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La guerra del planeta de los simios

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En “La guerra del planeta de los simios” ya vamos todos a muerte con los simios. Los misántropos porque veníamos predispuestos, y los espectadores decentes, más apegados al género humano, porque los guionistas les han convencido de que los Homo sapiens somos unos hijos de puta sin remedio y de que ya es hora de que el simio sea la imagen y la semejanza del Dios creador. Después del triunfo de César y sus ejércitos, Dios ya no será un señor blanco de barba esponjosa que vive encima de una nube, sino un simio de la selva que vive en el árbol más alto y se pasa el día chingando y buscando frutos en las ramas. 

Yo me alegro de esta extinción virtual de la raza humana. En realidad, si fuéramos justos, no mereceríamos otra cosa. Pero claro, nadie va a dar el primer paso de proponerse... La alegría misántropa que proporciona la película tiene algo de cinismo y de simple experimento mental. De todos modos, que los simios fueran los dueños del planeta sólo sería una victoria efímera. Un paréntesis gozoso. Las leyes de Darwin van a seguir cumpliéndose aunque los monos no lean a Darwin. Dentro de cuatro millones de años, cuando rueden otra secuela de “El planeta de los simios”, los tataranietos de César habrán cumplido de nuevo el ciclo de la evolución y serán humanos otra vez. Es decir: volverán a llenarlo todo de mierda y a torturar a otros animales en las plazas de toros o en los laboratorios de la industria. Mientras todo quede en manos de los simios superiores jamás vamos a salir de la trampa. 

El abuelo Darwin planteó un círculo cerrado de difícil solución. Cada cuatro millones de años los simios evolucionados tendrán que vérselas de nuevo con los simios arrinconados que aspiran a derrocarlos. Solo una guerra nuclear - ésa que dicen que haría reyes a los roedores y reinas a las cucarachas- acabaría con este ciclo eterno de precuelas y secuelas de “El planeta de los simios”. Lo iremos viendo.





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El amanecer del planeta de los simios

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En “El amanecer del planeta de los simios”, yo, que formo parte de la especie “Homo sapiens” –más bien de la “Homo stupidis”, pero ése es otro chiste- no sé muy bien a quién animar en las batallas. La misantropía me empuja a creer que los simios son más nobles e inocentes, víctimas de nuestra vesania depredadora. Pero luego, en lo más crudo de la refriega, tampoco me veo representado por sus caras simiescas, ni por sus colmillos desgarradores, aunque sí un poco por sus cuerpos rechonchos y peludos. (Hace meses que los vellos quieren colonizar mis orejas y no apeo las pinzas de la mano. ¿Será “El amanecer del planeta de los antropoides”?).

Como bien saben los cuatro gatos que me leen, yo tengo un antropoide interior que se llama Max: un simio casi tan listo como César que vive dentro de mi estómago, con poco espacio, eso es verdad, pero a cuerpo de rey, con su neumático colgante y su plátano garantizado. Max suele salir en mis escritos cuando hablo de sexo, porque él es mi yo rijoso, el Ello freudiano, el mono marrano a quien echo la culpa de mis instintos hormonales. Cuando una bella señorita aparece en pantalla -una como Keri Russell, por ejemplo- él se despereza y se asoma a mis ojos por el periscopio, y salta y gruñe llevado por la excitación. A veces, incluso, cuando yo me despisto, Max usurpa la voluntad de mis manos y escribe apologías muy sucias cargadas de poesía, o poemas muy bellos cargados de suciedad. Es más o menos lo mismo.

Max, por supuesto, va a muerte con sus congéneres. Ahí dentro yo le sentía muy revoltoso cuando César -que para él es un blando y un pactista- era defenestrado por Koba (¿se están riendo del camarada Stalin?) y se monta la de san Quintín en San Francisco. No le conocía yo, a Max, ese afán vengativo contra los humanos. Siempre le tuve por un mono guarrindongo pero acomodado a su reclusión. Quizá, pobrecito, ya está harto de que no venga ninguna mujer por aquí -para organizar nuestros tríos clandestinos- y quiere ir a buscarlas él solito por la selva.




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El origen del planeta de los simios

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De vez en cuando, mientras veía “El origen del planeta de los simios”, se me iba un ojo hacia Eddie, al que tengo casi en la línea visual de la tele. A la una o’clock, en el reloj de los miitares. Cuando tiene frío o se asusta por los ruidos del viento, Eddie se acurruca a mi lado como en las fotos de las postales; pero si no, prefiere aovillarse en el otro sofá, como un perro-gato independiente, libre para rascarse las orejas o para cambiar de posición. 

