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Para entender un poco mejor
el contexto de la película, he leído en internet que hasta hace un par de años
la posesión de 30 gramos de cocaína era castigada en Irán con la pena de muerte.
Y como la cocaína, todo lo demás: la heroína, y la maría, y puede que hasta el
pegamento de los escolares, que por eso en sus colegios lo pegan todo con la
lengua, o con el chicle de los kioscos.
Sin embargo, el número de
drogadictos no paraba de crecer en la tierra de los ayatolás. Y aunque parezca
paradójico, es lo normal: los narcotraficantes arriesgaban la misma pena traficando
con un sobrecito para la fiebre que con un saco para el cemento, de tal modo
que llevaban su droga hasta el último rincón de las calles de Teherán o hasta
el último poblacho donde Abbas Kiarostami rodaba sus películas insufribles (que
eran, de por sí, porros merecedores de alguna pena muy capital.) Es como cuando
mi exmujer castigaba al chiquillo sin ver la tele lo mismo por desobedecer una
consigna que por traer una manchita de barro en los zapatos, lo que hacía que
el retoño campara más o menos a sus anchas en la convicción de que ya vivía condenado
de antemano.
No quiero ni pensar lo que hubieran hecho los ayatolás con Walter White -ahora que estoy revisitando los episodios finales de “Breaking Bad”- si le hubieran pillado con las manos en la masa justo después de cocinar las perlas azules al 99% de pureza. Me imagino que le hubieran puesto al menos tres nudos corredizos en el gaznate, para dar ejemplo a los otros Heisenbergs del Golfo Pérsico ávidos de pasta o de orgullo.
Yo mismo, hace una semana, caminaba por las calles de Ámsterdam con un
brownie de marihuana que contenía 0’5 gramos de la sustancia. Allí es todo
legal, y casi hasta recomendable, por aquello de probar la experiencia completa
de la ciudad, pero haciendo la división de 30 gramos entre 0’5 me sale que en
Irán, al menos, me hubieran cortado un dedo o medio cojón por hacer la gracia
de probar el pastelito y sentir como la risa afloraba desde el píloro.
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