Larry David. Temporada 4

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Larry David me cae de puta madre aunque sea millonario. El día que los soviets de California tomen el Palacio de Invierno y los palacetes de verano, yo intercederé por él ante mis camaradas. Porque Larry se ha currado su vidorra de verdad. Se la merece. Él no es un empresario al uso, un cerdo capitalista con sombrero de copa y habano Montecristo. No es un hijo de puta que ha amasado su fortuna explotando a los trabajadores. No se merece picar piedra en el desierto de Mojave. 

Larry es un tipo legal, ingenioso, mi superhéroe del humor. El espejo cachondo en el que me veo reflejado. A Larry se le ocurrió una idea genial, la compartió con Jerry Seinfeld y juntos crearon la mejor telecomedia de todos los tiempos. Ése es todo su pecado. Todos los dólares que le lluevan encima son pocos. Cuando a los demás ricachones los expoliemos, a él le dejaremos tranquilo en su chalet viendo los deportes por la tele.

Porque, además, si yo fuera millonario, sería como él. “If I were a rich man...” En cierto modo él es un quintacolumnista del proletariado. Un millonario sin alma de ricachón. Él va que chuta con una camiseta y un pantalón prêt-à-porter. Sólo se viste de etiqueta cuando su esposa se lo pide o cuando tiene que venderle un nuevo proyecto a la HBO o a la NBC. Yo eso lo entiendo. La vida te demanda cosas, te exige sacrificios para follar o para agradar a tus superiores. Yo también tengo ropa medio sofisticada en el armario para las grandes ocasiones... Es verdad que mis amantes me obligaron a comprarla, pero la tengo.

Larry prefiere un hot dog en el estadido de béisbol a un plato sofisticado en el restaurante más pijotero. Ya digo que es un poco como yo, que también prefiero un buen kebab a una “experiencia” en el "Diverxo" de los cojones. Y si yo estuviera forrado como él también jugaría al golf los domingos por la mañana. No se lo echo en cara. Me flipa ese deporte. Es la mezcla ideal entre el paseo campestre y el ejercicio de precisión, y de templanza. Me pasaría horas en los campos, aprendiendo, disfrutando, jugando a ser el clasista asqueroso que no soy. Espiando desde dentro a esa gentuza.




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¿Qué me pasa, doctor?

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Mientras los coches se perseguían sin tregua por las calles de San Francisco me puse a recordar las películas ambientadas en la ciudad y me salían unas cuantas: “Vértigo”, “Bullitt”, “Mi nombre es Harvey Milk”, “El origen del planeta de los simios”... Y “Las calles de San Francisco”, claro, que no era una película, pero sí una serie de mi infancia.

Si sumara todas las horas de mi vida que he pasado en San Francisco -sin contar los partidos de los Golden State Warriors jugando como locales- casi me sale un día entero haciendo turismo por sus cuestas empinadas y sus calles que de pronto desembocan en el mar.

En la puta locura de esta película también me acordé mucho de Carlos Pumares, pobrecito, cuando un día abroncó a un oyente por decir que Barbra Streisand, además de cantar como los ángeles, le parecía muy guapa. 

- Cantar, canta como Dios -le dijo Pumares-. ¿Pero guapa? ¡Pero si es bizca! ¡Y tiene una nariz kilométrica! ¿Guapa, la Streisand...? Hombre, por Dios... ¿Usted se ha fijado bien? Pero eso sí: despertarse a su lado mientras te canta al oído yo lo firmo. Eso sí. ¿Pero guapa...?

Y me acordé de esto porque en “¿Qué me pasa, doctor?” Barbra Streisand está realmente guapa: bizca, sí, y narizona, porque eso viene de natura, pero guapa. Un fifty/fifty entre Pumares y su oyente. También es verdad que Barbra tenía entonces treinta años y eso ayuda mucho a la guapura. Pero está luminosa, simpática, brillante... No le hace falta cantar para que tiemble el pajarillo en nuestros corazones.

De todos modos, yo había venido aquí para hacerle un homenaje a Ryan O’Neal -que salió este año contra su voluntad en el In Memoriam de los Oscar- y me encontré, casi sin quererlo, con una comedia que aguanta cojonudamente el paso del tiempo. Otros clásicos se te caen de los párpados o te resbalan por las meninges, pero éste no. La fórmula chico busca chica -en este caso es al revés- seguirá funcionando hasta el fin de los tiempos evolutivos. 


