Río Rojo

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De niños les llamábamos vaqueros aunque en las películas del oeste rara vez se vieran vacas por las praderas. Si acaso bisontes, que los rostros pálidos asesinaban por millares solo para joder a los comanches. Pero las películas seguían llamándose “de vaqueros”, y no de bisonteros. Era todo un misterio.

Otro misterio, y no menor,  es que nuestros pantalones de faena, los que nos poníamos para ir al colegio y amortiguar nuestros raspones en el patio, también se llamaran vaqueros, aunque luego, en las películas del sábado por la tarde, jamás viéramos a esos pistoleros vestidos con nada parecido. También puede ser que el blanco y negro de nuestra tele nos hurtara el azul desvaído y confundiera nuestros sentidos. Pero luego, de vacaciones por los pueblos de la montaña, veíamos a los auténticos vaqueros leoneses con su boina y su camisa a cuadros y todos llevaban pantalones de pana para manejarse en los trabajos. Ni siguiera los vaqueros de verdad se vestían con nuestros vaqueros colegiales, en el colmo de los colmos.

De niños jamás hubiéramos pensado que los vaqueros del Far West se dedicaran a criar ganado o a conducirlo por las praderas. Nosotros les veíamos siempre en el salón, medio borrachos, jugándose los dólares al póker o tanteando a las prostitutas del piso superior. O liándose a tiros por cualquier cosa tonta o cualquier venganza razonable. Les sorprendíamos siempre en el ocio de beber o de disparar, pero nunca en sus quehaceres de la jornada laboral. Más allá de los asesinos, del sheriff, del médico borrachín y del camarero que servía la zarzaparrilla, los demás personajes se dedicaban a actividades económicas que en realidad nos importaban un pimiento. Estaba claro que alguien construía las casas o limpiaba la mierda de los caballos, pero esos subalternos nunca salían en las tramas.

Supongo que en el algún momento de nuestra infancia vimos “Río Rojo” o alguna película parecida y caímos en la cuenta etimológica: “¡Claro! Se llaman vaqueros porque trajinan con vacas...”. Luego, de adolescentes, empezamos a sospechar que es posible que también se las trajinaran, en esas largas marchas sin mujeres camino de Abilene. 



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Oppenheimer: el dilema de la bomba atómica

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No iré a los cines a ver “Oppenheimer”, la película de Christopher Nolan. La última vez que pisé una sala fue hace tres años, para despedir la saga de Star Wars en compañía de mi hijo. Los Rodríguez de la Tierra asistían al desenlace final de los Skywalker de las galaxias, con los que están misteriosa y secretamente hermanados. Yo, además, con aquella cita ineludible y ritual, cerraba el círculo que se inició cuando de niño quedé boquiabierto ante la nave consular de la princesa Leia y el destructor imperial que la perseguía. 

A los cines ya no se puede ir porque se han convertido en el foro de Roma con teléfonos móviles: todo son parloteos, voces, alarmas, bips bips de las alertas... Carcajadas, exabruptos, actividad cinética incesante... Ya no existe la oscuridad que antes te abrigaba y embotaba los sentidos, dirigiéndolos al único faro que alumbraba la caverna. Ahora hay cien resplandores encendidos a tu alrededor, tantos como espectadores que ya no distinguen el salón de su casa del salón de su comunidad. No es que antes los cines fueran precisamente del club Diógenes de Mycroft Holmes, pero bueno, se podía sobrevivir en según qué sesiones escogidas. Ahora los infectados ya pululan en todos los horarios programados como en una película de terror que multiplica los zombies sin parar. 

Esperaré, como siempre, a que “Oppenheimer” esté disponible en la red gracias a los buenos samaritanos que la vierten en calidad cojonuda y luego la subtitulan con mucho acierto filológico. La disfrutaré en mi salón, a mis anchas, en el sofá que ya es como mi trono, con la doble ventana que me protege de los motos y bólidos de mis amados vecinos de La Pedanía.

Mientras espero, para ir abriendo boca, un amigo me recomendó este documental que andan echando por Movistar +. Lo presenta, curiosamente, el mismo Christopher Nolan, que ahora será un experto mundial en Robert Oppenheimer con tanto documentarse para rodar la película. Un bicho raro. El señor Oppenheimer, digo. Bueno, Nolan igual... Cuando hagan su biopic también habrá que agarrarse los machos. 





