Black Mirror: Mazey Day

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Después de ver este episodio dedicado a la licantropía -se titula “Mazey Day” pero en realidad es “Mujer Loba en Los Ángeles”, y la canción principal es un arreglo de “La Unión” sobre su propio éxito ochentero- he decidido que no voy a ver el último “Black Mirror” de la tanda. Para el menda, esta sexta temporada se terminó en la penúltima estación. 

¿”Black  Mirror”, he dicho?  Bueno, lo que sea este subproducto, esta estafa al espectador. No es cuestión de que los episodios sean mejores o peores: es que no son lo que habíamos pedido. ¿Dónde está la distopía tecnológica? ¿Dónde, el espejo negro? Creo que ya me había explicado en otra entrada anterior... Netflix tiene mucha jeta y el tal Charlie Brooker mucho morro. Menos mal que yo esto no lo pago, que lo pirateo por ahí. y que solo echo en cuenta el tiempo perdido y la cara de tonto que se me queda. Si lo llegan a dar por el Movistar + hubiera quemado el televisor.

Leo por ahí que el episodio final es una cosa de vampiros o demonios o no sé qué...  Paso. Me lo ahorro. Así tengo más tiempo para ver la 11ª temporada de “Futurama”, que está siendo un descojono, y la 1ª de “Mad Men”, que estoy revisitando sin entender por qué no la había revisitado antes. Yo soy así de gilipollas: me zambullo en ficciones sospechosas que descargo trabajosamente en la mula, y luego, las que tengo al alcance de la mano en la estantería, y llevan el sello de calidad garantizada, las voy aplazando con la excusa de expandir mis horizontes, de no cerrarme en mis pedradas y tal y cual... Paparruchas. 

Además está en marcha el Mundial de Rugby, y la Champions League, y el bendito juego del snooker. Con las lluvias que salvan el campo llegaron, también, los deportes que entretienen el otoño de la edad. Y dentro de nada la NBA... Quiero decir que las ficciones han de volverse, por fuerza, más selectivas, porque ocupan menos horas en mi cocorota. Que le den, pues, al último episodio de “Black Mirror”. Además creo que dura la hostia... Pues amén. 



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Black Mirror: Beyond the Sea

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Cada uno vive la vida que le ha tocado vivir. Las taras y virtudes del genotipo, unidas a los vaivenes de la fortuna, hacen que al final demos fiel cumplimiento a las Escrituras. Porque todo está escrito, sí, aunque no sepamos qué nos aguarda al doblar cada esquina. De eso viven las series de misterio como “Black Mirror”, y por eso se rebelan contra el destino los rebeldes sin causa. 

A nuestro lado pasan mil, diez mil vidas envidiables, que no estaban destinadas para nosotros. La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola... De luz de y de color. Puede que haya gente que también envidie nuestra vida, pero eso ya lo dudo mucho más. Yo, al menos, no encuentro muchas razones para ser envidiado, más allá de la salud, que de momento aguanta las erosiones y las carcomas. Me levanto a mear a medianoche, eso sí, y carraspeo un poco por las mañanas. Rara es la vez que me levanto del sofá sin exclamar “umpf”... Es la cincuentena. Peccata minuta. 

Cada día me vienen diez, quince deseos, de estar en la piel de otro hombre más afortunado. Digo hombre porque yo soy hombre, nada más. Lo aclaro por si la Inquisición Morada anduviera por aquí, buscando motivos de censura. “Jo, si yo fuera él”, se me escapa del pensamiento cuando me cruzo con el rentista de los millones o con el escritor cojonudo y reconocido. Con el futbolista que tiene el mundo entero a sus pies, en forma de balón. O ni siquiera: cuando me cruzo con alguien de mi propia estirpe pero al que le van bien las cosas modestas: su casa, y su pareja, y su viaje anual a la playa de Cancún. 

Me brota un color verde desleído, como de un Hulk de andar por casa y a medio cocer. Pero se me pasa muy pronto, la rabieta, porque sé que en el siglo XXI la suplantación todavía es un imposible para la ciencia: despojarse del propio cuerpo para introducirse en la mente de otro ajeno y gobernarlo. Sería la hostia, la verdad. A ver cómo iban a legislar estos enredos existenciales los gobernantes. Porque en “Beyond the sea” nadie parece controlar tales arrebatos pasionales. 