Diálogo para el recuerdo: 

Barbra: Amor significa no tener que decir nunca lo siento.

Ryan (precisamente Ryan): Eso es lo más tonto que he oído nunca.





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Agente contrainteligente

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Caca, culo, pedo, pis... y semen. Así es el humor de Sacha Baron Cohen. Leche, cacao, avellanas y azúcar: nocilla. Una escatología muy completa y nutritiva. Y si luego mezclas los ingredientes con una sátira política que también es para mearse de la risa, o para cagarse por la pata abajo -incluso para correrse del gusto con un golpe de barriga- ya tienes una película tan divertida como “Agente contrainteligente”: la versión loca de Borat haciéndose pasar por 007.

Sacha Baron Cohen podría enviarnos el mismo mensaje social haciendo películas al estilo de su compatriota Ken Loach, cojonudas pero tristes, circunspectas y trágicas. Pero él prefiere camuflar la medicina en un excipiente más jovial y guarrindongo. Y en vez de por la boca, metérnosla por el culo, a manera de supositorio. Quiero decir que Sacha es un cerdo cavernícola solo en apariencia, porque por debajo hay un tipo muy serio que conoce los males del mundo y propone maneras inservibles pero muy divertidas de acabar con los hijos de puta.

Yo, al menos, que crecí en la barriada, en los bajos fondos de León, me mondo con sus muy marranas ocurrencias. Sucede, además, que el bueno de Sacha tiene una manera muy retorcida de estirar los chistes que él sabe más ofensivos para las beatas y las maestras de escuela. Y eso es oro puro... No solo les mete el dedo en el ojo y el pene en las meninges, sino que además los retuerce con una saña malévola. Es mi puto ídolo. Un genio. Un provocador maravilloso. 

Las maestras de mi colegio -las maestras del ancho mundo en general- se desmayarían viendo los gags más pervertidos de “Agente contrainteligente”. Vomitarían la cena, o quedarían traumatizadas, o lanzarían una campaña de quejas en internet. Me imagino sus reacciones en el sofá y mi carcajada se multiplica por dos o por cien. Gracias, de verdad, amigo Sacha.





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Esta casa es una ruina

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El mensaje de la película es que todo se puede arreglar “si tiene buenos cimientos”. Lo mismo las casas que los amores, por muy derruidos que nos parezcan. La teoría parece correcta, pero habría que definir con precisión qué es eso de “los buenos cimientos”. Porque yo he visto chozas de cuatro palos -habitacionales y románticas- que resistieron el paso de los vendavales y mansiones excavadas en la roca que se desplomaron con el primer soplido del lobo feroz. O sea: que zarandajas. Mensajes happy flowers en la américa reaganiana del optimismo.

En el fondo, por debajo de cualquier otro argumento, la ultrametáfora de que USA es una nación sólida que solo necesita reformas puntuales.

La película no está mal. Te ríes con cuatro chorradas y ya está. Te ríes, sobre todo, cuando Tom Hanks se ríe de ese modo tan particular. Pero de estas nimiedades a lo del “clásico del humor americano” media un abismo de tres pares cojones. La culpa es de ellos, de los nostálgicos de los años ochenta, que no dejan de dar la brasa. ¿No se puede ser nostálgico y crítico a la vez? Pero ellos nada: si la película pertenece a su infancia o a su adolescencia, obra maestra; y si es anterior o posterior, entonces ya sacan los cuchillos de la lógica. Son insoportables en realidad.

Por lo demás, “Esta casa es una ruina” nos recuerda que gran parte de nuestra felicidad personal no está en el amor ni en la filosofía, sino en la comodidad que prestan nuestros hogares. Qué sería de nosotros si de pronto saliera barro por los grifos o ya no hubiera agua caliente para asearnos. Cómo nos las íbamos a apañar sin la luz eléctrica que da vida a las bombillas, a la tele, a la máquina de afeitar. Al microondas de desayunar y al router de comunicarse. Se nos iba a ir cualquier felicidad por el sumidero si las paredes se desconcharan, los techos se desplomaran y las goteras nos inundaran. La mala hostia iba a ser guapa; y la discusión con la parienta, permanente. Estrés and no sex. 

