The thick of it. Temporada 2

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Lo más interesante de la política no es lo que vemos en los telediarios. Todo eso es una pantomima, un juego amañado. Los políticos -creo que no desvelo nada- solo son actores en una obra escrita de antemano. Se limitan a recitar lo que escribió el dueño de los teléfonos, o el jefe de la gasolina. Ya sabemos lo que van a decir antes de que hablen, y qué van a responderles sus oponentes desde los escaños. A veces, cuando no es indignante, te da la risa. La política es una lucha libre en la que nunca hay hostias de verdad, todo coreografía y gilipollez. Solo los cuatro políticos honrados que subsisten en cualquier parlamento se llevan las hostias de verdad, y luego, claro, terminan por dedicarse al cultivo del viñedo, o al anonimato en su ciudad.

Lo interesante -lo que yo pagaría mucho dinero por ver- es la política entre bambalinas. Los políticos en la trastienda. Qué dicen, y qué hacen, cuando se va el periodista, cierran la puerta, se aflojan las corbatas o las chaquetas cruzadas y se ponen a hablar con sus asesores, a ver qué tal les fue: si se notó mucho la mentira, si quedó demasiada clara la impostura, si la gente es tan imbécil como parece o todavía queda algo de imbecilidad que rascar en las próximas elecciones. Ese es el espectáculo verdadero que siempre se nos hurta; la verdad cruda de la democracia que siempre se nos niego. Y que, de conocerla, sería el fin de la democracia tal como la conocemos.

 Solo sabemos de estas interioridades cuando se filtra a la prensa un audio, o un video, y nos quedamos boquiabiertos no por la sorpresa, sino por la confirmación palmaria de nuestras sospechas. Es como pillar a tu amante en pleno adulterio cuando ya sospechabas... Menos mal que a falta de realidad, de veracidad informativa, tenemos a Armando Ianucci y a sus secuaces para enseñarnos una trastienda gubernamental que tiene pinta de ser bastante verídica. Te ríes de la hostia, pero luego caes en una ligera depresión.





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I'm Here

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Dado que los seres humanos tenemos un sistema inmunológico particular, los amantes que quieren entregarse literalmente el corazón o los riñones sólo pueden hacerlo simbólicamente, en las rimas de sus poesías. Como mucho, juntar las yemas de los dedos sangrados por una navaja. Es una jodienda, sí: entre los anticuerpos, los glóbulos blancos y los grupos sanguíneos incompatibles, el empeño de cederse órganos vitales se vuelve casi imposible, y por eso quienes se aman han de conformarse con intercambiar fluidos en los arrebatos. Hay quien se bebe, quien se come, quien se apura hasta el paroxismo, pero en realidad ninguna pieza es intercambiable, y eso es como el límite biológico establecido para la pasión.

Recuerdo, de pronto, que de niños sí entregábamos nuestro corazón al niño Jesús cuando rezábamos: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón: tómalo, tómalo, tuyo es, mío no”, y nos golpeábamos el pecho como si quisiéramos arrancarlo de cuajo, a lo Mola Ram en el Templo Maldito, y dárselo a aquel rubiales celestial que al parecer los coleccionaba, y que por ser divino de la muerte no tenía problemas de rechazo en su organismo angelical.

    Los robots, en cambio, cuando se entregan al amor, no sufren estas barreras infranqueables de la química orgánica. Quizá, por eso, en el cortometraje de Spike Jonze, Sheldon y Francesca se aman más de lo que nunca se amaron dos seres humanos. Cada vez que Francesca -tan guapa ella, pero tan accidentada- sufre una amputación irreversible, Sheldon le cede una parte de su cuerpo con el simple gesto de desatornillarla y de volver a atornillarla. Sin dolor, sin esfuerzo, pero con el menoscabo de su propia movilidad. Sheldon se quedará primero manco, y luego, cojo, y ya finalmente incorpóreo, con la cabeza como único sustento. Pero una cabeza feliz, de ojos risueños, porque Francesca, a su lado, está bien, completa, funcional, y eso es lo único que le importa.




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Una joven prometedora

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Dice mi amigo que si él fuera mujer saldría a la calle con una pistola en el bolso. Una de pega, pero que acojone de verdad. Una réplica exacta del Colt 45 traída de Taiwán.

Mi amigo se mueve por la vida nocturna y sabe lo que se cuece. No hay mujer que salga sola, o que se quede sola en la barra del pub, que no reciba una invitación para abandonar esa soledad. Mi amigo me asegura que enseñaría la pistola a cualquiera que se acercara; que le daría igual el baboso que el educado, el que se retira a la primera que el que insiste en molestar. El buenazo que el crápula; el borracho que el cortés; el malhablado que el bienhablado. Todos iguales, dice él. Me asegura que al primer “Hola, ¿estás sola?”, al primer “¿Estudias o trabajas?”, al primer “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”, enseñaría la pistola entre la abertura del bolso, con disimulo, haciendo como que va a coger el pañuelo o el teléfono móvil. Siendo un hombre al que ningún hombre se le insinuó jamás, lo tiene todo muy coreografiado, y muy argumentado.