El contraste entre César, el simio superinteligente, y Eddie, el perrete disfuncional, me hacía reír por los adentros. Porque Eddie -en lo que no deja de ser otro prodigio de la ciencia- tiene más pelos que neuronas. Pero como tiene un millón de pelos el número de neuronas le vale para ir tirando por la vida. Le sirvió de pequeñín para hacerse el simpático y ser adoptado por este escribano, que era lo principal. A partir de ahí, con encontrar los cuencos en la cocina, anticipar la hora del paseo y saber regresar al camino cuando se pierde persiguiendo gamusinos, todo el trabajo neuronal ya es para él un exceso energético y una demostración de vanidad. Porque Eddie no es tonto: es que no necesita más.

En los interludios de la película, que son muy pocos porque hay mucha acción y mucho argumento filosófico, yo imaginaba cómo sería Eddie si nuestra veterinaria -esa chica pelirroja a la que me gustaría visitar más veces sin que Eddie se pusiera enfermo- le enchufara una dosis experimental del AZ-112, el medicamento prodigioso. Sería la hostia, tener un Eddie superlisto -quizá el futuro líder del Planeta de los Perretes- que entendiera muchas cosas que ahora no entiende. Por ejemplo que le pongo la correa no porque sea mi esclavo, sino para que no le pillen los coches; y que ha tenido mucha suerte en la vida en comparación con esos perros maltratados por mis vecinos. Hijos de puta... Y que el viento en las ventanas sólo es viento, y no un mal espíritu que nos visita. 

Pero sobre todo, que con su inteligencia recién estrenada supiera expresar lo que pasa por su cabecita: dolor, o tristeza, o aburrimiento. Porque a veces le entiendo, pero a veces no, y me pone triste que la barrera evolutiva nos separe como extraños.





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The Batman

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De niño yo quería ser Batman cuando jugábamos a superhéroes. Y supongo que no era por casualidad: Batman era el superhéroe sin superpoderes; el que perdería la pelea contra cualquier amiguete de la Marvel, o de DC Comics, si llegaran a enfadarse. Si se convirtieran –por ejemplo- en unos superhéroes de izquierdas disputándose una relevancia o un sillón municipal. Batman –o The Batman, como le llaman ahora- podría aguantar un rato las acometidas, pero nada más. No tendría nada que hacer contra los hostiones subatómicos, los rayos flamígeros, las miradas asesinas...

Había otro Juan Palomo en el mundo de los superhéroes que todo se lo guisaba y todo se lo comía sin venir de ningún planeta lejano, ni haber sido traspasado por ninguna radiación. Era Tony Stark, que se convertía en Iron Man embutiéndose en corazas que apatrullaban la ciudad. Pero nosotros, de pequeños -hablo de hace 40 años o más- sólo conocíamos a Tony Stark de manera tangencial, y por eso nadie elegía su papel cuando salíamos a la calle a jugar al burrismo –la calle de León, cerrada, sin coches, de barriada pre-suburbial- y nos repartíamos los papeles.

Batman molaba. Y sigue molando, aunque la película sea tan oscura y tan soporífera que a veces no le ves, o solo le adivinas. Mola su aire siniestro, nocturno, de gótico estilizado. Un tipo parco en palabras pero musculado en el pecho. Y su mentón, que las deja patidifusas, o acojonados, bajo la máscara de murciélago. Y los picachos como antenas, como agujas de catedrales, que yo por mi parte siempre preferí largos y afilados. Batman molaba, ya digo, y además tenía unos gadgets de la hostia, y el Batmóvil que furrulaba. Pero al final nadie le escogía por aquello de ganar la batalla decisiva antes de subir a merendar: la Masa era más fuerte, Spiderman más escurridizo, Supermán más de todo... Y Thor era un dios invencible armado de su Mjölnir.

Batman, a fin de cuentas, solo era un millonario que jugaba a los superhéroes como hacíamos nosotros, en los ratos libres, entre que salía de un consejo de administración y llegaba al cocktail de otros millonarios con bellas señoritas.





