Nunca, casi nunca, a veces, siempre

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Había otra gran película sobre una adolescente que quería abortar y su amiga del alma que la acompañaba hasta el corazón de las tinieblas. Se titulaba 4 meses, 3 semanas, 2 días. Era una película rumana que estaba ambientada en los tiempos de Ceaucescu, de cuando el dictador quiso llenar el mundo de ceaucesquines  que extendieran el genotipo y el orgullo nacional. Rumanía era por entonces un país comunista, pero muy opusdeísta para hacer cumplir el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”, así que el aborto, en cualquier supuesto médico o criminal, suponía un crimen contra la patria y la bandera. La trama de Nunca, casi nunca, a veces, siempre transcurre muchos años después, y en un continente que está al otro lado del mar. Su contexto legal y sanitario casi parece de otra galaxia, de una película de ciencia-ficción, si aquellas pobres rumanas hubieran podido montarse en un cohete interestelar para abortar sin peligro.

Nunca, casi nunca, a veces, siempre me inquieta, me incomoda, me hace olvidar la tentación continua del teléfono móvil. Que no es poco. Me absorbe. Estas dos actrices clavan el miedo y la angustia. Todo es ambiguo y gris en ese Nueva York tan poco turístico para quien llega con cuatro dólares en el bolsillo. Como estas dos chavalas, llegadas en el Greyhound de Pennsylvania, que sobreviven en el metro y en las estaciones de autobús para gastar lo justito y salir a la superficie sólo para ir a la clínica abortiva.

A la película le he puesto cuatro estrellas como cuatro soles que nunca salen en el relato. Pero no se me escapa -y esto ya empieza a ser recurso habitual- que todos los hombres que salen en ella son unos tipos asquerosos. Nadie se salvaría del fuego purificador en la plaza de su pueblo. El padre de la chica embarazada tiene una cara de sospechoso que no se lame. Luego, el jefe del trabajo resulta ser un baboso; el “simpático” del bus, un jeta; y el tipo del metro, un exhibicionista que se saca la chirla para desestresar su jornada en Wall Street. Quizá la directora exagera la nota para darle a todo esto un poco más de dramatismo. O quizá es que, vistos desde el otro lado del espejo, por mucho que disimulemos nuestra naturaleza de bonobos con los chistes y las literaturas, todos los hombres somos así de obvios y de deleznables.