El violín rojo

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Lo primero que haré en mi próxima vida -si el misterio de la reencarnación me da una segunda oportunidad como ser humano, y no como ardilla, o como virus agazapado- será aprender a tocar el violín. Me negaré a hablar hasta que mis padres del futuro me lo compren, y un profesor me enseñe a tocar las primeras melodías. Durante algún tiempo pasaré por retrasado, o por autista, pero yo sabré lo que me hago. Me soltaré en el lenguaje hablado sólo cuando haya aprendido el lenguaje de la música, y así no cometeré el mismo error que en esta vida perdida, la presente, en la que aprendí primero las palabras y luego me enredé, erré el objetivo, quise ser escritor y polemista y me quedé en la mitad del camino, donde se detienen los autoengañados que ya no tienen fuerzas para llegar a Santiago de Compostela, ni para desandar el camino de vuelta a Roncesvalles.




    En esta vida que me ocupa ya he hablado y escrito de más. He dicho millares de tonterías y sólo un par de sabidurías aceptables. Seguiré porque me aburro, pero no por otra cosa… Y porque escribir queda algo más digno que despatarrarse en el sofá. Ya me he expresado de sobra, para no volver a piarla en las vidas futuras, que estarán dedicadas a la música y al silencio. A la lectura recogida, también, y no al parloteo de quien tiene muy poco que decir. Espero, eso sí, que los juramentos no se olviden al pasar de una vida a la otra, y que haya una conexión por bluetooth entre la tumba y el nuevo útero…

    Hablar, en esa vida soñada de violinista, sólo será un imperativo de la supervivencia: la llamada a Telepizza, o el cortejo sexual. Y a lo mejor ni esto último, con el violín en ristre, será necesario: expresaré mis amores y mis celos tocando las piezas clásicas, o algunas que yo me invente, y habrá mujeres que me tomen por gilipollas, pero otras se quedarán prendadas de mi postureo con el instrumento, un tipo sensible y enigmático, que hierve de pasiones en su interior, y las traduce en fusas y semifusas.

    Para ello no necesitaré un Stradivarius que cueste dos millones de dólares. Si en mi nueva vida me hago millonario, bienvenido será; y si no, pues uno de segunda mano, que uno ya está acostumbrado a la pobreza. Eso sí: si los esclavos me responden, y los millones me sonríen,  intentaré -por aquello de la cinefilia- agenciarme el “Rojo Mendelssohn” que ahora está en posesión de la nieta virtuosa de un multimillonario. Un violín con historia en el que se basa, libremente, el argumento de “El violín rojo”, que es una película a ratos muy aburrida y a ratos apasionante. Espero que la franja misteriosa que atraviesa su barniz no sea la portadora de mi desgracia…



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El último baile


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Hay que agradecerle a Michael Jordan que El último baile no haya sido una hagiografía del santo Michael. O del Jesús Negro, como él mismo se autodefinió, en una bravuconada de machotes al final de un partido, con la sangre caliente, y el calcetín resudado. El último baile es la historia de Michael Jordan en los Chicago Bulls, y lo produce Michael Jordan, y lo vertebra Michael Jordan frente al entrevistador, cuando le invitan a recordar, o frente al iPad, cuando le ponen los comentarios de sus enemigos. Pero la serie no es un tren de autolavado. No es una autofelación ante las cámaras.  O quizá nos engaña, el jodido Air Jordan, y confesando sus delitos menores nos tapa las preguntas mayores. Qué sabe nadie, de nadie, en realidad…



     Iba a decir que en esas ocasiones, cuando a Jordan le ponen las rajadas de sus excompañeros, se le inyectan los ojos en sangre. Sobre todo cuando habla Isiah Thomas, que es su némesis, su archienemigo en el mundo de los superhéroes.  Pero en realidad ya los trae inyectados de amarillo, de casa, bilirrubínicos perdidos, que ése ha sido el gran tema de debate entre los aficionados: si Jordan está alcohólico, o hepatoso, o medio muerto. Ese debate y el otro, claro, el principal: si Michael Jordan es finalmente un cabronazo adorable o un adorable cabronazo. O un cabronazo a secas. Un semidios arrogante que ganó muchos títulos y que incluso venció a la selección de extraterrestres en una película, repartiendo juego con Bugs Bunny y el Pato Lucas.

