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Los Roy son inteligentes, monstruosos, divertidos, avariciosos.
Son la familia de moda en la televisión y en las tertulias. Descienden
directamente de los Colby, y de los Carrington, pero son más hijos de puta que
todos aquellos juntos. Pero vamos: mucho más. Para empezar porque son más
inteligentes, y más sofisticados. No son tan básicos ni tan venales. Los Roy
son despóticos y crueles. Muy peligrosos. Son la escoria del mundo. La hez de
la Tierra, aunque vivan a muchos metros de altura, en sus palacios de cristal. Ellos
nunca pisan el suelo: siempre hay un monovolumen que les espera a la puerta del
latrocinio, una limusina, un helicóptero, un jet privado... Un yate de la
hostia, mucho más grande que el de Florentino Pérez. Los Roy sí que podrían
fichar a Mbappé, o a Haaland, o a los dos a la vez, pero luego no sabrían qué
hacer con ellos. Así de irónica es la vida.
Si es verdad lo que se dice en los evangelios, mucho tendrá
que encogerse el camello, o que ensancharse el ojo de la aguja, para que los Roy
puedan entrar en el Reino de los Cielos. No tienen alma, ni escrúpulos, ni nada
que se le parezca. Son tragicómicos, pero te hielan la sonrisa cuando hablan. No
respetan ni a su padre ni a su madre. Y viceversa... Primero la pasta y luego
el beso. Se odian con cordialidad. Son personajes de Shakespeare trasladados a Nueva
York, pero personajes de los chungos, de los poco recomendables: navajeros con
maletín, y corsarios con corbata. Asesinos silenciosos. Traficantes de
esclavos. Sociópatas que toman vinos con Isabel Díaz Ayuso cuando pasan por
Madrid. Los Roy se parten de risa cuando la presidenta hace chiribitas con los
ojos. Son unos cabronazos redomados. Y la hija, Shiv, aunque esté muy buena, una
cabronaza redomada... Y luego está esa otra, la de las gafas, que no es de la
familia, pero que es otra arpía sin entrañas.
Esta gentuza es la enemiga del proletariado. Mi enemiga. Son esclavistas, racistas, supremacistas... Indestructibles. Son viciosos, rijosos, antojadizos, vengativos... Implacables. Me entretienen, y me fascinan. Pero les odio. Les deseo lo peor, aunque no sirva de nada. A ellos y a sus trasuntos de la realidad.
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