Succession. Temporada 3

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Los Roy son inteligentes, monstruosos, divertidos, avariciosos. Son la familia de moda en la televisión y en las tertulias. Descienden directamente de los Colby, y de los Carrington, pero son más hijos de puta que todos aquellos juntos. Pero vamos: mucho más. Para empezar porque son más inteligentes, y más sofisticados. No son tan básicos ni tan venales. Los Roy son despóticos y crueles. Muy peligrosos. Son la escoria del mundo. La hez de la Tierra, aunque vivan a muchos metros de altura, en sus palacios de cristal. Ellos nunca pisan el suelo: siempre hay un monovolumen que les espera a la puerta del latrocinio, una limusina, un helicóptero, un jet privado... Un yate de la hostia, mucho más grande que el de Florentino Pérez. Los Roy sí que podrían fichar a Mbappé, o a Haaland, o a los dos a la vez, pero luego no sabrían qué hacer con ellos. Así de irónica es la vida.

Si es verdad lo que se dice en los evangelios, mucho tendrá que encogerse el camello, o que ensancharse el ojo de la aguja, para que los Roy puedan entrar en el Reino de los Cielos. No tienen alma, ni escrúpulos, ni nada que se le parezca. Son tragicómicos, pero te hielan la sonrisa cuando hablan. No respetan ni a su padre ni a su madre. Y viceversa... Primero la pasta y luego el beso. Se odian con cordialidad. Son personajes de Shakespeare trasladados a Nueva York, pero personajes de los chungos, de los poco recomendables: navajeros con maletín, y corsarios con corbata. Asesinos silenciosos. Traficantes de esclavos. Sociópatas que toman vinos con Isabel Díaz Ayuso cuando pasan por Madrid. Los Roy se parten de risa cuando la presidenta hace chiribitas con los ojos. Son unos cabronazos redomados. Y la hija, Shiv, aunque esté muy buena, una cabronaza redomada... Y luego está esa otra, la de las gafas, que no es de la familia, pero que es otra arpía sin entrañas.

Esta gentuza es la enemiga del proletariado. Mi enemiga. Son esclavistas, racistas, supremacistas... Indestructibles. Son viciosos, rijosos, antojadizos, vengativos... Implacables. Me entretienen, y me fascinan. Pero les odio. Les deseo lo peor, aunque no sirva de nada. A ellos y a sus trasuntos de la realidad.