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Ayer, que fue Navidad, el mundo cristiano celebró el
nacimiento de un niño que no nació de la unión de dos gametos, sino de un soplo
divino, espiritual, que se hizo carne en el útero de María. La teología, tan
alejada de la ciencia, nunca tuvo la necesidad de explicar este misterio de la Encarnación:
cómo es posible que un hálito, un gas, un viento cósmico procedente de la
galaxia muy lejana, pueda transustanciarse en ácido desoxirribonucleico,
proteínas y demás. Aparatos de Golgi y alvéolos pulmonares. Será eso: el
misterio...
La mitología de Occidente llevaba dos mil años huérfana de
otro nacimiento milagroso, inconcebible, fruto de la unión de dos elementos
incompatibles -óvulo y nada, o espermatozoide y maracuyá- hasta que llegó esta
película lisérgica y absurda -yo diría que demoníaca, por poner el contrapunto-
que se titula Titane. Sobre Titane se han vertido ya ríos de
tinta, y de aceite de coche, y la verdad es que ya me mataba la curiosidad.
Unos decían que la hostia, y otros aseguraban que la mierda; los más exaltados gritaban
que cine libérrimo y referencial, y los más defraudados, mientras se arrancaban
los ojos, clamaban que estafa supina y bodrio festivalero.
Y qué mejor día que el 25 de diciembre, el día más aburrido
del año, con todo cerrado, la resaca en el cuerpo y la televisión sin deportes,
para adentrarse en este nuevo misterio de la concepción: el embarazo de Titane,
o “María II”. Titane es la historia de una mujer que se folla a un coche
(sic) y queda embarazada como si hubiera sido polla, y no palanca de cambios, o
tubo de escape (la cosa no queda clara) lo que desfalleció gozosamente en su
interior. La venida del Espíritu Santo -digo, del Coche Fantástico- sucede allá
por el primer cuarto de hora, y tal acontecimiento espermático -o gasolínico-
es el que ha dividido a la crítica en dos tribus irreconciliables. Y digo la
crítica porque el cinéfilo superficial, sin cultura, es, por su propia
simplicidad, mucho más difícil de engañar.
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