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Black Mirror: Loch Henry

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La historia no está mal, pero no sé qué pinta en el catálogo de “Black Mirror”. Al principio pensé que se me había escapado algo -el típico detalle escondido en una esquina de la pantalla, sólo obvio para friquis y para chavales que lo pillan todo a la primera- pero todos los internautas están más o menos como yo. Habíamos pedido una de gambas y nos trajeron una de morcilla. De mondongo, quise decir, ya que en "Loch Henry" hablamos de asesinos que lo dejan todo perdido. 

Faltaban trees minutos para que finalizara “Loch Henry” cuando empecé a temer que esto no era lo prometido. No había ciencia distópica ni giro tecnológico. Era el presente mondo y lirondo. Como los protas manejan viejos reproductores de VHS, por un momento pensé que los tiros irían por ahí: que de pronto saldría un vídeo volando, o que las imágenes se proyectarían en hologramas como los de Star Wars: “Obi-Wan Kenobi you’re my only hope...”. Pero no: llegaron los créditos finales y el futuro inquietante de los cachivaches decidió que mejor lo dejábamos para otro día.

La moraleja del episodio no es por eso menos aterradora: todo vale para enganchar a la audiencia. Y cuanto peor, mejor. Venden más los crímenes reales que los crímenes imaginados. Los ejecutivos de las plataformas aplauden con las orejas cada vez que se produce un crimen que conmociona a la sociedad. Se contrata a unos guionistas, se conceden unos meses de luto y hala, ya tenemos una historia truculenta que seducirá a las audiencias y atraerá a los patrocinadores. Hay gente que vive de la desgracia ajena y los showrunners carroñeros pertenecen a ese colectivo. Como los funerarios, o como los psiquiatras, o como los profesores (ay) de Educación Especial.

Lo de la tele es terrible, sí, indecente y tal, pero ya lo sabíamos. Si lo que Charlie Brooker quería contarnos es que no hay que esperar al futuro para encontrar la distopía televisiva nos pilla ya muy resabiados. Esta vez su mensaje no proviene del futuro, sino del pasado archisabido. Quizá ése era el juego y el retruécano. No sé. 





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Black Mirror: Joan es horrible

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Son tantas ya, las series de la tele, tan numerosas como los granos de arena o como las piscinas de Georgina, que cualquier día nos encontraremos con una ficción que cuente nuestra propia vida. Pero no una vida aproximada, sino la vida exacta, calcada, como si alguien nos hubiera seguido cámara en mano por el mundo del ocio y del trabajo. Será... una experiencia mística, pero también un retortijón para cagarse en el cojín.

Nos pasará como a esta mujer llamada Joan en “Black Mirror”: que un día nos sentaremos en el sofá a las diez de la noche y nos toparemos con alguien idéntico a nosotros en un recuadro de la tele. No podremos vencer la curiosidad y nos adentraremos en el relato aterrador de nuestra vida monda y lironda, no por aterradora, sino por familiar, y por expuesta a los cuatro vientos de las ondas hertzianas. Al principio pensaremos que estamos soñando, y nos pellizcaremos un brazo, o pediremos que nos lo pellizquen, hasta que comprendamos que sólo era cuestión de tiempo que un espectador inocente se viera retratado paso a paso y pelo a pelo, maldad a maldad y vergüenza a vergüenza. 

En mi caso no sería una serie de Netflix, sino de Movistar +, que es la única hipoteca que pago, y se titularía, claro, “Álvaro es horrible”, cosa que aplaudirían mis muy escasas pero regocijadas examantes. Ellas serían las primeras en recomendar mis mierdas a todas sus amistades y parentelas. También se lo pasarían pipa mis compañeras del trabajo, y mis vecinos de La Pedanía, y los cadáveres sociales que he ido dejando por ahí en cincuenta años de berrea y machirula competición.

Todos hemos elucubrado con un momento así de la televisión, pero sólo en "Black Mirror" se ha hecho píxel y narrativa. Luego (spoiler) se explica que la coincidencia no se debe al número astronómico de series, sino a la invención de un ordenador cuántico capaz de vigilarnos segundo a segundo gracias al teléfono móvil y convertir nuestras peripecias en una serie instantánea gracias al CGI. Es otra aterradora posibilidad, sí. No sé cuál llegará antes. Con suerte, van a ser dos o tres décadas de asombros cotidianos hasta el día en que me muera. 



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Matria

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“La Ramona es pechugona/tié dos cántaros por pechos”, cantaba Fernando Esteso en una España ya superada por los acontecimientos. Esa fue la primera Ramona que yo conocí como el femenino de Ramón. 

