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En “El protegido”, aquella película de M. Night
Shyamalan, aprendimos que las capacidades humanas están distribuidas
estadísticamente en forma campana de Gauss. Si en un extremo vivía Samuel L.
Jackson con sus huesos de cristal -que lo soplabas y se partía- en el otro
vivía Bruce Willis con sus huesos de hormigón -que lo metías en un accidente de
tren y salía como único superviviente. A cada minusválido, decía Shyamalan, le
correspondía un superhéroe de acción para que la suma total de las capacidades siguiera
siendo 0 y se mantuviera el equilibrio energético del universo.
He recordado esto porque viendo “El perfume” he
encontrado a mi superhéroe olfativo, Jean-Baptiste Grenouille, ese personaje de
cuento que compensa las graves limitaciones de mi pituitaria. Porque yo, entre
que tengo el tabique nasal desviado, y que el bulbo olfativo lo tengo alquilado
para almacenar nombres de futbolistas y títulos de películas, tengo que
acercarme mucho para captar el aroma de las cosas más bellas del mundo: las
flores de La Pedanía, y un buen potaje de cuchara, y el cuello estirado de T…
También es verdad que gracias a esta limitación yo me libro de la hediondez que
a otros les satura y les pone de mal humor, pero yo preferiría oler como Dios
manda, como está prescrito para nuestra especie animal, y no verme relegado a
este extremo de la campana donde la vida no tiene ningún sentido cuando
hablamos de filosofía, y solo tiene cuatro sentidos y medio cuando hablamos de
biología.
“El perfume”, no sé por qué, es una película
que se había escapado de mi radar. Quizá en su día desconfié, o sentí que recordaba
demasiado bien la novela. Craso error… La película es magnífica, espeluznante,
con una rara poesía que hoy no sería admisible entre los ofendidos y los bien
pensantes. “El perfume” se la debo a T., que me hizo la recomendación, y que
tiene, por cierto, una pituitaria también muy evolucionada, emparentada
lejanamente -eso espero, lejanamente- con la de Grenouille.
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