Yo creo que mi amigo se pasa tres veranos, pero tampoco le quito del todo la razón. Los hombres somos inasequibles al desaliento. Unos pelmazos. Unos cerdos, diría él. Yo no digo tanto. Cerdos los hay, desde luego, pero no todos los rabos están rizados en las huestes de la noche. También hay hombres decentes que simplemente ligan a la antigua, sin app, face to face, rompiendo el hielo con una pregunta de cortesía. Yo nunca fui de esos por pura timidez. Ni de los otros, de los cerdos, por pura constitución.

Y luego están, para cerrar la taxonomía de los hombres, los abusadores. Los violadores. Los peligrosos de verdad. Los que no distinguen el sí del no; la predisposición del corte de mangas. Los que se follarían a la mujer dormida, a la mujer borracha, a la mujer enferma. A la mujer que grita... Los tipos que persigue Cassie en la madrugada. Los que arruinaron su vida. La vergüenza de nuestro género. Los que necesitarían un Colt en la frente, pero uno de verdad, para remeterse la minga en el pantalón, y no volver a sacarla sin permiso de la autoridad competente.





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How to with John Wilson. Temporada 1

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La vida está aquí al lado, tras la ventana. Cualquier rincón del mundo contiene el mundo entero y se basta para comprenderlo. Para diseccionar a los seres humanos no es necesario viajar a la India de movida espiritual, a ver si nos alcanza la revelación que lo ponga todo patas arriba. No existe tal cosa. Puede que allí el paisaje sea diferente y que los mercados huelan a especies y estallen de colores; pero los seres humanos, aunque disimulen, son exactamente los mismos. No creo que mi vecino de enfrente sea muy distinto que ese barbudo que medita en la orilla derecha del Ganges. El misterio antropológico es el mismo allí que en La Pedanía, o que en Nueva York. Y ni siquiera es un misterio: la gente es rara, y tiene problemas, y la chapuza reina por doquier. Y el amor verdadero es la conquista definitiva.

John Wilson, el documentalista, ha comprendido que a todos nos devoran los pequeños problemas cotidianos. Si pudiéramos establecer un porcentaje de posesión, como en los partidos de fútbol, descubriríamos que nos pasamos un 85% de la vida peleando contra pequeñas incomodidades domésticas y callejeras. Y que solo cuando hemos resuelto estas cosas -la burocracia, la cita médica, los cacharros, el perrete, cruzar la avenida... -nos ponemos a pensar en el amor y en la muerte. En el legado que dejaremos a nuestros hijos, pobrecitos...

Pero John Wilson, aunque a veces parezca un poco despistado, no pierde el foco de lo sustancial. Él no olvida que las relaciones son importantes; que el planeta es importante. Que convivir en paz es una aspiración posible en sociedades civilizadas como la suya

Viendo su extrañísima puesta en escena he recordado esta cita del “Diario” de Jules Renard: “El exceso de la sátira es inútil: basta con mostrar las cosas como son. Ya son bastante ridículas por sí mismas”.




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El sustituto

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En 1982, en España, había tantos fachas como ahora. Pero aquellos, aunque nos parezca imposible, eran aún más peligrosos porque iban armados hasta los dientes y tenían muchas ganas de fusilar. Planteaban golpes de estado, o los daban, o amenazaban con palabras muy serias en las cartas que enviaban a los periódicos. Pero como se les iba la fuerza por la boca, o por los cojones, votaban mucho menos y por eso no tenían representación en el Parlamento. Entre los nostálgicos del franquismo y los ultras de los estadios no daban ni para otorgar un escaño a Fuerza Nueva, que tuvo que disolverse y repensarse. Los fachas de 1982 preferían votar a Fraga con la nariz tapada o, mejor todavía, quedarse en casa el día de las elecciones. Votar, para ellos, era un acto impuro. Habían ganado la guerra precisamente para no tener que votar.

Los fachas tardaron cuarenta años en cruzar el Gran Desierto del Orgullo. Pero una vez superados los miedos y los complejos, se presentaron entre nosotros, al otro lado de las arenas. Los dábamos por perdidos y resulta que llegaron bien frescos y alimentados. Supongo que los empresarios les iban lanzando víveres desde sus gráciles avionetas... Los fachas se han sacudido el polvo, se han reorganizado como ficción democrática, y ya votan a mansalva y muy orgullosos. Ser facha es horrible, pero es horrible para nosotros, claro, no para ellos, que alardean de su condición. En algunos círculos ser facha es la moda, lo in, lo que se lleva...  Ser facha es la nueva hombría de los matones, y la nueva memez de las estúpidas. El dios católico los cría y ellos se juntan.