La segunda Ramona de mi vida -nunca he conocido una en la vida real- fue Ramona Flowers en “Scott Pilgrim contra el mundo”, muy distinta en su fenotipo a la musa de Fernando Esteso. Mary Elizabeth Winstead es espigada, esbelta, el contrapunto anglosajón a los sueños eróticos de los paletos. A mí, desde luego, me gusta mucho más.

A la tercera Ramona la conocí ayer mismo; se trata de Ramona la gallega, el personaje atribulado de “Matria”, que es como una irlandesa pequeñita nacida en la ría de Arousa. Ramona III es una mujer con una mala hostia considerable (con “carácter”, se dice ahora) a la que todo le va mal en parte por su culpa y en parte porque vive en un sistema capitalista que maltrata a las mujeres sin formación. Ramona aspira a ser una mujer empoderada y moderna, pero no puede. Carece de recursos económicos y además le van mucho los machirulos. Es incomprensible su relación con ese gañán borrachuzo y previolador, barrigón y desagradable. O Ramona depende de él en lo económico y traga sus despotismos para sobrevivir (no se explica en la película), o valora más el desfogue corporal e inmediato y al vicio del fornicio condiciona todo lo demás (tampoco se explica). 

En cualquiera de los dos casos, lo suyo es una esclavitud difícil de superar. En la lucha de clases y en la guerra de los sexos, Ramona va perdiendo todas las batallas.

A Ramona le gustaría ser una pija de Podemos como las que salen por la tele. Una mujer sobradamente preparada, titulada, independiente, medio guapa, que sólo se empareja con  hombres de educación exquisita y machismo extirpado, intachables además en su formación académica, complacientes y perfumados. Pero Ramona vive donde vive, en un ecosistema desértico, aunque gallego, donde esos hombres cañón ya están todos pillados o viven en Pontevedra capital. Lo lleva jodido, la pobre. Eso y lo del trabajo, con 42 tacos y sin titulaciones. No me extraña que se pase los 90 minutos de película cagándose en todo lo cagable. 





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Mad Men. Temporada 1

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Yo de mayor quiero ser como Don Draper. Ya tengo un tercio de camino recorrido: tengo las espaldas tan anchas como él y una estatura inusual que impresiona a las mujeres predispuestas. Como Draper, estoy por encima del estándar celtibérico, pero también por debajo del desgarbado nórdico que ya resulta excesivo en su gigantismo. Por ahí sumo unos cuantos puntos. Podría ponerme sus mismos trajes cortados a medida y pareceríamos casi hermanos; o, al menos, compañeros de trabajo en Sterling & Cooper. Pero yo, ay, soy un hombre muy dejado, poco dado a vestirme bien. Tengo la percha, pero carezco del perchero. Y además no quiero tenerlo. No me sale. Prefiero tapar mis vergüenzas con cualquier prenda del Carrefour e invertir lo sobrante en los vicios habituales: más libros inútiles, y más películas en Blu-ray, y más pedidos de pato a la naranja al restaurante chino de la esquina. Me gustaría ser como Don Draper pero no invierto los dineros necesarios.

Bien afeitado y bien perfumado, con el corte de pelo impoluto, trajeado de Armani o al menos de Emidio Tucci, aún tendría que pasar por el taller para que mi sonrisa fuera como la de Draper, de desarmar a las mujeres y de convencer a los clientes de que mi idea publicitaria es cojonuda. El mentón, bueno, podría trabajármelo, con ejercicios de tensión y tal, pero el hoyuelo se lo dejo a Don Draper porque eso ya depende de la genética y tampoco quiero pasar por un cirujano maxilofacial. 

Y aun con todo eso, invirtiendo mis fondos bancarios en ropajes y en remozados, me faltarían los andares, que se pueden imitar pero nunca quedarían genuinos. El andar va intrínsecamente unido a la personalidad, proviene de las fuentes muy profundas del ser, y si uno no es chulo y sin remedio, consciente del impacto sexual que causa entre las mujeres, no hay manera de pasear por las alfombras para que nadie vuelva a hacer una conquista sobre ellas: la pisada firme pero pausada, la espalda recta, el gesto altivo, la mirada de acero con los hombres y de mermelada un poco ácida con las mujeres. Eso es puro ADN. Se tiene o no se tiene. Inimeteibol. 




