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Un método peligroso

🌟🌟🌟🌟

El abuelo Sigmund fue el primero en comprender que el sexo reprimido era un veneno muy tóxico para la salud. Sin duda un medicamento indispensable para la convivencia y para la salvación del alma, pero fatal para el equilibrio de la mente recién descendida de las ramas.

En su consulta de Viena, el abuelo descubrió que era el sexo no resuelto quien causaba los conflictos interiores que enloquecían a sus pacientes. Al principio debió de quedarse boquiabierto y abochornado como un niño que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías y esperó a que saliera el sol por Antequera. Fue tal el escándalo y la conmoción que el abuelo corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían apenas cuatro gatos que seguían sus enseñanzas. 

Sigmund metió el telescopio de Galileo por nuestras fosas nasales y descubrió que por las circunvoluciones del cerebro -que son el laberinto mitológico de nuestra mente- pasea un bonobo que se pregunta todo el rato cuando llega el momento de follar. ¡Era el bonobo!, y no el Minotauro, el que provocaba el ruido que no dejaba dormir a sus pacientes. Era el mono de Darwin -y no Belcebú- el vecino de arriba que no paraba de dar golpes o de jugar con las canicas. La gente de Viena sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo y dejarlo encerrado en el sótano más inmundo de la vivienda.  

Carl G. Jung fue durante algún tiempo el discípulo amado de mi abuelo, pero era demasiado remilgado para asumir las consecuencias impepinables de la doctrina. Demasiado cínico también. Demasiado mujeriego... Jung era más proclive a las monsergas parapsicológicas y a los consuelos de la religión, así que terminó haciendo apostolado entre los crédulos y los mentecatos. Lo mismo que hubiera hecho Jesús si hubiera vivido a orillas del lago Zúrich y no al lado del reseco Tiberíades.



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Begin Again

🌟🌟🌟


Nadie en su sano juicio abandonaría a una mujer como Keira Knightley a no ser que ella:

a) Sea una psicótica con brotes paranoides que camina por la vida sin diagnosticar (a veces pasa).

b) Descubra de repente a Jesucristo y decida convertir su piel humana en cuerpo místico y consagrado.

c) Te vacíe la cuenta bancaria hasta que tengas que decir basta y encima te eche en cara tu actitud (a veces también pasa).

d) Necesite comerse tus testículos en rodajas para curar las fases más agudas de su problemática depresiva.

e) Niegue las pruebas evidentes de que se acuesta con otros hombres y te acuse a ti -monje trapense y tonto enamorado- de pegársela con las tías más o menos sospechosas de tu lánguido ecosistema.


Pero Keira Knightley, en “Beging Again”, a diferencia de esas mujeres que yo por supuesto jamás he conocido, no presenta ninguno de estos cuadros psiquiátricos ni comete atrocidades que te cuestan la salud. Keira es guapísima, majísima, toca la guitarra como los ángeles y vive colgada del sueño musical de su novio talentoso. Keira es... la pera limonera. Y sin embargo, el pichabrava de su novio, en una decisión aberrante que estropea la película entera porque es su punto de partida y su hilo melodramático, la dejará por otra mujer en un acto que es al mismo tiempo pecado mortal e imposible metafísico.

Así las cosas, “Begin Again” -que no tiene nada que ver con “Volver a empezar”, la película que rodó José Luis Garci antes de cambiarse el apellido por Aznar- se instala en un realismo mágico como de García Márquez en el que Nueva York se transforma en Macondo y todo el mundo celebra las desgracias componiendo canciones y jurando no vendérselas jamás al sucio capital. Más vale cantar de pie que triunfar arrodillado. Pues puede que sí, mi comandante, pero también puede que no.






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The imitation game

🌟🌟🌟

La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Quiero ser como Beckham

🌟🌟🌟

Para celebrar el día de la raza española, Pitufo y yo, que somos españoles porque aquí nos tocó nacer, y no porque Dios nos concediera el orgullo patrio, ni la gracia rojigualda, nos damos un garbeo por la Pérfida Albión para ver una película sobre chicas que juegan al fútbol.  Él con catorce años y yo con cuarenta y uno, la combinación en una misma película de chicas y fútbol suena a gloria bendita para celebrar este viernes por la noche, este reencuentro de padre e hijo ante la presencia sagrada del Espíritu Santo, que ha dejado de ser paloma por un día y se ha transustanciado en televisor y moderna tecnología.
Quiero ser como Beckham es la predecible historia de una chica a la que sus padres, emigrantes hindúes en Londres, no dejan jugar al fútbol porque temen que su convivencia en los vestuarios le lleve a preferir las vaginas a los penes, y les arruine el fabuloso matrimonio que tarde o temprano habrán de concertar con una familia acomodada.  Entre súplicas y amenazas, lloriqueos y cabezonerías, el caso es que al final, fútbol, lo que se dice fútbol, se ve muy poco en la película, y encima mal rodado, porque esta directora llamada Gurinder Chadha se ve que no es muy aficionada al Sagrado Deporte, y filma las jugadas como si se tratara de un episodio de Oliver y Benji, con ángulos imposibles y regates de fantasía que sólo se ven en la PlayStation.

Pero si el fútbol brilla por su ausencia, las chicas, en cambio, que eran la otra pata de esta mesa peculiar, nos alegran la función y nos animan a intercambiar opiniones. A Pitufo le gusta mucho la chica hindú, quizá porque la ve bajita, modosita, más cercana a su sensibilidad de enamoradizo principiante. Yo, en cambio, que llevo más de treinta años afilando mis preferencias, me decanto por la belleza plana y algo dura de Keira Knightley. Aquí, en la flor de su juventud, Keira luce algo hombruna y angulosa, pero con su cinta en el pelo, y su top sudoroso sobre el tórax impechado, luce dos fetiches que arrastro conmigo desde la adolescencia, de cuando espiaba a las chicas de las monjas jugando al baloncesto, que eran también rubias, e impechadas, preciosas bajo sus diademas en el cabello...




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