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La ciudad de mis recuerdos
infantiles no es Segovia, sino León, aunque se parezcan mucho en lo reseco de
sus alfoces. Además, cuando voy de visita, y me asaltan los recuerdos por la
calle, o por los rincones de la casa, yo hago nostalgias de un tiempo mucho más
cercano, los años 70 y primeros de los 80, no aquellos años de la Guerra Civil
en los que Luis se enamoraba de su prima Angélica a escondidas de la familia y
de los curas.
Pero la película me vale.
Me la creo. También ayuda mucho que José Luis López Vázquez te valga igual para
hacer de niño enamorado que de hombre maduro; de pionero transexual que de
señor Quintanilla siempre a su servicio. Cada vez que le veo me acuerdo de lo que
dijo George Cukor sobre él: que si hubiera nacido en Wisconsin habría ganado cuatros Oscar en Hollywood e incluso más.
Lo que le pasa a su
personaje cuando regresa a Segovia es lo mismo que me pasa a mí cuando voy a
León. Que vuelvo a ser niño, y revivo todo lo que viví con mi cuerpo de hombre,
o de hombretón, ya pasada con mucho la mitad de la biografía. Es esa misma
experiencia de ver fantasmas por las esquinas, escenas revividas, y filmaciones
tridimensionales, que se proyectan por aquí y por allá como en un festival de
cine callejero en el que tu infancia fuese la temática principal. Un revival, o una
retrospectiva, que la ciudad te dedica a modo de homenaje.
Yo no tuve una prima
llamada Angélica, pero sí otros amores de barrio, huidizos y avergonzados, bajo
el escrutinio de los crucifijos omnipresentes. El posfranquismo que yo viví
era, en esencia, el mismo franquismo inaugural: curas dando po’l culo en todos
los sentidos y militares guardando las esencias de la patria. Mucha represión,
mucha culpa, mucha mandanga. Y mucho sufrimiento en los niños enamorados. Y yo
también fui un niño enamorado.
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