Tal como éramos

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No estoy muy seguro de suscribir la moraleja final de la película: que el amor verdadero dura toda la vida a pesar del fracaso o la distancia. A pesar de los pesares... Yo en esto soy más politeísta que monoteísta. No creo que haya un solo amor puro que recorra nuestras biografías. Y que el resto, cuando van llegando, solo sean esfuerzos por recuperarlo. Cada edad tiene su amor; cada viaje, su puerto de mar. El amor, cuando es de verdad, nace con vocación de ser eterno. En eso estamos de acuerdo todas las religiones. Pero la eternidad, muchas veces, también viene con fecha de caducidad.

Los monoteístas, sin embargo, que son unos románticos de tomo y lomo, y que salen llorando a moco tendido de ver esta película, creen firmemente en la existencia de un solo amor en las alturas. Creen que solo hay un documento original y que el resto son fotocopias cada vez más borrosas e ilegibles. A veces, para su bien, la copia se parece mucho al original y todo funciona como en un encantamiento. No es el Gran Amor, pero les ayuda a continuar. Tampoco es cuestión de meterse en un convento y renunciar a la ilusión. Sin embargo, lo más normal es que la copia palidezca, se muestre incapaz de competir, y sea arrojada a la papelera en una sucesión de llantos inconsolables.

“Tal como éramos” es un pastelón. De hecho, creo que inventaron la palabra el día de su estreno. Su envoltorio se ha vuelto muy cursi y excesivo. Salvo su  canción, claro, que es eterna y estremece... No creo en sus postulados, ya digo, pero me gustaría creer. Es como cuando envidias a los católicos enfrentados a la muerte.  Es bonito pensar que hay amantes condenados al amor a pesar de que no se soporten, o de que hayan probado sin éxito mil maneras de continuar. Aunque se odien y pasen décadas sin encontrarse. En el monoteísmo, el amor verdadero no termina en la separación definitiva. Continua en corrientes subterráneas, y aflora de vez en cuando para formar charcos en los que poner los pies y contemplar nuestro reflejo. Tal como éramos.