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My fair lady

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En mi casa, cuando yo era pequeño, el día que ponían “My fair lady” en la tele se declaraba fiesta de guardar. Aunque hubiera que verla en blanco y negro y en aquella caja culona de la Philips. Yo crecí con el “mueve el culo, cochino mulo”, y con “la lluvia en Sevilla es una pura maravilla”, aunque la versión original dijera otra cosa sobre la lluvia en España.

Cuando leíamos en la revista TP que iban a pasarla tal día y a tal hora, mi madre planificaba sus quehaceres para poder despatarrarse dos horas y media en el sofá, un poco al estilo barriobajero de Elizabeth Doolitle. Para no perderse ni los títulos de crédito iniciales, ella dejaba los recados hechos, los suelos fregados, los niños cenados y la plancha recogida. Nosotros nos sentábamos a su lado como si estuviéramos en misa, atentos al embrujo de los mil colores grises, y mi padre, cuando llegaba de trabajar, ya casi cuando se resolvía el romance entre el profesor Higgins y Audrey Hepburn, ni siquiera decía buenas noches y se sentaba a esperar el “The End” antes de ir cenar.

Como por entonces no teníamos teléfono nada podía enturbiar la paz de nuestro cine club. Todo lo demás que daban por la tele lo veía cada uno por su lado, pero cuando había una película de esas que “no había que perderse”, el salón se tornaba altar, y la vieja Philips, la diosa luminosa de nuestro credo.

La añoranza me puede, pero también sé que “My fair lady” ha envejecido mal. Le sobran minutos, personajes, números musicales... Hubiera necesitado la amputación de casi una hora. ¿Cursi, tontorrona, misógina, inverosímil...? Puede que sí. Era la época y además se trata de un musical. Peccata minuta. Ponerse las gafas del #MeToo para ver “My fair lady” es como predicar los Derechos Humanos en mitad de la batalla de Maratón. Una cosa ridícula. 

Pero eso sí: hay tres momentos musicales inolvidables. Yo, por lo menos, llevo días tarareándolos por La Pedanía, como el Loco de las Pelis que ya soy. Está la Loca de los Gatos y yo... 

Audrey Hepburn nunca estuvo más guapa que cuando se enfundó el camisón mientras cantaba “I could have dance all night”. Esa mujer -apostaría mil dólares con Juan Luis Arsuaga- no era de nuestra especie.





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Stromboli

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Pues yo, al contrario que Ingrid Bergman en la película, habría sido la mar de feliz viviendo en la isla de Stromboli. Un destino laboral, por ejemplo, como maestro de sus cuatro niños asalvajados; o como en la película, arrastrado por el impulso romántico del momento. O porque sí, por puro placer, porque yo ya sería un escritor afamado y millonario que decidió exiliarse donde Google Maps señalaba “El Culo del Mundo”. 

Al final, la felicidad habitacional solo depende de tus vecinos. Un tablao flamenco por encima de tu cabeza, en el piso más exclusivo de Nueva York, puede convertir tu vida en un infierno; en cambio, una casa en Strómboli, con vistas al océano y al volcán, sin nadie que moleste en varios metros a la redonda, puede ser una porción recuperada del Paraíso.

Luego es verdad que miras las dimensiones de la isla de Stromboli y ya se te quitan un poco las ganas de alabar: apenas tres kilómetros en una diagonal y otros cuatro en la otra. Casi no da ni para hacer el paseo matinal con el perrete, y además la mitad es pura ladera escarpada y llena de fumarolas. La isla no está mal, pero cada cierto tiempo habría que coger el ferry para pisar tierra firme y que las piernas no se volvieran raquíticas y varicosas.

Stromboli, en 1950, cuando Roberto Rossellini la descubrió para el mundo entero, era el lugar exacto donde Cristo perdió el mechero en sus predicaciones. Uno supone que el escándalo de su relación con Ingrid Bergman -me refiero a Rossellini, claro- les obligó a encontrar una excusa argumental para acostarse lejos de las miradas. En Stromboli no había luz ni agua corriente, y la gente todavía tiraba de lámparas de aceite y de subirse a los riscos para cagar. No había bugas gritando el reguetón, ni motos de motocross, ni televisores encendidos para dar por culo en verano con las ventanas abiertas. A la caída del sol la humanidad entraba en letargo y sólo se oía el rugido de las olas y el siseo de la lava. 

Habría que ver cómo es Stromboli ahora, entre las moderneces inevitables y los turistas infatigables. Basta con que un grupo de españoles se apeen del ferry para joder el encanto de cualquier paraíso sobre la Tierra. 





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