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Enemigos públicos

🌟🌟🌟🌟

Cuando los ricos se roban entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. 

Pero estos paréntesis de paz social no suelen durar más allá de una década. A veces menos. Tarde o temprano los ricos firman una tregua y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "crisis económicas". A los pobres que vivían tan felices con su pobreza ahora se les exige vivir en la miseria, y es entonces, en el cabreo, cuando se lanzan a la revuelta callejera e incluso a pedir el comunismo si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. 

Cuando la lucha de clases se vuelve caliente y sangrienta, siempre surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto de restitución. Son gente como Dillinger, o como el Dioni, o como el propio camarada Lenin, que nacionalizaba los sectores estratégicos atusándose la perilla.

En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos que se quedaron sin tierras o sin trabajo en las fábricas: vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera para subsistir: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. "Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón", decían las clases humilladas cuando leían que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson de cien balas por minuto. 

Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo que robó fueron los dueños de las tabernas y las prostitutas con las que Johnny desfogaba el exceso de testosterona. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía ni contexto histórico. Nada de nada. Un remake camuflado de “Heat” pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado  de “Aterriza como puedas”.

En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California. 

Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.

Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso. 

De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.




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Tiempo de victoria: La disnastía de Los Lakers. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


Cuando en 7º de EGB llegó la fiebre del baloncesto a nuestro colegio, yo me hice de Los Ángeles Lakers sin haber visto jamás uno de sus partidos. La culpa la tuvo un enterado que conocía el percal de la NBA –no sé cómo, en aquella época sin partidos televisados- que aseguraba que mi gancho de derecha le recordaba al “skyhook” de Kareem Abdul-Jabbar. Fue así, sin conocer de nada al bueno de Kareem, como sentí una conexión instantánea con él, casi una comunión mística entre el caballero Jedi y su padawan aplicado al otro lado del mar.

Un año después, el hermano Pedro, alias HP, que era nuestro “coach” en la selección escolar y además un fascista de mucho cuidado, me afeó que yo emulase a un tipo que había abjurado del cristianismo para pasarse a las huestes de los sarracenos: 

- Usted, señor Rodríguez, siempre se deja seducir por los malos ejemplos -me decía HP refiriéndose al baloncesto y también a más cosas del ámbito político o literario. 

Sus palabras, por supuesto, reforzaron mi idolatría por Kareem y mi querencia por Los Ángeles Lakers, que en realidad eran dos devociones más platónicas que otra cosa. Una fe sin hechos, sin pruebas tangibles, que se sostenía únicamente en los flashes televisivos y en las fotos a todo color que publicaba la revista “Gigantes”. Kareem, en sus páginas, reinaba sobre todos los demás pívots de la NBA con su gancho inalcanzable y yo sentía que algún día podría tocar el cielo como él.

Tuvimos que esperar hasta 1988 para empezar a ver partidos completos de la NBA en TVE, con aquellos comentarios tan estimulantes de Ramón Trecet, el musicólogo de la radio. Fue entonces cuando descubrí -para apuntalar mi devoción por los Lakers y hacerla ya inquebrantable- que las cheerleaders del Forum de Inglewood eran las bailarinas más guapas y sexys de la civilización occidental: un ejército de chavalas que no conocían el defecto físico ni el error en la coordinación. Un coro de ángeles al que años después quisieron deportar al Cielo para salvar nuestras almas de pecadores.





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El amanecer del planeta de los simios

🌟🌟🌟

En “El amanecer del planeta de los simios”, yo, que formo parte de la especie “Homo sapiens” –más bien de la “Homo stupidis”, pero ése es otro chiste- no sé muy bien a quién animar en las batallas. La misantropía me empuja a creer que los simios son más nobles e inocentes, víctimas de nuestra vesania depredadora. Pero luego, en lo más crudo de la refriega, tampoco me veo representado por sus caras simiescas, ni por sus colmillos desgarradores, aunque sí un poco por sus cuerpos rechonchos y peludos. (Hace meses que los vellos quieren colonizar mis orejas y no apeo las pinzas de la mano. ¿Será “El amanecer del planeta de los antropoides”?).

Como bien saben los cuatro gatos que me leen, yo tengo un antropoide interior que se llama Max: un simio casi tan listo como César que vive dentro de mi estómago, con poco espacio, eso es verdad, pero a cuerpo de rey, con su neumático colgante y su plátano garantizado. Max suele salir en mis escritos cuando hablo de sexo, porque él es mi yo rijoso, el Ello freudiano, el mono marrano a quien echo la culpa de mis instintos hormonales. Cuando una bella señorita aparece en pantalla -una como Keri Russell, por ejemplo- él se despereza y se asoma a mis ojos por el periscopio, y salta y gruñe llevado por la excitación. A veces, incluso, cuando yo me despisto, Max usurpa la voluntad de mis manos y escribe apologías muy sucias cargadas de poesía, o poemas muy bellos cargados de suciedad. Es más o menos lo mismo.

Max, por supuesto, va a muerte con sus congéneres. Ahí dentro yo le sentía muy revoltoso cuando César -que para él es un blando y un pactista- era defenestrado por Koba (¿se están riendo del camarada Stalin?) y se monta la de san Quintín en San Francisco. No le conocía yo, a Max, ese afán vengativo contra los humanos. Siempre le tuve por un mono guarrindongo pero acomodado a su reclusión. Quizá, pobrecito, ya está harto de que no venga ninguna mujer por aquí -para organizar nuestros tríos clandestinos- y quiere ir a buscarlas él solito por la selva.




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Oppenheimer

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Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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El amanecer del planeta de los simios

🌟🌟

A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

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