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24 hour party people

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Alrededor de Tony Wilson fueron muchos los que se elevaron hasta el sol y luego se estrellaron contra el suelo en un hostiazo memorable. Están, que yo enumere, los músicos drogados, los productores alcohólicos, los representantes codiciosos... Los traficantes de éxtasis y las grupis alucinadas. Los excéntricos y los imbéciles. Los tarugos que nacieron con talento y los esforzados que nacieron sin el duende. Mozarts y Salieris. Punks que molaban y suicidas que cantaban. Aprovechados e iluminados. La fauna completa del Manchester musical, a la que Tony Wilson encerró en un zoo con música a todo trapo por megafonía.

De la vida privada de Tony Wilson apenas se nos cuentan tres amoríos porque él -recuerden- es un personaje secundario dentro de su propia historia. Pero se nos cuenta todo, o casi todo, de su labor musical y evangelizadora. Su programa en Granada TV fue como “La edad de oro” de Paloma Chamorro en el UHF. Él vio tocar un día a los Sex Pistols en Manchester, en 1976, y a partir de entonces  ya todo fue predicar la buena nueva, y las bienaventuranzas del pentagrama.

    Hasta entonces, Tony se ganaba la vida entrevistando al friki de turno, o al tonto del lugar, como hacen los reporteros dicharacheros de España Directo. Pero luego, tras el sermón de la montaña, Tony se convirtió en el factótum de la vanguardia musical que creció a los pechos rebeldes del punk, aunque él siempre luciera gabardinas molonas y los cabellos engominado. Un pincel, que se dice.

    Si nos atenemos al guion, Tony no ganó ni un duro con estas aventuras de cazatalentos. Su lema era todo por la música, y no todo por la pasta. Él fue, ciertamente, el apóstol desinteresado de la Palabra. Es por eso que, en agradecimiento, el mismísimo Dios le visita al final de la película para ponerse al día de lo que se cuece en el pop-rock. Y justo entonces Tony Wilson hizo a Dios a su imagen y semejanza.



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El señor de los anillos: El retorno del rey

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(Nota para desinformados: El retorno del rey no va del regreso del rey emérito. Trata sobre el regreso de Aragorn al trono de Gondor. A día de hoy, nuestro monarca sigue riéndose de la vida en Abu Dabi. No problem. Los dioses, de momento, no han decidido su des-exilio. Llegará ese día, sí, pero espero que no hagan una película sobre él. No sin Azcona y sin Berlanga. Que los resuciten, si eso, a los pobrecicos...)

He tenido que ver nueve veces las películas de El señor de los anillos -quiero decir tres veces las tres películas-, y además zamparme las versiones extendidas, con sus proteínas necesarias y sus grasas redundantes, para comprender que esto no era una película, sino una ópera en tres actos. Lo que pasa es que como las sopranos son todas guapísimas y delgadísimas, y jamás cantan, sino que susurran, y todos los tenores aparecen esmirriados y sin afeitar, y tampoco cantan, sino que lanzan gritos guerreros, reconozco que  andaba muy despistado con la naturaleza del espectáculo. Pero esta vez, como ya me sabía los diálogos, y los destinos del personal, me he abandonado a la contemplación, y a la escucha, y allí, en el trasfondo de las escenas, subrayando los procederes, estaba la maravilla que ahora no paro de escuchar en el iTunes, mientras escribo, o se me va la mirada a las montañas. Al Monte del Destino, concretamente, porque aquí, en la comarca, también hay uno que es muy sombrío. Tenemos hasta una Torre del Mal, pero esa es otra historia...

También he tenido que ver nueve veces las películas para comprender que los habitantes de la Tierra Media son más inteligentes que nosotros, aunque lleven varios siglos de retraso tecnológico. Ellos aceptan que su destino ya está escrito, que viene prefigurado en las profecías, y que cuando se lanzan a la acción y al desempeño, saben que recorren un camino ya recorrido. Aceptan, con sabiduría, su inanidad. Nosotros, en cambio, que podríamos masacrar toda la Tierra Media con dos pepinos nucleares, insistimos en creernos los reyes del mambo, los libertarios de la voluntad, y nos creemos caminantes que hacen camino al andar. Qué bonito poema, y qué alta vanidad.





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El señor de los anillos: Las dos torres

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Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento. 

Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver, qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego, mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.

Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales. 

Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas, a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba  con ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos se cargaba.

No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.





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El amanecer del planeta de los simios

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A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

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