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Los Soprano. Temporada 7

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Traicionado por los patos en el primer episodio de “Los Soprano”, Tony sufría un ataque de pánico y decidía acudir a una psiquiatra para curarse gracias al prozac y varios sondeos psicoanalíticos. Tony, por supuesto, mantuvo su problema en secreto para que sus amigos y sus enemigos no le tomaran por un débil de carácter. 

Ese era el punto de arranque de la serie, tan original y decisivo: Tony Soprano era un mafioso de apariencia más bien agropecuaria que en el fondo tenía dudas y a veces verbalizaba algo parecido a los escrúpulos. Un sociópata, sí, pero un sociópata cariñoso con los animales y con las mujeres desprotegidas. Un putero, sí, y también un ludópata, y un asesino ocasional, pero también un hombre que miraba por el futuro de su familia y por el bienestar de la otra famiglia, la que englobaba al clan y a los sicarios que proveían.

Mientras en el mundo exterior se sucedían los crímenes y las traiciones, en la consulta de la doctora Melfi fue pasando de todo a lo largo de las temporadas: hubo avances, broncas, retrocesos, escarceos sexuales... Hubo insultos, lanzamiento de objetos, muchos portazos que concluían la sesiones de sopetón. La doctora Melfi acabó tan loca que ella misma tuvo que pedir ayuda a otro psiquiatra, tal era la onda expansiva que Tony Soprano provocaba.

Ya por la cuarta temporada se hizo obvio que la terapia no servía para nada. Tony desfogaba sus razones y la doctora Melfi unas veces asentía para calmar a la fiera y otras negaba para que Tony cayera en la cuenta de sus contradicciones. “No volveré más”, gritaba él, pero a las pocas semanas regresaba porque allí, recostado en el sofá y rodeado de silencio, encontraba lo más parecido que había en su vida a la paz y a la comprensión. 

“Los Soprano” es una serie que no cree en la mejora del ser humano. El carácter viene de serie y nadie cambia. Los sociópatas de Nueva Jersey solo son un caso extremo y  peculiar. La cabra tira al monte y hay muy poco que hacer al respecto. La doctora Melfi, en el penúltimo episodio, comprenderá esta amarga verdad y decidirá cancelar las sesiones por su cuenta. En el body count del último episodio ella ya no está ni para recibir una bala de refilón.





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100 años de Warner Bros.

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El cantor de jazz, Al rojo vivo, Casablanca, El halcón maltés, El sueño eterno, Tener y no tener, El tesoro de Sierra Madre.

Cantando bajo la lluvia.

Centauros del desierto, My fair lady, Días de vino y rosas.

JFK.

Bugs Bunny y el Pato Lucas; Elmer y Porky; El Coyote y el Correcaminos; Sylvester y Piolín.

Un tranvía llamado deseo, La leyenda del indomable, Bullit, Bonnie and Clyde.

Firefox, Un mundo perfecto, Million Dollar Baby, Mystic River, Cartas desde Iwo Jima, Gran Torino.

Sin perdón.

La misión, Paseando a Miss Daisy, Las amistades peligrosas, Argo, Elvis. 

Uno de los nuestros, Malas calles, Infiltrados.

El Batman de Tim Burton. Batman Begins y El Caballero Oscuro. Insomnia, Origen, Interstellar, Dunquerque. 

Joker.

Barry Lindon, La chaqueta metálica, El Resplandor, Eyes Wide Shut.

Raíces, Murphy Brown, Friends, El ala oeste de la Casa Blanca, Dos hombres y medio, The Big Bang Theory

Gremlins, Los Goonies.

El exorcista. 

Supermán, Supermán II, Operación Dragón, Arma letal, Bitelchús.

Ocean’s Eleven, Syriana, Michael Clayton, Buenas noches y buena suerte.

La saga de Harry Potter.

Matrix.

El fugitivo, Contact, Gravity, El gigante de hierro, Un domingo cualquiera, Tienes un e-mail.

Mad Max: Fury Road

Todos los hombres del presidente, Klute.

Blade Runner 


Y muchas más que no he anotado, o que no logro recordar... Horas y horas de felicidad. O, al menos, de plácido entretenimiento. En las duras y en las maduras. En la salud y en la enfermedad. Cuando llovía o cuando escampaba. La Warner Bros. -como las demás fábricas de sueños- ha sido un salvavidas milagroso, un paraguas, una muleta, un escondrijo... Una celebración. Una respiración artificial y un oasis en el desierto. 

Poco importa que Jack Warner fuera un pesetero inmundo y que traicionara finalmente a sus hermanos. Las películas de la Warner ya forman parte de mi educación sentimental, de mi patrimonio personal. Son yo, parte de mí. Si lo mido en tiempo, ellas me han dado más felicidad que cualquier ser humano conocido: los amigos y los amores siempre han sido contigentes; solo la Warner Bros. y sus colegas han sido necesarias.