    El último baile no es un peloteo sobre Michael Jordan. No es una comida de huevos, que decíamos  de chavales, cuando le vimos por primera vez en la final de los Juegos Olímpicos, burreando a nuestros compatriotas, y dando aquellos saltos con muelles ocultos en las suelas. Flipábamos, con aquel tipo que en 1984 todavía llevaba el pelo de la dehesa universitaria. Que aún no era ni profesional… Ahora, 36 años después,  volviendo a ver sus canastas imposibles, a veces dan ganas de abandonar el sofá para postrarse en el suelo y alabarle; otras veces, al ver sus modales, dan ganas de soltar un exabrupto y de mandarle a tomar por el culo, a él y a su documental, como hacía él con sus compañeros en los entrenamientos, o en los tiempos muertos, para azuzarlos como a caballos que no se lanzaban a la carrera, o permanecían en Babia, pastando.

    Al final, para que nuestra cabeza descanse, hay que quedarse con el mito. Es lo mejor, y lo más sano. Recordar al jugador insuperable que se suspendía en el aire una décima de segundo más que los rivales. Jordan tenía dispensa de los dioses para gravitar y así clavar el mate o acertar el lanzamiento. Él era su hijo predilecto. No sé si Jesús redivivo, pero algún primo seguro. Tuvieron que pasar trescientos años para que las manzanas de Newton encontraran una excepción a la regla. Si estaba podrida o no, ya es un asunto secundario.



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El caballero oscuro: la leyenda renace

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La continuación de El caballero oscuro ha sido un bajón en el ánimo del cinéfilo, y una decepción, en el jolgorio del niño. Hay hostias, sí, por doquier, explosiones y persecuciones de mucho decir ¡oh!, y ¡ah!,  que ya dábamos por consabidas. Pero no siempre se entiende muy bien a cuento de qué vienen. Hay mucho ruido, mucho lío, una banda sonora atronadora… Yo ya estoy algo mayor para estas pirotecnias, y el chaval, a mi lado, se tapaba los oídos con la música altisonante. Batman, en su imaginación traicionada, es un personaje que anuncia sus apariciones con una música siniestra, sibilina, más de película de terror que de fanfarria de americanos luchando por la Libertad. Qué cansinos son, los americanos, con el temita…




    Eso sí: en esta secuela de Batman sale Anne Hathaway haciendo de Catwoman, super sexy, embutida en cuero, tan guapa que casi te olvidas de que van a morir millones de personas en Gotham City. Al mismo Bruce Wayne le pasa un par de veces en la película, que va a salir en persecución de los malos y de pronto se paraliza, mirándola, y durante unos segundos decisivos, tic, tac, con la bomba atómica punto de explotar, el no ve más universo que esa boca, y que esos ojazos, que se lo comen de deseo desde las grutas del antifaz. La presencia de Anne Hathaway es un punto a favor de la película, para el adulto que esto escribe, mientras el niño, a mi lado, hace un gesto de desprecio con la mano: bah, amoríos, vaya rollo… Él, por su parte, echa mucho de menos a Batman, que sale muy poco en esta película, y además medio tullido, por los navajazos de la vida. Hay mucha acción en este renacer, pero poco superhéroe. Policías, maleantes, camorristas… Ni mi niño eterno ni mi yo maniático veníamos a ver nada de esto: ni la kale borroka de Nueva York, ni una erección estimulante en el pantalón.

    Aquí falta, sobre todo, un malvado a la altura de Batman. Uno de tronío. Este tal Bane de la mascarilla sólo es un garrulo de barrio, un matón de patio de colegio. Una vez que superas el primer acojono de su voz, el resto es pura filfa de maleante. No dice más que tonterías de villano raso, simplonas, y nada retorcidas. Como un político de la derecha subido al atril del Congreso. “Que te meto…”, y cosas así. El Joker era otra cosa: una mente brillante. El agente del caos. El loco más cuerdo del manicomio. Un tocahuevos de la moral de Batman, y de la nuestra. Un desafío a nuestra inteligencia, que no le abarcaba del todo. En este renacer del Caballero Oscuro se le echaba muchísimo de menos…



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El caballero oscuro

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El caballero oscuro es una película perfecta, para quien esto escribe. Satisface la cinefilia del adulto con un guion sin respiro, dos actores que encogen los huevecillos y una reflexión profunda sobre las aguas turbias de nuestro pozo. Y, por otro lado, deja maravillado, con la boca abierta, casi sin dejarle probar las palomitas, al niño que siempre quiso ser Batman jugando en la calle con los amigos. Es la película soñada, pluscuamperfecta, que nunca se pudo rodar cuando nosotros, de chavales, en la calle de León por la que no pasaban ni los coches, jugábamos a los superhéroes entre los ladrillos de un muro que parecía como de Belchite en 1937, derruido por un bombardeo, o por un cañonazo, que nunca supimos muy bien qué era aquella ruina que cerraba la calle por arriba, y nosotros, por darle una explicación que nos viniera de perlas, nos imaginábamos que era la obra de Galactus, el Devorador de Mundos, que había venido a destruir nuestro barrio del mismo modo que en los tebeos se ventilaba los rascacielos de Nueva York con un soplido.



