Ana y los lobos

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Rafael Azcona es mi dios. O mi semidiós. Un literato griego que nació en Logroño con alas en las manos. En sus colaboraciones con Berlanga o con Marco Ferreri, Rafael Azcona escribió guiones llenos de cinismo, irreprochables, con los que se construyeron obras maestras de nuestro cine. O películas cojonudas, sin más, como aquellas que firmó a última hora con José Luis García Sánchez. Están todas ahí, en mi videoteca, dándome una pátina de hombre ilustrado con memorias de carcamal. Lo de Azcona y Berlanga, en concreto, fue como una conjunción astral. Como el engarce perfecto de dos estrellas que coindicen en la galaxia y bailan una alrededor de la otra.

Pero Azcona, ay, es un dios imperfecto. Por eso digo que es un semidiós, quitándole la mitad de su trascendencia. A Azcona, como a Aquiles, tambièn le huele el pinrel por el talón. Incluso Yahvé, el Dios Supremo, con todo lo monoteísta y poderoso que es, hizo cagadas que sería mejor esconder bajo la alfombra. Por cada belleza que puso en la Creación se le ocurrió un crimen o una basura. Azcona no tanto. En él pesa mucho más lo bueno que lo malo. Pero a veces, cuando se le iba la olla, y le daba por jugar con lo simbólico -y en eso Carlos Saura es una compañía muy poco recomendable- dejaba unos truños en el pinar que todavía huelen desde aquí.

“Ana y los lobos” es una película sobre el tardofranquismo. ¿Y qué era el tardofranquismo?: pues básicamente un puro deseo sexual. Un ansia nacional por despojarse del catolicismo y lanzarse abiertamente a fornicar. Tengo un amigo que sostiene que al franquismo no lo derrotó el afán democrático, ni por supuesto el rey comisionista, sino el ejército de suecas en bikini que desembarcó en nuestras playas para ponerlo todo patas arriba. En “Ana y los lobos” no hay una sueca, sino una norteamericana muy guapa que todavía no sabe en qué berenjenal -y perdón por la metáfora -se está metiendo.