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Un fantasma en la batalla

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Hace un par de semanas, en un programa cultural de la fachosfera, entrevistaron a Agustín Díaz Yanes para promocionar “Un fantasma en la batalla”. Los amigos, o amiguetes, le llamaban “Tano”; los demás, Agustín a secas. Digo esto porque algunas de esas amistades son... peligrosas, como aquellas de Choderlos de Laclos. No sé si “Tano” las aprecia de verdad o si al colgar el teléfono se olvidó de que existían.

Tratándose de una película sobre ETA me temía lo peor. Y lo peor, aunque tardó en llegar, era tal cual yo lo imaginaba. Mientras entrevistaron a “Tano” todo fue más o menos civilizado. Hablaron de la película como película y también como recordatorio de la barbarie. “Un fantasma en la batalla” es un thriller estimable pero también un documento de la época. A mi hijo, por ejemplo, que tiene 26 años, le hablas del terrorismo de ETA y es como si le hablaras, yo qué sé, del Muro de Berlín, o de los tecnócratas de Franco. De chaval, en los telediarios, él ya sólo conoció los asesinatos muy espaciados y desesperados.

Cuando despidieron a “Tano”, los tertulianos de la radio "plural" metieron un poco de publicidad y a la vuelta ya estaban todos atizándole al Gobierno. Estaba claro que no iban a desaprovechar la ocasión. A su izquierda todo es ETA y Pedro Sánchez es un hijoputa. No lo dicen exactamente así porque son cultos y refinados,  pero su audiencia no es tonta y sabe completar los puntos suspensivos. Ni siquiera hace falta que los amos les llamen por teléfono. Ellos son como son y ya saben dónde están. Se juegan el pan de sus hijos y yo esas cosas las entiendo. Lo que me jode es el oportunismo y la contradicción. Toda esta gentuza se tiró años pidiendo que la izquierda abertzale rechazara las armas y entrara en el juego democrático; y ahora que lo han hecho, lo que piden, casi a gritos, es marginarlos para ver si vuelven al monte y empuñan de nuevo la Parabellum. 

El terrorismo fue muchas cosas terribles, pero también un negocio cojonudo. Una excusa patriotera. La sonrisa maligna del facherío.




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Loco por ella

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Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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