    Jugábamos a ser los superhéroes de la Marvel, y también los de DC Cómics, todos mezclados, porque nosotros no sabíamos nada de derechos editoriales, ni de vetos a la competencia, y quizá por eso nos salían unas batallas inverosímiles, disparatadas, más todavía que los trompazos que leíamos en los cómics que comprábamos en el kiosco de la esquina, con la propina semanal de veinticinco pesetas. Jugábamos a derretirnos con los rayos, a destrozarnos con los puños, a hacernos invisibles para atacarnos por la espalda. Jugábamos al burrismo, como han hecho los chavales toda la vida, pero con una referencia cultural que nos distinguiera un poco de los cerriles. Hasta teníamos un colega que andaba con muletas, el pobre, porque la poliomielitis era cosa que todavía se veía por los barrios, y él, por supuesto, era nuestro profesor Xavier, el paralítico inteligentísimo que apadrinaba a los mutantes de la Patrulla X. El nuestro era un juego integrador, ecuménico, en el que hasta un tonto de remate podía hacer de Hulk y ganarse un papel importante en el elenco. Y había hasta reparto de roles para las chavalas, que solían jugar a lo suyo, en otra sección de la calle, pero que cuando empezaba el pandemonio de los superhéroes se apuntaban al juego para ser Supergirl, o la Mujer Maravilla, o la Chica Fantástica que creaba campos de fuerza infranqueables...

    Yo era tan memo, tan inocente, tan poco ambicioso hasta para jugar, que en el reparto de papeles siempre escogía a Batman porque era el único superhéroe que en realidad no tenía superpoderes. Sólo un gimnasio, y un laboratorio ultrasecreto que le proporcionaba armas y recursos para salir pitando de las peleas. Bruce Wayne era el único mortal entre los inmortales. No venía de Krypton. No era el hijo de Odín. No había sido bendecido por una descarga de rayos gamma. No le había picado ninguna araña radioactiva. No poseía una mutación genética que lo convirtiera en un bicho raro. Bruce Wayne sólo era un niño con miedo a la oscuridad. Por eso se disfrazaba de murciélago, para espantarla. Quizá iban por ahí mis simpatías, con el Caballero Oscuro.



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El plan

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Quizá lo que nos asusta no es morirnos, sino morirnos de algo para lo que no estamos preparados. Hasta hace cuatro días, lo normal era morirse de un disparo en la guerra, o de un catarro mal curado. De un parto que se atravesaba, o de una herida que no se limpiaba. Había mucha resignación, en nuestros antepasados, que caían como moscas...

    Los tiempos de paz y los avances de la medicina cambiaron esa percepción, y nos convirtieron casi en rebeldes de la muerte. Nos regalaron una vida extra -como si lo hubiéramos hecho muy bien en el videojuego- y desde hace décadas, en Occidente, nos hemos confortado con la idea de morirnos sólo por culpa de la vejez. De la vejez que llega de manera natural, claro, sumando años, que es la manera más digna de despedirse. Porque hay otra vejez indeseada que  llega con mucho adelanto, como el turrón en octubre. Por culpa del estrés ya hay gente que está derrotada y envejecida antes de tiempo, al llegar a los cuarenta, o a los cincuenta años, como estos personajes de El plan, que son tres parados de larga duración a los que ya les acecha la enfermedad y la demencia. Alguno, incluso, ya está más para allá que para acá, y ya se ha cobrado víctimas colaterales en su derrumbamiento de torre gemela…



    “El estrés es el gran asesino”, se leía hasta hace poco en los artículos científicos. Ahora está el virus disputándole la pole position, pero el virus pasará, o se apaciguará, y el estrés volverá a ser el sospechoso habitual en todas las ruedas de reconocimiento. El estrés te deja sin defensas, te corroe la alegría, te entrega al alcohol y al mando a distancia. Porque no siempre te acelera, sino que muchas veces te postra, y te aniquila mientras permaneces sentado. Es lo que les pasa a estos tres desgraciados de la película, que ya casi no saben ni articular las palabras, de lo gilipollas que se han vuelto.

    El plan es entretenida, tiene tres o cuatro diálogos de talento casi tarantiniano, pero me parece que los críticos patrios han vuelto a exagerar mucho con el producto. Uno no vive en el mundillo, y nunca sabe dónde está la crítica sincera y dónde el halago exagerado, cuando se trata de aplaudir un producto nacional, o el estreno de un colega.



