Mostrando entradas con la etiqueta Jason Clarke. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jason Clarke. Mostrar todas las entradas

El amanecer del planeta de los simios

🌟🌟🌟

En “El amanecer del planeta de los simios”, yo, que formo parte de la especie “Homo sapiens” –más bien de la “Homo stupidis”, pero ése es otro chiste- no sé muy bien a quién animar en las batallas. La misantropía me empuja a creer que los simios son más nobles e inocentes, víctimas de nuestra vesania depredadora. Pero luego, en lo más crudo de la refriega, tampoco me veo representado por sus caras simiescas, ni por sus colmillos desgarradores, aunque sí un poco por sus cuerpos rechonchos y peludos. (Hace meses que los vellos quieren colonizar mis orejas y no apeo las pinzas de la mano. ¿Será “El amanecer del planeta de los antropoides”?).

Como bien saben los cuatro gatos que me leen, yo tengo un antropoide interior que se llama Max: un simio casi tan listo como César que vive dentro de mi estómago, con poco espacio, eso es verdad, pero a cuerpo de rey, con su neumático colgante y su plátano garantizado. Max suele salir en mis escritos cuando hablo de sexo, porque él es mi yo rijoso, el Ello freudiano, el mono marrano a quien echo la culpa de mis instintos hormonales. Cuando una bella señorita aparece en pantalla -una como Keri Russell, por ejemplo- él se despereza y se asoma a mis ojos por el periscopio, y salta y gruñe llevado por la excitación. A veces, incluso, cuando yo me despisto, Max usurpa la voluntad de mis manos y escribe apologías muy sucias cargadas de poesía, o poemas muy bellos cargados de suciedad. Es más o menos lo mismo.

Max, por supuesto, va a muerte con sus congéneres. Ahí dentro yo le sentía muy revoltoso cuando César -que para él es un blando y un pactista- era defenestrado por Koba (¿se están riendo del camarada Stalin?) y se monta la de san Quintín en San Francisco. No le conocía yo, a Max, ese afán vengativo contra los humanos. Siempre le tuve por un mono guarrindongo pero acomodado a su reclusión. Quizá, pobrecito, ya está harto de que no venga ninguna mujer por aquí -para organizar nuestros tríos clandestinos- y quiere ir a buscarlas él solito por la selva.




Leer más...

Oppenheimer

🌟🌟🌟🌟

Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




Leer más...

El amanecer del planeta de los simios

🌟🌟

A Max, mi antropoide interior, le gustan mucho las películas de El Planeta de los Simios, lo mismo las antiguas que estas nuevas diseñadas por ordenador. Max siempre ha soñado con amotinarse, con apoderarse de los códigos secretos de mi voluntad, y para él, esta saga de los simios tiene el mismo valor que el Octubre de Eisenstein para los bolcheviques: una inspiración revolucionaria, una guía práctica para sublevarse contra el ser humano que lo tiene amordazado. 

    Siendo como soy un adulto amoral, y un futuro viejo verde, Max todavía piensa que soy demasiado humano, y demasiado civilizado. Él sueña con una vida salvaje carente del super-yo freudiano, una aventura regida por los instintos más básicos en la que voy por la calle desafiando a los machos rivales y cortejando a las mujeres.




            Para que no se pusiera muy tonto durante la proyección, hoy por la tarde, antes de ver El amanecer del planeta de los simios, le he prometido que un día de estos, tal vez por su cumpleaños, o por su santo, si se mantenía calladito y no daba mucho la barrila con sus cánticos, volveríamos a ver aquella atrocidad que perpetró Tim Burton con el mundo imaginario de sus congéneres. Dejé escrito que jamás volvería a ver semejante estupidez, pero entonces yo no sabía que la saga iba a ser relanzada pocos años después, mucho más cuidada, mucho más decente, con un líder de los simios por fin complejo y seductor- La versión de Tim Burton es, de largo, la preferida de Max. Y no por su complejidad, ni por su enjundia -que a ambos nos entra la carcajada en el sofá- sino porque en ella salía, muy corta de ropa, esa mujer -que no actriz- llamada Estella Warren, una nadadora canadiense a la que Dios dotó del rostro más sensual que vieron al norte de los Grandes Lagos. 

        A Max, que siempre ha visto el mundo con mis ojos enamorados, no le gustan nada esas simias que salen en las películas, con los labios de hemisferios de coco, y toda la piel recubierta de pelos. A Max, más allá de las preferencias particulares, le gustan las mimas mujeres que a mí, y por eso mantenemos, a pesar de todo, una entrañable convivencia en el sofá. Una convivencia que a veces, cuando las películas vienen bien dadas, y ambos salimos satisfechos de la función, se puede confundir perfectamente con la amistad.

Leer más...