The Batman

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De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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Sentimos las molestias

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Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Noche de fuego

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De vez en cuando hay que ver películas como “Noche de fuego”. No la tenía en mi radar, pero agradezco la recomendación. Gracias, T...  

La película no es agradable, pero es necesaria. Ayuda a... tomar perspectiva. A refrenar la lengua sobre la desgracia de lo propio. Sobre todo a los que vivimos en la quejumbre perpetua: que si esto, o que si aquello. No es que las desgracias de los demás aplaquen nuestro ímpetu revolucionario, pero sí ordenan la cabeza. Establecen prioridades. Separan lo importante de lo menos importante. Lo que hay que defender a fuego de lo que hay que defender a pluma. Superfluo no hay nada cuando se trata del bienestar.

Cada uno pía su hambre, desde luego, sus necesidades y sus fatigas. Pero hay hambres y hambres. Necesidades y necesidades. Las mías -como las de otros muchos- son quejas de salón, o de cafetería, entre copas y amistades. Todo podría ir bastante mejor, lo público y lo privado, pero a fin de cuentas existe un colchón, una red que protege de los resbalones. No es que la vida esté garantizada -porque puedes morirte en cualquier momento- pero al menos no hay que defenderla todos los días como en una guerra. Es muy distinto.

 Nosotros, en Europa, luchamos por una vida mejor, que admite márgenes muy amplios de discusión. Pero allá en México, por ejemplo, en este poblado de las montañas donde Jesucristo perdió el mechero, la lucha es otra muy diferente. Animal y básica. A cara de perro. No, perdón: a cara de humanos. En “Noche de fuego” quienes llevan la peor parte son las mujeres. Es lo habitual. Su desgracia suele ser directamente proporcional al índice de pobreza. Que se lo digan a las mujeres nórdicas, que en estos parajes serían como extraterrestres que aterrizan. Estas mexicanas sin suerte son la tierra de nadie entre los hombres que trafican y los hombres que lo impiden. O que tratan de impedirlo, acojonados bajo sus uniformes. El narco también descansa, y cuando descansa y sale de fiesta no te pregunta si estudias o trabajas. Estamos en la selva, y esto es la ley de la selva. Hay que salir corriendo, o camuflarse. No queda otra. 





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La vida de Brian

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Jorge Valdano dijo una vez que el fútbol es un estado de ánimo. Y lo mismo pasa con las películas. Está la película en sí misma -la obra de arte o la tontería prescindible- y luego está el contexto donde la ves: la soledad o la compañía, la gran pantalla o la tele del salón. La alegría de vivir o el ánimo por los suelos. Está la película y el recuerdo de la película. La película y su circunstancia, como le pasaba a Ortega y Gasset.

Es por eso que en caso de duda, o si ha pasado mucho tiempo desde la última vez, hay que ver la película de nuevo antes de emitir un juicio sostenible. En mi recuerdo, por ejemplo, “La vida de Brian” era una obra maestra de la comedia. Algo insuperable. Hoy, sin embargo, la he vuelto a ver y ya no me he reído tanto. Y eso, que T., a mi lado, que nunca la había visto, sonreía. Pero sin carcajearse, lo cual ya era sospechoso. Yo también he sonreído, pero no me he meado de la risa, como era tradición. Hasta ayer, lo mío con “La vida de Brian” era Incontinencia Suma, que es la famosísima mujer de Pijus Magnificus. Hoy solo era la sonrisa de quien recuerda los gags como hitos de su juventud. Siempre que me clavaban en una cruz yo silbaba el “Always look on the bright side of life” y movía los pies al compás de la desgracia.

En “La vida de Brian” sigue estando la crítica más ácida a la tontería de la religión. Al seguidismo de los profetas, y al seguimiento de los iluminados, que en este siglo XXI vienen a ser los mismos personajes estrafalarios y locos que en la Palestina del siglo I. Pero hoy, no sé por qué, quizá porque he empezado a tomar las pastillas para la tensión, me he quedado... eso, destensado. Están los gags inolvidables y están, de pronto, sin que yo los recordara, los gags tontorrones, o inanes, o menos afortunados, que lastran la genialidad de la película. No sé... Ahora me he quedado con la duda. ¿Qué responderé cuando vuelvan a preguntarme por “La vida de Brian”? ¿Me quedaré con lo de antes o con lo de ahora? El tiempo dirá. Seguramente tendré que volver a verla para dar otra respuesta definitiva.





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Tres pisos

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No me gusta nada “Tres pisos”. Pero a lo mejor es el flemón, que me duele como un condenado, y que me quita las ganas de jarana. Pero luego he puesto un episodio de “Frasier” y resulta que me he reído como un bobo. Así que el flemón no puede explicarlo todo. Y me jode, la verdad, porque yo a Nanni Moretti le tengo mucho cariño, y ponerle solo dos estrellas es como reñir a un padre, o censurar a un abuelete.


Tengo que confesar, de todos modos, que  nunca me han gustado las películas “serias” de Nanni Moretti. Sus dramas existenciales. Ni siquiera “La habitación del hijo”, que fue tan alabada por la crítica, y que yo aplaudí dando palmas sin mucho entusiasmo. Casi arrastrado por la obligación, y por el respeto a sus películas anteriores. Para mi Nanni Moretti es el zangolotino de “Abril”, y de “Caro diario”, y de aquellas comedias anteriores -y muy anarquistas- que solo recordamos los cuatro entusiastas encanecidos. Pero cuando Moretti deja de hacer el payaso (en el buen sentido) y se pone el disfraz de señor barbudo y reflexivo, le salen unas películas muy afectadas, sombrías para mal, con actores y actrices que no terminan de creerse del todo lo que recitan. Y unas músicas lamentables, de subrayado cursilón.