Lo que ya casi no queda en España son nazis escondidos. La pura biología los ha ido cremando uno a uno en los crematorios civilizados. Hablo de los nazis puros, claro, los alemanorros que lucharon por Hitler con gran entusiasmo y nunca renegaron de su mensaje. Porque nazis, en España, por desgracia, sigue habiendo unos cuantos. Producto nacional. La mayoría son unos imbéciles que no saben ni lo que significa la palabra nazi.




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Robocop

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Hubo quien dijo que “Robocop” era la glorificación del fascismo americano, y que Paul Verhoeven hacía apología de la violencia y la testosterona. En 1987 yo tenía quince años y me lo creí. La película molaba, desde luego, pero el mensaje de sus responsables parecía evidente: la delincuencia callejera tenía que combatirse a tiro limpio, sin demasiadas contemplaciones. Un único aviso de detención y ¡pum!, a tomar por el culo. Si Concepción Arenal dijo aquello de “odia el delito y compadece al delincuente”, allí, en el Departamento de Policía de Detroit, el mensaje era odiar las dos cosas por igual. La única diferencia entre Robocop y Harry el sucio era la armadura de titanio, y el sustento alimenticio: para el primero el potito, y para el segundo la hamburguesa.  

Y estaba, además, la cuestión laboral, que en la película no salía, pero que todos barruntábamos. Con quince años ya sabíamos que la policía no solo combatía la delincuencia -que está muy bien- sino que también reprimía las protestas de los trabajadores -que está muy mal-, y no se nos escapaba que Robocop podía ser un tío muy simpático cuando emasculaba a los violadores, pero también un hijo de perra cuando le enviaban a disparar al parado de la fábrica, o al desahuciado del hogar, que en Detroit tenían que ser muchos y misérrimos. “Madero, es la fuerza policial/ madero, al servicio del capital...”, que cantaban los de Arma X. Y Robocop era el madero por excelencia. El number one. El segurata acorazado de los tipos trajeados.

Hoy he vuelto a ver “Robocop” y he comprendido lo que entonces no comprendí: que Verhoeven -que luego resultó ser un izquierdista infiltrado en Hollywood- estaba haciendo cachondeo de la tontuna americana. La violencia que entonces me deslumbró ya solo es exageración que mueve un poco a la risa. Casi un episodio de “La hora chanante”.... El fascismo que finalmente denunciaba Paul Verhoeven no era la fascinación por el gatillo, sino el régimen empresarial que produce la miseria. La violencia extrema y sociopática que se aplica en los consejos de administración, sin sangres ni balaceras. No inmediatas, al menos.




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Frasier. Temporada 1

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Las mejores comedias de nuestra vida esconden una visión muy turbia de los seres humanos. “Seinfeld”, por ejemplo, delataba lo inmaduros que somos a pesar de los años en el carnet, y de las canas en el body. Bien pensado era una comedia terrible, y por eso nos reíamos tanto con un temblor de culpabilidad. “Cheers” enmascaraba con sonrisas que allí todo el mundo era alcohólico o estaba en vías de serlo. “Veep” y “Vota Juan” nos recordaron que los políticos no pintan nada y que además suelen ser unos imbéciles de tomo y lomo. “The Office” era la crónica de unos imbéciles atrapados en la oficina y de un listo que los observaba: un decorado universal. “Matrimonio con hijos” sacaba sonrisas brillantes de un estercolero donde se pudría la sagrada institución... Que cada uno vaya añadiendo sus series favoritas.

“Frasier” es el recordatorio descojonante de que estamos todos locos. Y por locos quiero decir neuróticos, maniáticos, desnortados... Y también locos de verdad, claro, de manicomio, o diagnosticados sin internar, o que viven entre nosotros silbando con disimulo aunque lleven un embudo sobre la cabeza. El mensaje sustancial de “Frasier” es que para curarte no puedes ni confiar en los loqueros, porque puede que estén mucho peor que tú. Aquí nadie se salva. Psiquiatra el último... Tú llamas a la consulta radiofónica del doctor Frasier, o acudes a la consulta presencial del doctor Niles, y puede que sean ellos los que demanden de ti un consejo y una terapia, aunque luego te cobren un pastizal por la sesión. Ellos visten trajes muy caros, y beben vinos muy exclusivos, y no pueden ser demasiado generosos con la clientela.

¿El padre? Un bonachón que bebe demasiada cerveza delante de la tele ¿Dafne? Una mujer bellísima que se derrite con un simple beso entre los omoplatos. pero que tiene, ay, una pedrada muy poco recomendable ¿Roz? Una mujer encantadora que pierde el oremus persiguiendo los pantalones menos recomendables de la ciudad. Y así todo...

Solo nos queda Eddie, el perrete, como único garante de la estabilidad emocional.





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Con faldas y a lo loco

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-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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