10 años de Cine Pasaje

(Este texto fue escrito el 27 de diciembre del 2011)

Cuando cumplió los cuarenta años, Pepe Carvalho, el detective de las novelas de Montalbán, comenzó a quemar en la chimenea los libros que ya no quería conservar: los que le habían aburrido, defraudado, engañado... Yo estoy muy cerca de cumplir esa edad, de adentrarme en el otoño todavía benévolo de mi salud. Me gustaría deshacerme de los libros como él, pero no puedo quemarlos porque no tengo chimenea, así  que me conformo con revenderlos a los libreros de viejo, o con arrojarlos directamente al contenedor azul.

           Pero yo lo que tengo son, sobre todo, películas. Mi mundo interior les debe más a ellas que a los libros. De hecho, les debe más a ellas que a la vida real, que siempre me proporcionó pistas falsas y desengaños como bofetones. Yo soy yo y mis películas. Las películas han construido la visión pueril, maniquea, distorsionada, profundamente equivocada que tengo acerca de las cosas del mundo. Pero las amo. Las amo con locura. Sin ellas -y sin sus primas, las series de la tele- me hubiera perdido sin remedio en el interior de mí mismo, laberinto de hastío y negrura. Ellas me han salvado, y me han traído hasta aquí medio cuerdo y medio vivo. Subido a sus lomos he podido vadear los grandes ríos y cruzar las grandes llanuras.

Pero ya no puedo con todas. Hasta ahora me han servido de flotador, pero si no abandono en la orilla las más prescindibles se convertirán en la piedra que habrá de lastrarme hacia el fondo. No hay tiempo para todo. Y lo mío, hasta ahora, era pura glotonería. Tendré que cuidar mi dieta, que aligerar mis paredes. Muchas de las películas que vegetan en el salón ya sólo sirven para sustentar el polvo. Muchas son errores del pasado, maldiciones de la prisa, hijas indeseadas de compras sin condón. 

No puedo seguir así. El manicomio de las películas está a punto de derivarme a otra loquería mucho peor. Y allí, según me cuentan, no ponen películas. O sólo películas malas. O, por lo menos, películas que yo no elijo. Así que tengo que hacerme, de una vez, acinéfilo. Analizar mis procesos, clarificar mis barullos, jerarquizar mis impulsos. Escribir, quizá, para que me sirva de guía, un diario…