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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del
regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A
día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los
dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero
espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los
resuciten, si eso, a los pobrecicos...)
He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de
los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme
las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes,
para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo
que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás
cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin
afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo.
Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me
he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las
escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no
paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las
montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca,
también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa
es otra historia...
También he tenido que ver nueve veces las películas para
comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que
nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que
su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que
cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya
recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos
masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los
reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que
hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.
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