Mad Men. Temporada 1

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Yo de mayor quiero ser como Don Draper. Ya tengo un tercio de camino recorrido: tengo las espaldas tan anchas como él y una estatura inusual que impresiona a las mujeres predispuestas. Como Draper, estoy por encima del estándar celtibérico, pero también por debajo del desgarbado nórdico que ya resulta excesivo en su gigantismo. Por ahí sumo unos cuantos puntos. Podría ponerme sus mismos trajes cortados a medida y pareceríamos casi hermanos; o, al menos, compañeros de trabajo en Sterling & Cooper. Pero yo, ay, soy un hombre muy dejado, poco dado a vestirme bien. Tengo la percha, pero carezco del perchero. Y además no quiero tenerlo. No me sale. Prefiero tapar mis vergüenzas con cualquier prenda del Carrefour e invertir lo sobrante en los vicios habituales: más libros inútiles, y más películas en Blu-ray, y más pedidos de pato a la naranja al restaurante chino de la esquina. Me gustaría ser como Don Draper pero no invierto los dineros necesarios.

Bien afeitado y bien perfumado, con el corte de pelo impoluto, trajeado de Armani o al menos de Emidio Tucci, aún tendría que pasar por el taller para que mi sonrisa fuera como la de Draper, de desarmar a las mujeres y de convencer a los clientes de que mi idea publicitaria es cojonuda. El mentón, bueno, podría trabajármelo, con ejercicios de tensión y tal, pero el hoyuelo se lo dejo a Don Draper porque eso ya depende de la genética y tampoco quiero pasar por un cirujano maxilofacial. 

Y aun con todo eso, invirtiendo mis fondos bancarios en ropajes y en remozados, me faltarían los andares, que se pueden imitar pero nunca quedarían genuinos. El andar va intrínsecamente unido a la personalidad, proviene de las fuentes muy profundas del ser, y si uno no es chulo y sin remedio, consciente del impacto sexual que causa entre las mujeres, no hay manera de pasear por las alfombras para que nadie vuelva a hacer una conquista sobre ellas: la pisada firme pero pausada, la espalda recta, el gesto altivo, la mirada de acero con los hombres y de mermelada un poco ácida con las mujeres. Eso es puro ADN. Se tiene o no se tiene. Inimeteibol. 




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My fair lady

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En mi casa, cuando yo era pequeño, el día que ponían “My fair lady” en la tele se declaraba fiesta de guardar. Aunque hubiera que verla en blanco y negro y en aquella caja culona de la Philips. Yo crecí con el “mueve el culo, cochino mulo”, y con “la lluvia en Sevilla es una pura maravilla”, aunque la versión original dijera otra cosa sobre la lluvia en España.

Cuando leíamos en la revista TP que iban a pasarla tal día y a tal hora, mi madre planificaba sus quehaceres para poder despatarrarse dos horas y media en el sofá, un poco al estilo barriobajero de Elizabeth Doolitle. Para no perderse ni los títulos de crédito iniciales, ella dejaba los recados hechos, los suelos fregados, los niños cenados y la plancha recogida. Nosotros nos sentábamos a su lado como si estuviéramos en misa, atentos al embrujo de los mil colores grises, y mi padre, cuando llegaba de trabajar, ya casi cuando se resolvía el romance entre el profesor Higgins y Audrey Hepburn, ni siquiera decía buenas noches y se sentaba a esperar el “The End” antes de ir cenar.

Como por entonces no teníamos teléfono nada podía enturbiar la paz de nuestro cine club. Todo lo demás que daban por la tele lo veía cada uno por su lado, pero cuando había una película de esas que “no había que perderse”, el salón se tornaba altar, y la vieja Philips, la diosa luminosa de nuestro credo.

La añoranza me puede, pero también sé que “My fair lady” ha envejecido mal. Le sobran minutos, personajes, números musicales... Hubiera necesitado la amputación de casi una hora. ¿Cursi, tontorrona, misógina, inverosímil...? Puede que sí. Era la época y además se trata de un musical. Peccata minuta. Ponerse las gafas del #MeToo para ver “My fair lady” es como predicar los Derechos Humanos en mitad de la batalla de Maratón. Una cosa ridícula. 