Por mucho que digan, vivir en un poblado chabolista de Nigeria ayuda poco al bienestar emocional. 




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¿Qué pasa con Bob?

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Mayra Gómez Kemp: ¡Qué suerte ha tenido nuestra pareja de cinéfilos! Por veinticinco pesetas: títulos de películas de Bill Murray que permanezcan en el recuerdo. Como por ejemplo, “Los cazafantasmas”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: Los cazafantasmas.

Maroma: El pelotón chiflado.

Maromo (tras mirar a su pareja alarmado y luego aliviado): Atrapado en el tiempo.

Maroma: Lost in translation.

Maromo: Broken flowers.

Maroma: Life aquatic.

Maromo: El día de la marmota...


(sonido horrísono de campanas y bocinas)


La más alta de las hermanas Hurtado:

No entiendo ni torta:

“Atrapado en el tiempo”

es igual que la marmota.


(Risas entre el público, jaleadas por el regidor)


Mayra (de pronto poseída por el espíritu maligno de los ripios):

No lo entiende ni Dios:

que siendo tan buena 

de risas a go-gó

con un loco inteligente

y un psiquiatra so cabrón,

ya no quede apenas nadie

ni siquiera culturón

que recuerde las andanzas

del zopenco de don Bob


(más risas forzadas entre el público)


Mayra (ya recompuesta de su trance): ¡Ay, qué pena! Mira que había películas de Bill Murray para recordar y habéis dicho dos veces la misma... (Y de pronto, poseída esta vez por un demonio iracundo): ¿Se puede saber qué hostias os pasa a todos con “¿Qué pasa con Bob?”? ¿No les parece suficientemente buena a los señoritos? No lo entiendo...


(Pausa repentina para la publicidad)


Mayra (ya de regreso, como si tal cosa): Dinos, Maika: ¿cómo ha ido el recuento de respuestas?

Maika, la azafata buenorra: Pues han sido 6 respuestas acertadas, a 25 pesetas cada una... (teclea en su calculadora Casio) ¡150 pesetas!

Mayra: ¡Un aplauso para nuestros concursantes de Teruel, tonto ella y tonto él!




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Los ensayos

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En aquel manojo de sueños que cantaba Serrat en “Seria fantàstic” faltaba uno cojonudo: poder ensayar los momentos decisivos antes de acometerlos. Gozar de la oportunidad de interactuar con actores, y en escenarios calcados a la realidad, antes de pronunciar un “te quiero”, de confesar un pecado, de enfrentarse a un tribunal, de solicitar un puesto de trabajo... De elegir entre la playa y la montaña. Antes, también, de embarcarse en la loca aventura de la paternidad o la maternidad.

La empresa ficticia de Nathan Fielder recoge ese sueño que Serrat no cantó y proporciona tales servicios en “Los ensayos”. Y a coste cero, además, porque Nathan no es un coach sacacuartos a la moderna usanza, sino un millonario filántropo que busca respuestas filosóficas. Tú contactas con él para ensayar un paso decisivo y Nathan, con sus recursos ilimitados, te monta una realidad paralela en la que puedes practicar hasta dar con las palabras exactas y los sentimientos adecuados. Todo está calculado al milímetro, previsto en unos diagramas complejísimos de toma de decisiones. La sinopsis de la serie ya es una puta locura, pero ningún espectador está advertido de la putísima locura que le espera en realidad... Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, vino Nathan Fielder a introducir un “casi” en nuestro empacho de espectadores.

El demiurgo también necesita ensayar su puesta en escena. Medir riesgos y daños colaterales. Nathan ensaya nuestros ensayos con otro grupo de actores, en otra pre-realidad que antecede y determina nuestro destino. Y ya puestos: ¿por qué no ensayar también el preensayo...? La locura es absoluta. La serie es genial. No encaja en ningún género conocido. ¿Una comedia existencial sobre el control de nuestras acciones? ¿Estamos condenados a repetirnos o podemos instruir al homúnculo de nuestra cocorota? Da igual: nunca sabremos si Nathan Fielder nos toma por tontos o nos considera tan inteligentes que nos ha hecho dignos de sus locuras. Creo que “Los ensayos” fue rodada justo antes de que le metieran en un frenopático. A ver si nos lo sueltan pronto. Hay un "to be continued" en lontananza.