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Muerte de un ciclista

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El matrimonio burgués que conocieron la mayor parte de nuestros antepasados era una forma de prostitución encubierta. Creo que el abuelo Karl y el tío Engels escribieron algo sobre esto... A cambio de un techo y de tres comidas diarias, las mujeres que no podían independizarse limpiaban la casa de lunes a viernes y se abrían de piernas los sábados por la noche con más o menos entusiasmo. Era el famoso sábado-sabadete del que seguramente proceden muchos zigotos de nuestra generación. Si había alegría en el encuentro lo llamaban amor; y si no, pacífica convivencia, o matrimonio veterano. 

¿Quiere esto decir que nuestras madres o nuestras abuelas eran todas unas putas? Por supuesto que no. Ocurre, simplemente, que no tenían más remedio que avenirse a estas condiciones, atrapadas en un convenio sin estudios, sin formación, sin alicientes para emanciparse. Solo un puñado de mujeres estudiaban una carrera o abrían un negocio para no depender jamás de un hombre al que no pudieran amar. Porque acostarse con un hombre al que no amas, solo por miedo a verte en la calle, se llama eso, resignación. El feminismo trajo un viento de renovación en las casas que ya olían a resobado.

En “Muerte de un ciclista”, Lucía Bosé se prostituye sin muchos disimulos casándose con un empresario que hace pingües negocios bajo el franquismo. Su marido es un vencedor de la guerra con bigotito y carnet de Falange, lo que en los años 50 era lo más de lo más: pisazo en Madrid, apartamento en la playa y una muchacha como las que encarnaba Gracita Morales para limpiar el polvo y vestir a los niños por la mañana. Cena en Chicote, comida en el Ritz y de vez en cuando una escapada a París para revestir el contrato de romanticismo. Lucía sabe, y su marido sabe, y aquí, felizmente, aunque casposamente, nadie se lleva a engaño. 

¿Estaban permitidos los amantes para entregarse a una pasión verdadera? En la España de esos años sí, perp para él, no para ella. Porque los curas vigilaban, y los amigos murmuraban, y además te pedían el libro de familia en los hoteles. El sexo en casa era una prostitución, y fuera de ella, una clandestinidad como de comunistas.  




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Su juego favorito

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En la película -que es una comedia muy loca y pintada de colorines- Roger Willoughby se gana la vida vendiendo artículos de pesca y escribiendo manuales para el buen desempeño con la caña. Pero cuando se ve obligado a participar en una competición profesional tendrá que confesar que jamás ha lanzado un anzuelo al agua ni pescado una trucha. 

Roger Willoughby es un impostor, pero al menos ahora reconoce su impostura, aunque la haya mantenido largos años en secreto. La honradez, en su caso, le hubiera supuesto el despido y la cancelación de sus contratos. Y lo primero es comer y dormir bajo techo... Pero también es verdad que sus consejos funcionaban, y que los clientes de la tienda y los compradores de sus libros venían todos los lunes para agradecerle las lecciones. 

El mundo del fútbol -que es el “fauvorite men’s sport” que yo mejor conozco- también está lleno de entrenadores que apenas le dieron una patada al balón o se la dieron siempre del revés. Lo digo por experiencia... Y sin embargo hay gente muy válida que enseña cosas útiles y razonables ¿Se pueden dar consejos sobre una materia que nunca se ha practicado? Sí, se puede. Pero solo en algunas cosas... Porque, por ejemplo, dar consejos sobre follar habiendo follado poco o nada es un dislate que deja muy en ridículo a los curas y a los fanfarrones.

...

En su programa de radio, Carlos Pumares tenía un “Club de señoras” al que solo podían acceder las actrices más hermosas y reconocidas. Los oyentes proponían cada noche a una actriz de méritos incuestionables, pero Pumares, que era presidente y administrador único de aquel club virtual, las rechazaba sistemáticamente por la santa decisión de sus cojones. En realidad, tras muchos años con el rollo, solo hubo una mujer admitida en el club, Kathleen Turner, y eso porque Pumares se la había encontrado una vez en los ensayos de los Oscar y se había quedado patidifuso. 

Es una pena que ya no exista el programa, y que Pumares fuera un dictador orondo de las ondas, porque yo hubiera llamado esta misma noche para proponer a Paula Prentiss: una actriz guapísima y simpática a más no poder. Ya, sin duda, una de las mujeres de mi vida virtual. 







