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Para demostrar que la pena de muerte es un castigo medieval, y que a veces en la silla eléctrica se achicharra a personas inocentes, el escritor Tom Garret no tiene mejor ocurrencia que presentarse como culpable de un asesinato que no cometió, y dejarse llevar hasta el cadalso confiando en que su amigo aparecerá detrás el cura para demostrar su inocencia.
Qué podía salir mal...
El amigo es el director de un periódico que busca la ruina
del fiscal del distrito, y Tom Garret un novelista que busca una vivencia con la
que luego construir un best seller titulado “A las puertas de la muerte”, o
“Inocencia falsificable”. Parecen muy listos, estos dos, pero el plan es tan descabellado
que no cabe en cabeza humana, ni a ese lado de la pantalla ni a este otro del
espectador.
Al principio me pregunto cómo Fritz Lang no cayó en la cuenta
de tamaño desvarío. Pero luego voy comprendiendo -ay Fritz, viejo zorro- que
todo esto de la pena capital no es más que un señuelo para el espectador. “Más allá de la duda” habla en realidad de las
dudas que surgen en la cabeza de Susan Spencer, la prometida de Garret, que a
medida que avanza la película va teniendo que tragar con un sable cada vez más
grueso. Pero como es Joan Fontaine, y tiene cara de mema a pesar de su belleza,
pues va tragando, y tragando, enamorada de su hombre.
Pobre mujer... Primero, que su prometido pospone la boda para
encerrarse a escribir una novela. Segundo, que esa foto en la que él sale achuchando a
una corista no es más que trabajo de investigación. Y tercero, cariño, que
mira, que estoy en la cárcel, acusado de asesinato, pero que yo no la maté, y
que ya te explicaré cuando salga de aquí, que tu padre está en el ajo del
asunto y al final te vas a partir la caja mientras brindamos con champán. Y aún así, la Fontaine traga, y traga, yendo
más allá de la duda hasta casi tocar la imbecilidad. O el enamoramiento ciego,
que a veces viene a ser lo mismo.
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