Pero eso sí: hay tres momentos musicales inolvidables. Yo, por lo menos, llevo días tarareándolos por La Pedanía, como el Loco de las Pelis que ya soy. Está la Loca de los Gatos y yo... 

Audrey Hepburn nunca estuvo más guapa que cuando se enfundó el camisón mientras cantaba “I could have dance all night”. Esa mujer -apostaría mil dólares con Juan Luis Arsuaga- no era de nuestra especie.





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Stromboli

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Pues yo, al contrario que Ingrid Bergman en la película, habría sido la mar de feliz viviendo en la isla de Stromboli. Un destino laboral, por ejemplo, como maestro de sus cuatro niños asalvajados; o como en la película, arrastrado por el impulso romántico del momento. O porque sí, por puro placer, porque yo ya sería un escritor afamado y millonario que decidió exiliarse donde Google Maps señalaba “El Culo del Mundo”. 

Al final, la felicidad habitacional solo depende de tus vecinos. Un tablao flamenco por encima de tu cabeza, en el piso más exclusivo de Nueva York, puede convertir tu vida en un infierno; en cambio, una casa en Strómboli, con vistas al océano y al volcán, sin nadie que moleste en varios metros a la redonda, puede ser una porción recuperada del Paraíso.

Luego es verdad que miras las dimensiones de la isla de Stromboli y ya se te quitan un poco las ganas de alabar: apenas tres kilómetros en una diagonal y otros cuatro en la otra. Casi no da ni para hacer el paseo matinal con el perrete, y además la mitad es pura ladera escarpada y llena de fumarolas. La isla no está mal, pero cada cierto tiempo habría que coger el ferry para pisar tierra firme y que las piernas no se volvieran raquíticas y varicosas.

Stromboli, en 1950, cuando Roberto Rossellini la descubrió para el mundo entero, era el lugar exacto donde Cristo perdió el mechero en sus predicaciones. Uno supone que el escándalo de su relación con Ingrid Bergman -me refiero a Rossellini, claro- les obligó a encontrar una excusa argumental para acostarse lejos de las miradas. En Stromboli no había luz ni agua corriente, y la gente todavía tiraba de lámparas de aceite y de subirse a los riscos para cagar. No había bugas gritando el reguetón, ni motos de motocross, ni televisores encendidos para dar por culo en verano con las ventanas abiertas. A la caída del sol la humanidad entraba en letargo y sólo se oía el rugido de las olas y el siseo de la lava. 

Habría que ver cómo es Stromboli ahora, entre las moderneces inevitables y los turistas infatigables. Basta con que un grupo de españoles se apeen del ferry para joder el encanto de cualquier paraíso sobre la Tierra. 





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El aviador

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La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.

A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes. 

Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo. 

La locura, como la muerte, nos iguala a todos.






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Viaje a la Luna

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Aunque apenas dure un cuarto de hora, “Viaje a la Luna” se estrenó en 1902 como un largometraje que exigía mucha paciencia a los espectadores. La gente que frecuentaba las ferias estaba acostumbrada a ver películas de cinco minutos como máximo, y de pronto Méliès les proponía una aventura espacial con planteamiento, nudo y desenlace. Por fin una experiencia cinéfila. Algo así como el “2001” de Stanley Kubrick para la época. Hoy en día, en un cuarto de hora, las producciones de Netflix no tienen tiempo ni para poner el logo de la compañía. Es casi el tiempo que el espectador tarda en elegir una ficción entre un millón.

Al principio los distribuidores se quejaron a Méliès, pero luego el boca a boca convirtió “Viaje a la Luna” en el primer clásico del cine. Gracias a ella Méliès hizo la fama y el dinero, aunque podría haber ganado mucho más si ese cuatrero de Edison no la hubiese pirateado para exhibirla en Estados Unidos. Años después, cuando Méliès cerró el negocio y se refugió en su kiosquito de Montparnasse, “Viaje a la luna” pervivió en la memoria de los cinéfilos porque nadie había olvidado aquella cara de queso que recibía el impacto del módulo lunar en un ojo. Es una imagen imborrable que yo mismo tenía de chavalín, sin saber quién era aquel tipo embadurnado ni de qué película se trataba. Es un icono del siglo XX. 