“Tres pisos”, por ejemplo, es una obra teatral mal disimulada. No es cine exactamente: son personajes muy pendientes de su frase, y de su marca sobre las tablas. Se mueven de manera robótica, y se expresan de manera forzada. Hacen literatura al andar. No me los creo desde la primera escena, tan perturbadora como chocante. Y mal interpretada. El minimalismo gestual no contribuye demasiado a la verosimilitud de las reacciones. A Moretti le ha salido una película al estilo de Carl Theodor Dreyer, muy solemne y tal, pero rodada en colorines. Y no en Dinamarca, sino en Italia, donde sorprende que estos personajes sean tan poco expresivos. Tan nórdicos y hieráticos. Otra vez será.





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Crueldad intolerable

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A los curas y a los tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion, aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.

Eso por el lado espiritual. Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los de la novia, y viceversa, que a veces pasa.

A los abogados matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no conoce parangón en los pasillos de los juzgados.

El odio es una fuerza bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición, y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.





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The Expanse. Temporada 1

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El amigo me recomendó ver “The Expanse” porque salen muchas naves espaciales y él conoce mi debilidad. Otros ven películas del oeste solo porque sale John Wayne, o ven películas de época porque salen miriñaques y carruajes, así que no me avergüenzo de mi pedrada.

Él amigo sabe que yo estoy enfermo de estas cosas, concretamente desde que vi, de pequeñito, en la pantalla inabarcable del cine Pasaje, la nave consular de la princesa Leia perseguida por el destructor imperial. Ahí fue cuando me turulaté para siempre. 45 años después, se me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo cualquier nave de ficción -porque reales, de momento, no las hay- surcando el firmamento negrísimo con puntitos que son las estrellas y los planetas. A veces siento que yo ya he estado allí, en el futuro, transmigrando de hábitat en hábitat hasta reencarnarme en una biografía anterior, que es esta de ahora, a contracorriente de la línea del tiempo y de las enseñanzas de los vedas.

“The expanse” plantea que dentro unos cuantos siglos, cuando ya nos hayamos comido los recursos de la Tierra y también los de Marte, pondremos nuestra mirada en el cinturón de asteroides, donde vagan los pedruscos al tuntún de la gravedad. En ese futuro lejanísimo -donde el Mundialito de Clubs lo disputarán el campeón terrícola y el campeón marciano- Marte ya será una colonia de humanos desligada de la Tierra. Sus habitantes serán, después de todo, los famosísimos marcianos de la ciencia-ficción, y se llenarán de razones quienes aseguran que los platillos volantes no vienen de otros sistemas, sino de otras realidades del futuro. Y que los marcianos son seres humanos que visitan a sus antepasados por curiosidad, o por afán científico. O para tocar un poco los cojones, que alguno habrá.

En “The Expanse” hay naves espaciales, sí, y Guerra Fría interplanetaria, y algún disparo que otro que se pierde en el vacío interestelar. Pero me aburro como una ostra y no sé por qué. He llegado al capítulo 3 y me he quedado varado en la inmensidad del espacio, dudando entre seguir el rumbo o abortar la misión. Y al final -escribo esto tres semanas después- la he abortado. Pongo rumbo a casa.




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El libro negro

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La culpa es de Paco Fox y de Ángel Codón, los responsables del podcast de “Tiempo de culto”, que recomiendan las películas y me lían con su entusiasmo. Bastante tengo ya con las películas pendientes, y con las películas a medio empezar, como para hacer caso a este par de frikies iluminados. Pero ellos cuentan, y desgranan, y te meten el gusanillo para acabar apuntando más películas en la memoria, o en el cuadernillo. O en el “Notas” del teléfono. Cualquier sitio es bueno.

 El otro día hicieron un especial sobre Paul Verhoeven y fueron sacando una a una todas sus películas: las medio pornográficas en Holanda, y los taquillazos en Hollywood, y las últimas producidas en Europa, donde el viejo Paul ha encontrado otra edad de oro para enseñar algo de piel y provocar al personal. O una edad de plata, según las opiniones.

Entre esta nueva hornada, Fox y Codón mencionaron que la mejor película de todas es “El libro negro”, y yo quedé sorprendido porque la había visto hace años sin que apenas me dejara un poso o un aprovechamiento. Más bien un recuerdo vacío en el que solo brillaba el recuerdo de Carice Van Houten, la Melisandre de “Juego de Tronos”, esa mujer de la que todos nos preguntábamos en qué otras películas habría salido, por aquello de seguir su trayectoria artística, por supuesto.

Tanto ponderaron el otro día “El libro negro” en el podcast, que al final decidí darle una segunda oportunidad. Y tengo que decir que no he llegado ni a la mitad... Me rendí ante las tropas alemanas antes que cualquier comando guerrero de los holandeses. Carice van Houten, a pesar de darlo todo, no ha conseguido obrar el milagro de la redención. Esto de poner al nazi con cara de malo ya está muy trillado. Aburre. La mayoría de los nazis tenían caras neutras, y algunos hasta angelicales. Todo es estereotipo en las películas. Todo está mil veces visto. Carice van Houten no, desde luego, pero con ella no basta.




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