Al filo del mañana

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Quién tuviera, ay, el poder de volver atrás en el tiempo, una y otra vez, hasta deshacer el error que nos condenó. Dormirse tras la jornada aciaga y despertar de nuevo en el mismo día, sin avanzar ni un minuto en el calendario. Como hace Tom Cruise en la película cada vez que muere en la batalla. 

Quién pudiera replantearse la decisión, la conversación, el itinerario. La llamada indebida. El exabrupto idiota. Decidir, quizá, no levantarse. Pero ya de levantarse, tomar aire veinte segundos antes de tropezar con la misma piedra. No volver a decir lo que se dijo, ni hacer lo que se hizo. Rectificar diciendo la verdad o contando una mentira. O no decir nada. O no hacer nada. Seguir siendo uno mismo o traicionarse: da igual. Lo que sea necesario para llegar a un arreglo. Cualquier cosa para llegar al final del día con la conciencia apaciguada, y el destino reencaminado. Recuperar una batalla que ya dábamos por perdida en mitad de la guerra.

Pero para eso, ay, habría que ser un superhéroe de la Marvel, o un semidiós con el talón de Aquiles vulnerable. O como en la película: bañarse en la sangre de un extraterrestre asesino capaz de hacer semejantes proezas. O sea, que nada, a seguir tirando, como humildes mortales, esclavizados por nuestro carácter y por nuestro infortunio. Dar por perdido lo que se perdió y seguir remando. Qué poco heroico, la verdad, y qué poco peliculero. Insuficiente para una producción de Tom Cruise salvando al mundo de nuevo. 

Al mundo civilizado, claro, porque España, en los mapas del alto mando -que me he fijado en una de las escenas- aparece ninguneada: ni invadida por los extraterrestres ni recuperada por los humanos. Nada: un baldío, un terreno sin valor estratégico. Un desierto político y demográfico. O un desierto, directamente. Dentro de nada aquí ya solo quedarán las lagartijas y las víboras. Hará tanto calor que ni siquiera los extraterrestres posarán sus naves para extraer minerales del subsuelo. Por eso la batalla final se desarrolla en el Louvre y no en el Museo del Prado. ¿Prado? ¿Qué prado? Dentro de poco ya no habrá ni hierba. 





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El guerrero nº 13

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En la tradición católica, cualquier empresa que reúna a 13 personas alrededor de una mesa nace con el estigma de la mala suerte. La culpa es de Judas Iscariote, que chafó la Última Cena de Jesús con su evangélica traición; o que le otorgó pleno sentido, según se mire, porque sin su intervención no hubiera realmente sido la última cena. 

Para los vikingos, sin embargo, que vivieron muchos siglos sin ser bautizados, el número 13 era el que recomendaban los augures más prestigiosos para acometer cualquier empresa de las suyas: saquear costas, o descubrir Norteamérica, o enfrentarse a unos subhumanos drogadictos con la ayuda de Ahmad ibn Fadlan ibn al-‘Abbasibn Rashid ibn Hammad, también conocido por Antonio Banderas el Malacitano.

Y es que ellos, los vikingos, son tan distintos a nosotros, las gentes del Mediterráneo... Ni en el número 13 nos ponemos de acuerdo. Sontan superiores en lo fenotípico y tan avanzados en lo social... Da gusto verlos, o visitarlos. Ellos nos ponen verdes de envidia y ellas nos sonrojan con su presencia. Nos ponen verdes y rojos como a tomates. Y sin embargo, hasta comienzos del siglo XX, las sociedades nórdicas eran las más pobres de Europa: rústicas, beodas, congeladas. Lo aprendimos viendo “Pelle el conquistador”. Luego descendió sobre ellos el monolito de Kubrick y alumbraron el Estado del Bienestar y el regalo de la socialdemocracia. Y así siguen, yendo treinta años por delante de nosotros en casi todo. Dice el gilipollas de turno: “Sí, pero hay muchos suicidios en Estocolmo...”. Bueno: aquí directamente nos matan por falta de asistencia. 

Yo estaba convencido, no sé por qué, de que en “El guerrero nº13” salía Sean Connery como jefe del comando vikingo. Una idea absurda, como luego se demostró. Una “inception” de origen desconocido. Nuestro Antonio no es secundario de nadie en esta aventura que podría haberse titulado sin rubor “Los trece samuráis”. Hay mucho del clásico de Kurosawa en esta historia del pueblo aterrado y los guerreros venidos para protegerlo. “El guerrero nº13” es una película más corta, más bestia, más mala también. Dicen los que saben que lleva cortes de metraje como tajos de cimitarra, o como mandobles de espadón.