“Viaje a la Luna” no es ni buena ni mala. Está fuera de categoría, como los puertos del Tour. No puede analizarse en esos términos, poniéndole estrellitas. Aunque yo vaya y se las ponga... No pueden compararse las pinturas de Altamira con “Las Meninas” de Velázquez. Es otro rollo. Son obras fundacionales. Yo, al menos, siempre que veo "Viaje a la Luna" me quedo con cara de embobado. En 1902 aún no existían los aviones y ya había un tipo rodando con efectos especiales. Haciendo magia, literalmente, porque Méliès había sido antes un mago profesional. También había sido dibujante, escultor, poeta, fabricante de zapatos exclusivos... Un parto bien aprovechado. Yo, por mi parte, para equilibrar el Universo, estoy en el otro extremo de la campana de Gauss. Lo único que se me da bien es ser funcionario por las mañanas. 




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Pepe Carvalho

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A falta de las descripciones físicas que Vázquez Montalbán nunca nos ofreció en sus novelas -o que sí ofreció, pero yo preferí olvidar- Pepe Carvalho siempre será para mí Eusebio Poncela: el cuerpo chupado, la sonrisa cínica, los ojos entre bonitos y pendencieros. La intersección exacta entre el garante de la ley y el que se cisca en la legislación cuando le conviene. Gafas de sol en verano y chupa al hombro en primavera. Y en invierno igual, porque Pepe Carvalho, entrenado en los campos más secretos de la CIA, no siente ni frío ni calor: sólo el hambre de comer, y el apetito de lo sexual. Y las ganas de dar po’l culo cuando alguien se entromete en su rutina.

Siendo el álter ego de Vázquez Montalbán, uno debería imaginarse a Pepe Carvalho más bien chaparro, barrigón, con calva incipiente y gafotas de intelectual. Pero no pega con el personaje, sobre todo cuando tiene que salir por piernas o conquistar a la mujer más guapa de la aventura. Y no es por despreciar a don Manuel, que yo le tengo en un altar. Pero cuando leo sus novelas me sale la cara de don Eusebio. Ha habido varios Pepes Carvalhos en el cine y en la tele; alguno tan exótico como Patxi Andión, que lo mismo te hacía una canción protesta que se casaba con una miss Universo para luego ningunearla. Pero la serie viejuna de Adolfo Aristarain -tan viejuna que solo se puede ver en RTVE Play y además en muy baja definición, un 480p que ya sólo se ve en los vídeos más cutres del PornHub- es la que nos dejó marcada a los carvalhistas de mi generación. 

En 1986, año de estreno de "Pepe Carvalho", ya no existían los dos rombos que TVE colocaba en la pantalla para advertir que a continuación venía una ración violencia malsana o un par de tetas americanas la mar de bonitas. Ancha era Castilla, pues, y también mi León materno, así que aproveché la libertad recién otorgada por los socialistas para conocer al personaje mucho antes de leerlo. 

Tenía un recuerdo muy lejano de la serie, tan lejano como 51 menos 14, que son 37. Y hubiera preferido quedarme con ese recuerdo, la verdad. 1986 no era, desde luego, la Edad de Oro de la televisión. De "Pepe Carvalho" sólo queda la nostalgia, la curiosidad, la veneración por el personaje y por el autor de su andanzas.





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La magia de Méliès (documental)

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Este verano visité la tumba de George Méliès en París. Está algo escondida, en una segunda fila a la derecha del camino. Si no hubiera sido por Google Maps, que la señalaba desde las alturas, nunca hubiera dado con ella. Nadie más la buscaba ni preguntaba por ella. Méliès no es, desde luego, el fantasma más popular en el cementerio de Père-Lachaise, donde brillan con más fulgor otras estrellas mortuorias de la música y las artes. De qué hablarán, por ejemplo, Jim Morrison y George Méliès cuando se cruzan por los senderos a medianoche.