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Un día en Nueva York con Woody Allen

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“Rebajas de enero” –aquella canción de Joaquín Sabina que hablaba de los amores resignados y confortables-, terminaba con estos versos: “Emociones fuertes / buscadlas en otra canción”. Y así termina, también, esta entrevista de David Trueba a Woody Allen. Porque al final de los títulos de crédito, justo después de declarar que ningún animal fue lastimado durante la grabación, ponen que si queréis morbo sexual y judicial leeros la autobiografía que el propio Allen publicó en Alianza. Y si queréis morbo duro, testimonios hardcore, pasaros por los foros de las podemitas cuando piden para el señor Konigsberg los mismos castigos que padeció Nuestro Señor Jesucristo en estas fechas tan señaladas.

David Trueba ha venido a Manhattan para hablar de cine y nada más. Y de cine en plan directores de cine, germanía de rodajes, nada de preguntas de aficionado: cómo desarrollas los guiones, cómo te llevas con el montador, qué consejos recibes del director de fotografía... ¿Algún actor te ha tocado mucho los cojones? Cosas así. Son cuestiones interesantes, pero no es quizá lo que esperábamos. Y que conste que yo no venía por el morbo -porque tengo bastante claro el “asuntillo” - pero sí, al menos, escuchar algún chiste coñón o alguna perla de sabiduría.

Sólo cuando David y Woody rememoran las viejas películas y sale a la palestra el nombre de Mia Farrow uno se tensa un poco en el sofá. Pero nada: Allen la menciona como quien recuerda a una vieja vecina del quinto derecha. "Una gran actriz y tal..." Su autodominio es absoluto. Su pasotismo también. Yo echaría espumarajos por la boca.

Al final de la entrevista yo me pregunto si Woody Allen sabe que quien le está entrevistando es un director de prestigio en España y no el interviewer random de una revista especializada. David Trueba... su aspecto físico es muy curioso: al principio, ya que estamos en Nueva York, dirías que se da un aire a Andy Warhol, con esas gafas y ese pelazo de canoso interesante, pero luego, a medida que avanza la entrevista, puedes observar que de tanto admirar el cine de Woody Allen comienza a sufrir una metamorfosis al más puro estilo de Leonard Zelig.




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A Roma con amor

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La ciudad de Roma no sale mucho en la película. Si esto es “A Roma con amor”, a saber cómo habría sido “A Roma con indiferencia”... Barcelona, por cierto, tampoco salía mucho en “Vicky Cristína Ídem”. La Sagrada Familia y a correr. El resto eran tres bellezones tirándole los tejos a Javier Bardem: Vicky, Cristina y Penélope. El sueño erótico de una spanish noche de verano.

París, sin embargo, sí salía mucho en “Midnight in París”. Es más: tenía un prólogo musical dedicado exclusivamente a su belleza. El otoño de París es imbatible, que diría nuestro presidente. Se nota que Woody Allen encontró allí su refugio tras escapar de la caza de brujas. (Por cierto: ¿qué pinta Greta Gerwig en esta película? En el año 2012 Allen ya había sido juzgado y absuelto por los mismos delitos a los que luego doña Barbie sí otorgo credibilidad. Dijo, muy llorosa, que se arrepentía de haber trabajado con él. Hay que tener mucha jeta... Doña Trampolines... Menos mal que su cara dura no sale mucho en la película).

Roma, por alguna razón que desconozco, siempre sale en plano cerrado y poco generoso. Se ve alguna plazuela, alguna calle del Trastevere, la Plaza de España un poco en escorzo... Poca cosa para todas las maravillas que allí se encierran. Un pequeño chasco. Menos mal que para hacer turismo romano siempre nos quedará Jep Gambardella paseando por  “La Gran Belleza”. 

No parece que Woody Allen se enamorara de Roma precisamente. Pero a saber: quizá le denegaron permisos o las podemitas del Lacio le boicoteron el rodaje. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. La película está bien ma non troppo. Si dividimos las películas de Allen en cinco categorías -obras maestras, cojonudas, revisitables, intrascendentes y truñescas- “A Roma con amor” tiene un pie en el “revisitable” y otro en el “intrascendente”. Menos mal que está la ocurrencia de la ducha. Y que sale Roberto Benigni haciendo el payaso (en el buen sentido). Y Penélope, muy escotada, y resalada. 





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