Life's too short
La gran apuesta
🌟🌟🌟🌟
Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer
libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las
páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía
leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía
para recoger el pis de los perretes.
Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”,
sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a
darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de
ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la
astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de
germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La
gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se
meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole
parapetados en lo incomprensible.
Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol. Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar.
De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente
real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final
terminan por desplumarle. Ayer como siempre.
Café Society
🌟🌟🌟🌟
La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja,
y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The
End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café
Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo
al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados,
sobreponiéndose al final de su ilusión. Aunque
esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la
antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas
clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que
ya lleva muchas pedradas en el zurrón.
Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues
en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos
jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro,
esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos,
nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba
en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas
barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos
malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad.
Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya.
Héroes de futuras ficciones.
Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza
chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de
tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de
lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me
quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna
reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles,
y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen
para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que
va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y
talentosa.
El vicio del poder
El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.
La última bandera
Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado...
La batalla de los sexos
Como en cualquier película de guerra –y ésta, en el fondo, es una película sobre la guerra más vieja del mundo, interminable y soterrada- la escena de la batalla da sentido a todo lo que se contó antes, y a todo lo que se contará después, si es que alguien queda vivo tras la matanza. En La batalla de los sexos, sin embargo, el gran partido de tenis que enfrenta al hombre y a la mujer, al payaso y a la deportista, al macho pavoneante y a la mujer que se rebela, viene a desmontar, a ensuciar incluso, todo el discurso anterior que ennoblecía la película.
Foxcatcher
Crazy stupid love
Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.
The Office
He perdido muchas amistades por culpa del cine. En concreto por culpa de mis recomendaciones entusiastas. Eran amigos tuyos un viernes por la noche -cuando les dejabas una película en DVD cien veces ponderada- y luego, cuando llegaba el lunes y te la devolvían, ya sabías, por la mirada huidiza, por los comentarios parcos, por las largas que te daban, que esa amistad había muerto sin dar tiempo a bautizarla. No querían tratos con tipos como yo, con semejantes gustos, y con tan insistentes insistencias. Y yo, la verdad, tampoco luchaba mucho por retenerlos. No ofendido por su indiferencia, pero sí decepcionado, solitario una vez más en la isla de mis gustos y prejuicios.