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La mujer del año

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Katharine Hepburn fue capitana general en la segunda oleada del feminismo. Ella era hija de una sufragista que combatió en la I Guerra Mundial de las Mujeres, así que lo llevaba en los genes y luego se lo inculcaron en el hogar. Parece una bobada, pero en los años 40, Katharine Hepburn puso de moda los pantalones entre el sexo femenino, tal era su fama y su ascendiente. Se apuntaba a marchas, a discursos, a todo tipo de protestas que sirvieran para alcanzar derechos y justicias. Dicen que era bisexual y que la prensa no soltó prenda porque estaba muy bien pagada por los estudios de Hollywood. 

Katharine era guapa, inteligente, angulosa, con un carácter volcánico que casi le cuesta la carrera. Una pelirroja fueguina... De joven se pasó dos años sin salir de la cama de Howard Hugues, el aviador millonario con el que aprendió a volar sobre las sábanas y a pilotar aviones sobre las llanuras. Cuando Hugues se volvió majareta, nadie hubiese apostado un dólar a que Katharine Hepburn le abandonaría por un católico machista y borrachín, casado para siempre con su señora. El colmo de los colmos para una feminista... Pero así fue. Spencer Tracy era un hombre temeroso de Dios que prefería traicionar su matrimonio antes que disolverlo. Y como no soy muy ducho en cuestiones teológicas, no sé cuál de los dos pecados es el más tremebundo a ojos de Yahvé. Quiero creer que don Spencer sabía lo que se hacía,y que doña Katharine, que ya interpretó para siempre ese papel de amante subalterna, contradiciendo sus mensajes públicos de empoderamiento, también.

Igual que Humphrey Bogart y Lauren Bacall se enamoraron en vivo y en directo mientras rodaban “Tener y no tener”, Spencer Tracy y Katharine Hepburn se enamoraron ante las cámaras mientras compartian sus escenas de “La mujer del año”, que fue la primera de las nueve películas que rodaron juntos. En las escenas se nota que se sonríen de un modo especial y que los ojos -infantiles los de él, felinos los de ella- se dicen más cosas de las que vienen en el guion. Guarrindongadas, incluso.




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Citas Barcelona

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Salvo en la historia de los sexagenarios y la otra de los aspergers -porque todo el mundo quiere follar y está en su perfecto derecho- en “Citas Barcelona” todos los protagonistas son guays, enrollados, de muy follables para arriba. Aquí el que no es guapo es la mar de simpático o de sensible, y la que no está buena está superbuena y también es la reina de la sonrisa. Nos movemos en la clase alta de las citas por Tinder. Porque sí, queridos amigos, y queridas amigas: en esto, como en todo, también hay clases sociales. Están los que follan cada fin de semana y los que nunca se jalan una rosca. Es el liberalismo económico llevado al terreno de lo sexual, como decía Michel Houellebecq. 

Sea como sea, en Barcelona está claro que Tinder funciona. No es como en la España Vacía, o Vaciada, donde vivimos los envidiosos de las dinámicas urbanitas. En Barcelona hay una masa crítica de casi dos millones de habitantes, así que no es complicado encontrar un alma gemela dispuesta a follar por una noche o por una vida. La competencia también es mucha, eso es verdad, proporcional a las oportunidades, pero allí la gente no tiene miedo de conectar y eso crea un flujo muy positivo en el que incluso los gammas y los épsilons encuentran su nicho en el amor. Esa serie no la van a rodar nunca, pero estaría cojonudo que la rodaran: “Citas Barcelona: 3ª División”. Saldrían actores más feos, y actrices más gordas, pero nos identificaríamos mucho más.

“Citas Barcelona” es la tercera temporada de “Cites”, pero la han llamado así porque transcurre en Barcelona y es como un reboot tras siete años de parón. Yo, por desconocimiento, he empezado la serie por aquí mientras veía, en el canal local, “Citas Ponferrada”, que es la versión comarcal del asunto. De momento sólo hay dos episodios, y los dos los protagoniza la única mujer que ha puesto su foto verdadera en el perfil, y no un tiesto, o una gaviota, o un bonito atardecer. Es la única mujer con la que se atreven a quedar los ponferradinos por miedo a encontrarse con un callo malayo. ("¿Citas Malasia...?"). Ya están rodando el tercer episodio y creo que la actriz repite en el papel. 




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Gattaca

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El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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El señor de la guerra

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Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela. 

Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.

Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario. 

La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.




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Historias de Filadelfia

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Por lo que he ido leyendo estas semanas, Katharine Hepburn prescindió de su oficio de actriz y se interpretó a sí misma en “Historias de Filadelfia”. Tracy Lord, su personaje, también es una pelirroja de la clase alta norteamericana, lista y huesuda, irresistible y caprichosa. La lengua afilada de día y la lengua menesterosa de noche. El volcán que por el día te abrasa y por la noche te calienta. Una pelirroja, vamos. 

Katharine Hepburn y Rita Hayworth fueron las pelirrojas fetén de los años 40, aunque en el blanco y negro de la época todas las mujeres que no fuesen rubias pasaran por morenas o por cenicientas. Menos mal que el personaje de Cary Grant -el ya inmortal C. K. Dexter Haven cuyo nombre yo adoptaré cuando sea millonario, porque mola mazo- se dirige a ella llamándola “pelirroja” para que no olvidemos la comunión indisoluble de su fenotipo con su carácter. En realidad la llama “red” en la versión original -“red, I love you”, o “red, I hate you”, como suele suceder cuando uno se enreda con una pelirroja- pero entiendo que en el doblaje franquista optaran por la traducción menos comunista de las posibles. 

Es por eso, porque Katharine es ella misma, de nuevo instalada en la mansión de papa y mamá en Nueva Inglaterra, que la Hepburn queda tan natural en la película que parece como si flotara en las escenas, en este clásico de los clásicos que en verdad es una obra de teatro. Y lo digo sin acritud, como decía el traidor al socialismo, porque “Historias de Filadelfia” sigue aguantando con buena cara el desafío de los años. Sus líneas argumentales son la lucha de clases y los amores equivocados, y esos son los temas universales que a todos nos siguen zarandeando ochenta años después.

Esto por lo que respecta a Tracy Lord. Porque luego está Traci Lords, la actriz porno, que tomó su nombre en homenaje al personaje, y que protagonizó aquel escándalo mayúsculo de su explotada juventud. Es posible que alguna vez, en el videoclub del barrio, porque éramos así de raros y de eclécticos, mis amigos y yo alquiláramos la historia de Tracy en Filadelfia junto a alguna travesura de Traci en vete tú a saber dónde.




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Ratatouille

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El pasado verano, en París, en uno de los kioscos de antigüedades que flanquean las orillas del Sena, le compré a mi hijo un póster de Remy, la rata cocinera de “Ratatouille”, que le deseaba bon appétit a los transeúntes con su sonrisa bigotuda. 

Como je ne parle pas français y además me da mucha vergüenza airear mi inglés macarrónico -no soy, para nada, un hombre de mundo-, me ahorré la otra vergüenza de explicarle a la vendedora que el póster -que me costó 6 euros franceses con vistas a Notre Dame- no era para un niño pequeño amorrado al Disney +, sino para un chavalote de 24 años que sigue soñando con ser cocinero cuando complete la formación, y entre en el negocio, y le sonría la fortuna en forma del reconocimiento de sus comensales.

En el viejo hogar de los Rodríguez, “Ratatouille” llegó  a ser una película sacramental. El retoño y yo la vimos en el cine cuando él tenía ocho o nueve años, y todavía recuerdo su cara de pasmo al caminar por las calles, de vuelta a casa. Ni hablaba, de lo emocionado que se sentía. Luego la vimos tres o cuatro veces en el sofá de casa, reproduciéndola en un DVD comprado en las rebajas; y cuando yo me bajé de la burra, el retoño debió de verla él solo no sé, diez, veinte veces más, hasta saberse los diálogos de memoria. Algo en las andanzas de Remy le tocó la fibra, pulsó la neurona correcta, y puede que fuera justo en aquella tarde mágica del cine cuando tomó la decisión -aún inconsciente- de dedicarse a la cocina. 

A mí me pasó lo mismo de crío, cuando después de ver “Tootsie” hice juramento de que algún día habría de casarme con una enfermera rubia, lo que una vez casi medio me sucedió...

Quería ver “Ratatouille” porque ando en este ciclo tonto dedicado a las películas que transcurren en París. Pero también porque el otro día vino el chavalote a cenar y nos pusimos -dado el juego lamentable del Real Madrid- a elaborar nuestro top 3 particular de las películas de Píxar. Y ésta era la única en la que coincidíamos los dos, todavía unidos por la nostalgia a aquella tarde en la que fuimos a ver una película y nos encontramos con una vocación. Y con un disfrute de la hostia.





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