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Llevo 14 años perorando contra “Slumdog Millionaire” en los foros
de internet, o en los bares de La Pedanía, cuando quedo con el amigo. Reconozco
que lo mío contra esta película es odio, rencor, manía persecutoria. Me parece
imperdonable, ridículo, que este bollycao le robara el Oscar a “El curioso caso
de Benjamin Button”. Que dejara compuesto y sin novio a mi Brad, y a mi Cate, a
mi David queridísimo... Yo solo vivo para reparar tamaña felonía.
Mira que hay que cosas que denunciar en el mundo, e incluso en
mi vida personal, donde abunda la traición y la cochambre, pero si yo viviera
en Londres y me dejaran desbarrar en el Speaker’s Corner, me pasaría los
domingos denunciando los hechos acaecidos aquella noche de homicidio cinéfilo.
Una noche bochornosa en la historia de la humanidad. Quizá la que más, al menos
en el terreno simbólico, porque allí triunfó el oportunismo sobre el arte, y el choteo
sobre la seriedad, y la manipulación sentimental por el respeto al espectador.
Triunfaron las bajas pasiones y los lloros facilones. Quien llorara, claro,
porque yo no derramé ni media lágrima por esta muchachada de Bombay.
Catorce años, ya digo, he pasado predicando entre los gentiles,
que ni puto caso me han hecho jamás. “Slumdog
mola, tío”; “El baile del final es
pistonudo”; “Qué buena está la india que baila con Delpitadel...” Y todo así.
Tanto que hoy, pillado con la moral baja, y con el aburrimiento supino, he
decidido darle una segunda oportunidad a la película. Catorce años de furia se podrían haber esfumado en apenas dos horas de súbita revelación. Si Saulo de Tarso, azote
de los cristianos, se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió, yo, Álvaro
Rodríguez, azote de Danny Boyle, también podría caerme del sofá camino de Bombay.
Era un riesgo que merecía la pena correr. Dos horas insufribles o la liberación
definitiva. Al final han sido dos horas insufribles. Bueno, hora y media, que
he avanzado muchos tramos con el mando a distancia.
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