La tumba de Méliès, aunque casi secreta, no está dejada de la mano de Dios. Se ve que la cuidan sus descendientes o los responsables de la Cinemateca Francesa. Había una flor recién cortada como testimonio. En la lápida, bajo un busto del cineasta, pone, simplemente: “Createur du spectacle cinematographique. 1861-1938”. Como si él hubiera sido uno más de los pioneros del cine, y no el primero que creó la fantasía con una cámara. Si los Lumière y otros ingenieros pusieron el artefacto, Méliès, que ya era mago de profesión cuando acudió a la primera proyección en el Gran Café y se quedó boquiabierto, puso la imaginación y la narrativa. Esto ya lo enseñaba Carlos Pumares en su programa de radio cuando yo era adolescente. Se cabreaba mucho cuando algún oyente decía que los hermanos Lumière habían inventando el cine. “¡La cámara SÍ, pero el cine NO!”, clamaba Pumares indignado. “¡Ése fue Méliès!”. 

Ahí, en las madrugadas de Antena 3 Radio, nació mi curiosidad por el cineasta. Luego, con el correr de la cinefilia, el sentimiento fue transformándose en respeto y en admiración. No miento si digo que visitar la tumba de Méliès fue mi experiencia más intensa en París. La torre Eiffel, el Louvre, Notre Dame, la otra tumba faraónica de Napoleón... Todo es obligatorio y acojonante. Pero la cita ineludible, la que no podía posponerse de ningún modo, era la que yo tenía concertada con don George. El cine ha sido siempre mi salvavidas existencial. Sin él estaría perdido, o muerto, o enterrado en vida. A Méliès, y a otros como él, les debo el bendito invento. 





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Gene Kelly: Anatomía de un bailarín

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“Hizo feliz a la gente”. Es lo que pone en la escultura dedicada a Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool, a la entrada del museo de Anfield. Y no se me ocurre mejor piropo para ningún muerto homenajeado, sea entrenador de fútbol o bailarín de los musicales americanos. 

En internet solo he encontrado una estatua dedicada a Gene Kelly, lo que me parece un síntoma preocupante de la decadencia de Occidente. Incluso de la caída del imperio americano, que lleva 80 años colonizándonos pero que a cambio nos regala el mejor cine del mundo y el espectáculo nocturno de la NBA. La escultura de Gene Kelly -que también hizo feliz a la gente- no tiene ningún texto de alabanza, y para más inri no está en Estados Unidos, sino en Londres, que fue el lugar de su exilio artístico y personal cuando el senador McCarthy se puso muy tonto con él y con su señora, siendo Kelly un demócrata de izquierdas y Betsy Blair más roja que los tomates de New Jersey.  

Este documental titulado “Anatomía de un bailarín” no figura en ninguna guía conocida de internet, así que puede ser que yo lo haya soñado, y que sea un añadido onírico como esos números bizarros que el propio Kelly metía en sus películas. Pero yo juraría que no: que el documental venía en el disco 2 de esta edición de lujo de “Un americano en París”, que una vez me cobraron en El Corte Inglés a tan alto precio que gracias a mi compra salvaron la temporada y pudieron pagar a los trabajadores. Abrazos y todo, me dio aquella guapa señorita al frente de la caja registradora, aunque luego, ay, se olvidara de pedirme el número de teléfono.

El documental es de esos que se agradecen por su honestidad. El genio y el plasta, el creador y el tirano.. También es verdad que los invitados riñen al fantasma con una sonrisa de añoranza. Kelly era un ególatra y un perfeccionista, y gracias a eso construyó una década de musicales prodigiosos. Entre ellos “Cantando bajo la lluvia”, que es la película que me llevaré a la isla desierta cuando me deporten. Una obra maestra a pesar de que Kelly, sobrado de sí mismo y exigente al máximo en los rodajes, pusiera a todo el mundo al borde de un ataque de nervios. 




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