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Yo no perdonaría, desde luego. Ni olvidaría. Ni mucho menos
me reuniría con su asesino. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho que el
fulano se presentara arrepentido, y con la llorera desbordada. Por mucho que yo
quisiera ser una buena persona, comprensiva y ecuménica. Yo no soy así. Yo soy
un tipo muy básico, a medio camino del ideal evolutivo. Maixabel Lasa tiene
toda mi simpatía, desde luego. Hay que tener mucho valor. Pero es como si ella
perteneciera a una especie que no es la mía. Reconforta ver que no todo está
perdido para los seres humanos.
Tampoco trataría de vengarme. Eso no. O no, al menos, pasado un
tiempo prudencial, con la sangre ya templada y el ánimo medicado. Porque, además,
¿con qué demonios iba a vengarme yo de tal asesino? ¿A escupitajos? ¿Contratando
a otro asesino a sueldo en la Deep Web? Vamos, hombre. Tengo grabado a fuego
que la venganza sólo genera más venganza. La famosa espiral. El ciclo macabro
de la vida que no se nos contaba en “El rey león” porque era para niños.
Yo lo que haría es... pasar. Cada uno a su vida. Cada
mochuelo a su olivo. Uno con su dolor y otro con su remordimiento. Pero cada
uno en su casa, y Dios en la de todos. Mi reconciliación sería anónima, no publicable.
Un acto interior. Una mirada al sol del poniente mientras susurro: “Bueno, ya
está. Hay que seguir...” Algo así. Puedo reconciliarme con el mundo, con los
dioses, con el destino... Con la mala suerte. Pero no con las personas. Ni
siquiera creo en la reconciliación cuando me engañan en el amor, así que como
para creer en la reconciliación cuando me matan a la amada. Solo faltaría.
La película es cojonuda, pero no lloro en ningún momento.
Nada que objetarle a Icíar Bollaín, que maneja una nitroglicerina sentimental
muy peligrosa. Pero ella sabe lo que hace. Es una directora que rara vez te
defrauda, listísima y eficaz. Pero ya digo que no lloro. El otro día le dije al
amigo que ya solo lloro con las historias de desamor. Es lo que he vivido. Mi
talón de Aquiles.
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