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Poquita fe

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En ninguno de los 12 episodios de “Poquita fe” aparece la clásica advertencia de que “Ningún animal fue lastimado en el rodaje de esta serie”. Y no porque los hayan maltratado, sino porque no sale ninguno en estas tramas costumbristas del siglo XXI. Los protagonistas de “Poquita fe” viven en Madrid y no tienen tiempo para nada: entre el trabajo y los desplazamientos ya se les van doce horas al día. Y luego hay que preparar la comida, fregar los cacharros, bajar la basura, ver Netflix, tomarse un carajillo, recibir la visita de los padres, echar un polvo o cascarse una paja (más lo último que lo primero, como sucede en provincias)...  No hay tiempo ni espacio para pasear a un perro o acariciar a un gato. Los únicos animales que pululan por “Poquita fe” -aparte de varios merluzos y de algunas cacatúas- son unas palomas que cagan sobre los seguratas a la puerta de un Ministerio. 

Sí sale, sin embargo -o puede que yo lo haya soñado-  un rótulo que indica que “Ningún cura, monarca, obispo, picoleto, militar, policía nacional o político de derechas ha sido ofendido en el rodaje de esta serie”. Son los nuevos tiempos de Movistar +. Desde que pusieron a una ultraderechista al mando de los contenidos ya solo se toleran chistes sobre sexo, drogas y rock and roll. El neoliberalismo no tiene ningún problema con esto porque forma parte del negocio. Hace dos años entrevistaron a Bertín Osborne en “La Resistencia” -y no solo eso: hubo piropos, confraternidad, lameteo cruzado de los ojetes- y comprendí que se cerraba una época de rebeldía ilustrada que venía de los tiempos del viejo Canal +.

En “Poquita fe” nunca sabrías a qué partido vota cada personaje. Ni remota idea. Es una serie sobre... nada. Como “Seinfeld”, pero de categoría regional. Los tertulianos de La Cultureta -entusiasmados, claro, con una serie tan poco dañina para las encuestas- dicen que es una serie sobre el aburrimiento. Y tienen razón: cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta a las moscas. Así que sale mucho Raúl Cimas espantando moscas al estilo peculiar de Raúl Cimas. Ya sólo con eso te entretienes y te ríes de vez en cuando. 






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Calle Mayor

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Leo en internet que para darle un lustre internacional a la película, Juan Antonio Bardem entró en coproducción con los franceses y contrató a una estrella americana para darle pedigrí a un reparto plagado de desconocidos. La elegida fue Betsy Blair, que quizá no era precisamente las estrella más rutilante de Hollywood -tampoco creo que Bardem hubiera tenido dinero para más- pero que por entonces era la mujer de Gene Kelly y era una actriz notable y entregada. 

El problema es que Betsy Blair es demasiado guapa para representar el papel de Isabel. Es lo que pasa cuando contratas a una actriz anglosajona y la pones a vestir santos en una película ambientada en la España franquista, haciendo de solterona a la que ningún hombre toma en consideración. Es inconcebible, un error de casting morrocotudo, aunque entendible por el parné. Y aunque “Calle Mayor” es una película estimable y sigue estremeciendo en su desenlace sin concesiones, uno no puede creérsela del todo y a ratos se sale de la película para ver cómo van los ciclistas del Tour de Francia por los Pirineos. 

Incluso en blanco y negro se nota que Betsy Blair es medio pelirroja y que no pega ni con cola paseando por la calle Mayor de Palencia o de Logroño, pues en ambas se rodaron los esfuerzos peripatéticos de la película. En la España nacional y católica de 1956, una mujer como Isabel, con el único objetivo vital de casarse y de tener hijos, jamás hubiera llegado a los treinta y cinco años declarados sin haber encontrado un hombre decente y enamorado. Abogados, médicos, ingenieros, traficantes de esclavos... Constructores y terratenientes. Toreros y ministros. Torturadores  y otros militares. Comisarios de la policía y prebostes de la Falange. No le hubieran faltado candidatos para elegir un espermatozoide adecuado entre las clases dirigentes del franquismo. 

(Por cierto: a mí también me han gastado esa broma tan divertida: la de te amo-me quiero casar contigo-ja, ja, te lo has creído... No exactamente así, pero casi. Lo cuanto en mi autobiografía: “Voy mejorando con la edad, a ver si me da tiempo”. Todo un best-seller. De venta en kioscos y librerías. En internet no, que se piratea muy fácil). 





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