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El sur

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La primera vez que vi El sur, el padre misterioso que apenas hablaba, que apenas contaba nada sobre su pasado, era el mío: hermético, adusto, siempre trabajando…Nada que ver con el personaje de Omero Antonutti en la película, que es un padre cordial con Estrella,  su hija, aunque se le note que sólo se acuerda de ella cuando la ve. Que está presente en cuerpo pero no en espíritu, siempre descolocado, incómodo, pensando en la vida soñada que dejó allá lejos. En el sur…



    Ahora que ya han pasado tantos años, he vuelto a ver El sur y el padre misterioso que apenas habla, que apenas cuenta nada sobre su pasado, soy yo. Mi hijo, como Estrella, apenas sabe nada sobre mí. Nunca preguntó, como ella, y yo tampoco me ofrecí nunca a la pregunta. En el oficio de criar he sido más parecido a Omero que a mi padre, pero también he callado casi todo lo mío, por pudor, o por vergüenza. No hay nada que esconder, pero tampoco nada de lo que presumir: ninguna lección ejemplar, ninguna historia edificante. La vida entre libros, y las viejas glorias del Madrid, en los campos embarrados... Mi hijo -como casi todos los hijos del mundo en realidad- sólo me conoce en tiempo presente, desde que tuvo memoria y uso de razón. Qué sabe, casi nadie, de la vida que sus padres vivieron antes de tenerlo: sólo relatos incompletos, fotografías escogidas, insinuaciones y cortinas a medio descorrer…  Piezas sueltas de un puzle que sólo se completa en la imaginación.

    No sé… Pienso en mi padre mientras vuelvo a ver El sur y entiendo que él tampoco estaba presente del todo, como Omero Antonutti en la película. Como yo, también, que siempre tuve la mente en otro sitio, presente pero ausente, en mi caso soñando con la vida que dejé en el norte imaginario… La película de mis silencios sería El norte, y no El sur, porque en las tierras cálidas sólo viví dos años, y el calor me derritió la alegría. Y dejó los recuerdos como fotografías ajadas, expuestas al sol en un escaparate. Nunca he vivido más al norte de esta latitud actual, pero en el Norte, a orillas del mar, no sé por qué, con la lluvia en el rostro y las montañas a la espalda, siempre he sospechado que me dejé una vida distinta y más feliz.



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Fargo. Temporada 2

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Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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Cautivos del mal

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Hubo gente que nos quiso mucho y nos malogró. Y gente que no nos quiso nada y nos aupó. La caricia, a veces, nos tiró al suelo, y la zancadilla nos hizo saltar como Bob Beamon. Es todo un poco confuso... Recordamos con desagrado a la gente egoísta que sólo nos ayudó porque en el mismo esfuerzo se ayudaban a sí mismos. Personajes de nuestras pesadillas -maestros, amantes, jefes del trabajo- que al abandonarnos nos hicieron sufrir, y nos dejaron tirados con una cornada, o con un intento de renuncia definitivo. Pero luego, al revivir, comprendimos que gracias a su traición estábamos de pronto en un escalón superior, con cicatriz, pero rehechos, reforzados incluso, para volver a aventurarnos en la jungla de vivir.




    Cautivos del mal es un título resonante, difícil de olvidar, para nombrar una película en la que no hay ni cautivos ni malvado. Hay un tipo egocéntrico, eso sí, el personaje de Kirk Douglas, que partiendo de la nada se convierte en un productor de Hollywood que todo lo convierte en éxito y en taquillazo, como un rey Midas de California. Jonathan Shields es capaz de encontrar la flor del talento donde otros sólo ven cardos borriqueros, y así, fichando los jugadores que otros no quieren fichar, y encima a precio de saldo, va rodeándose de escritores que firman guiones enjundiosos, de directores que saben llevar el tempo de una historia. De actrices bellísimas que yacían en un charco de alcohol, en un basurero de autodesprecio, y que gracias a sus lisonjas mezcladas con gritos sacaron el orgullo, alzaron la cabeza y se plantaron ante la cámara para dar un recital de lloros y sonrisas. “¡Ahí queda eso, hijo de puta!”… Como yo, en aquellos exámenes de mi escolaridad, cuando clavaba los contenidos con una furia grafológica incontenible: “¡Ahí queda eso, so cabrón, o so cabrona…!”.

    El Jonathan Shields de Cautivos del mal es un tipo que va a lo suyo: al orgullo, al dólar, al autobombo. Pero yendo a lo suyo, te lleva consigo en su globo con vistas panorámicas. Cuando se cansa de ti te pone unas alas y te tira por la borda. ¿Es bueno, es malo? Es imposible de definir. Las películas antiguas no eran en blanco y negro, como suele decirse, sino en infinitos matices de grises. No eran así por casualidad cuando el color ya estaba inventado.



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