A. I. Inteligencia Artificial

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No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una pelota.

He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial” porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose -son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces covalentes?

De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.

Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado. No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas. “Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños; del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...