mucho escarmiento que padecer. Las generaciones olvidan las guerras de sus mayores en cuestión de eso, de 80 años. A la mayoría de los chavales les hablas del Holocausto y te dicen que no conocen a ese señor, que si es un filósofo griego, o el defensa central del  Borussia de Dortmund. Pensar que estamos libres de repetir otro exterminio es una ingenuidad antropológica. Pasó en Yugoslavia, hace solo treinta años, y Yugoslavia era un país moderno que recibía turistas y tenía un ejército de ángeles jugando al baloncesto. Sólo hizo falta que un par de psicópatas se hicieran con el poder y le perdieran el miedo al qué dirán, si autorizo la matanza.

    La historia la deciden los hombres sin escrúpulos. A veces toman el poder por la fuerza, y a veces se lo regalan los votantes ávidos de sangre. Yo abro el periódico cada mañana y aquí mismo, sin violar las fronteras, me encuentro con varios personajes que podrían aparecer perfectamente en un NODO de aquellos años prebélicos. Por lo que dicen, por lo que exhiben, por lo que presumen de gatillo… Por lo que callan, tras la sonrisa que me estremece.



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