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Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las
redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su
relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria,
llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba
su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos
verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los
nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí
como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro
de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar
la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites
de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el
paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y
artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.
A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como
una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas. Pero no: ella valoraba precisamente que yo
fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la
moda... Tan “diferente” a todos los
demás. Tan “molón”, me dijo incluso.
-
Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú
-me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.
Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo.
Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en
la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus
laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado
tarde. O no quieren encontrarla.
-
¿Por qué nunca me enamoro de una persona como
usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente
enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe
de la empresa.
-
Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón
destrozado-. Así es como son las cosas.
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