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El buen patrón

🌟🌟🌟🌟🌟


La primera aparición de Javier Bardem me deja descolocado porque alguien -no sé quién, no conozco a nadie en ese mundillo- se ha inspirado en mi apariencia para dibujar su personaje. Hay mucho de imagen especular en ese corpachón desgarbado y en esas canas expandidas. Cuando llevo el pelo largo se me pone así, tal cual, ondulado a lo pijo, a lo fashion pijo, como en las fotos de la escuela.

Los dos lucimos -o deslucimos- una caraza de hombre criado a biberón que nunca conoció la escasez del frigorífico ni la dictadura de las básculas. Los dos, ay, llevamos ese aire indefinido entre la mansedumbre del espíritu y la mala hostia de la sangre. Esa irresoluble contradicción de hombres tranquilos que rumian por dentro sus encontronazos.

Bardem, eso sí, lleva unas gafas muy distintas a las mías -hace mucho que me apunté al look de Jean-Luc Godard precisamente porque le odio-, pero él las lleva como las llevo yo: con una resignación jesuítica que le viene de perlas para construir su personaje, pero que a mí, a lo largo de la vida, sólo me ha cerrado caminos promocionales y me ha ubicado en contextos inadecuados. Hay gafosos de necesidad y gafosos de corazón, y yo soy solo de los primeros.

Paso los primeros veinte minutos confundido, casi en silencio, lo que no es habitual en mí cuando tengo compañía en el sofá -soy un turras de mucho cuidado-  hasta que N. se cosca de mi desconcierto, me toca el hombro con suavidad y me dice descojonándose:

-          Tienes un aire...

-          Joder, un aire... ¡Un ventarrón! -le respondo.

Nos reímos, sí, y gracias a la risa por fin despierto y me centro en los oficios del buen patrón de “Básculas Blanco”, que es un metomentodo que no admite la infelicidad de sus empleados. Todo por la producción. El buen patrón lo mismo ejerce de confesor que de asesor matrimonial. De psicólogo que de matón profesional. Lo que toque. Un tipo peligroso si le desequilibras el peso de los cojones, que lleva perfectamente calibrados.





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Los lunes al sol


🌟🌟🌟🌟🌟

Va perdiendo uno la noción del calendario, aunque siga trabajando y justificando la nómina del mes. Pero el teletrabajo no parece trabajo, si no cambias el paisaje del salón, y lo cumplimentas con música de Schubert sonando en el iTunes. Los días en rojo se han vuelto negros, y quizá eso sea una metáfora de los tiempos políticos que vendrán… O a lo mejor es al revés, que los días negros se han vuelto rojos, como festivos que ya nadie celebra en el confinamiento, porque no hay fútbol que marque la alegría, ni salidas al campo, ni paellas en casa de la suegra, los domingos, que cuántos iban a pensar que un día las echarían de menos… A las paellas, digo.

    Llevo dos o tres semanas que me lío con los días, y a veces dudo si estoy en jueves o en viernes, en sábado o en domingo, hasta que tomo el enésimo café y la mente se despeja, y en esos lapsus siempre me acuerdo de Santa, el de Los lunes al sol, porque él tampoco estaba muy seguro del día en que vivía, cuando volvía del bar, o cruzaba la ría, en el día repetido y triste de los parados.




    Por lo demás, Los lunes al sol sigue siendo una de las películas de mi vida. La habré visto, qué sé yo, diez veces, y nunca me canso de verla. Santa soy yo, y yo soy Santa. Me sé sus frases como si fueran mías. Pero no por repetidas, sino porque me salen de las tripas, y ya la primera vez que conocí a este fulano me iba planchando los pensamientos. Yo soy como Santa, digo, pero a mí, de momento, me ha ido bien en la vida. Soy un funcionario, un privilegiado, y a los niños autistas, de momento, no vienen a educarlos profesores coreanos por la mitad de mi sueldo. Pero a él sí: a Santa le construían los barcos más baratos, en Seúl, o en Busan, o donde su puta madre, y los astilleros le dejaron tirado en la calle. A él, y a sus compañeros, y a los que tendrían que venir después, los chavalucos, a tomar el relevo del oficio.

    Yo soy como Santa, alto, y anchote, y amante del queso, y con una retranca muy jodida si me tocan las narices. Que yo vea a Santa en la película, en Galicia, capeando la vida como puede, y que no sea él, desde su sofá, el que me vea a mí en Ponferrada, tirado por los bares -es un decir-, es sólo una cuestión de suerte. Porque además, en caso de buscar responsabilidades que no existen, aquí nadie sigue sin explicar por qué unos nacen cigarras y otros hormigas. Jodío Santa…



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Amador

🌟🌟🌟

Amador, la última película de Fernando León de Aranoa, quiere ser el retrato tragicómico de una pareja de peruanos que viven al borde de la desesperación, en los arrabales de Madrid. Él, Nelson, lleva un negocio ilegal de reparto de flores, y ella, Marcela, cuida a un anciano cascarrabias llamado Amador que da nombre a la película.

El tal Amador, aunque su hija opine lo contrario, y jamás se pase por la casa a visitarlo, está en las últimas fechas. Ya no sale de la cama si no es para mear o para tomar un baño. Allí tumbado noche y día, sin afeitarse y sin quitarse el pijama, Amador escucha la radio, ve la televisión, recibe a las visitas, completa sus puzzles... Cuando Marcela le reconviene, el anciano le suelta un par de sabidurías aprendidas en los bares para salir del paso. Da un poco de vergüenza que el otrora genial guionista, don Fernando, caiga en estas simplicidades de colegial. "La vida es como un puzzle en el que hay que ir colocando las piezas", y cosas así, en las líneas de diálogo. De primero de filosofía para parvularios; de culebrón jamaicano para marujas. De película del Oeste de bajo presupuesto donde la vida siempre está en el fondo de un vaso de whisky. 



    Es ahí, en las parábolas de la I Carta de Amador a los Corintios, cuando la película, a pesar de sus buenas intenciones, se cae sin remedio. Luego suceden cosas que no se pueden desvelar aquí, muy gordas y muy traumáticas, y uno, sin saber muy bien cómo, se encuentra repasando los conocimientos que aprendió en la tele sobre la velocidad de descomposición de un cadáver. Y aquí, en Amador, las cuentas no salen. Y mucho menos en Madrid, en plena canícula, en el extrarradio polvoriento. De Amador hemos pasado a un CSI Fuenlabrada en el que Grissom y compañía se enfrentan al extraño caso del cadáver que aguantó semanas y semanas sin pudrirse, emitiendo todo lo más un tufillo que unos ramos de rosas se encargaron de disimular. El brazo incorrupto de Santa Teresa, de nuevo. Un  milagro de la España Católica que lucha contra el laicismo voraz de Podemos. Una chapuza de guión que te corta el rollo solidario con estos peruanos exiliados. Qué nos importa ya, el devenir socioeconómico de estas pobres gentes, si vivimos pendientes de este nuevo desafío para la ciencia, de esta nueva intromisión –quizá de lo divino- en nuestras vidas de pecadores. 


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