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Los Soprano. Temporada 6

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El único personaje femenino que se salva de la quema es la doctora Melfi, la psiquiatra de Tony Soprano. Ella es una profesional estricta que guarda silencio de sus muchas sospechas. Es verdad que con el tiempo se nos ha vuelto un poco indiscreta y morbosa, pero quién no querría comocer cosas de esa gentuza tan peligrosa como fascinante.

Yahvé no podría salvar New Jersey por un justo que encontrara dentro de “Los Soprano”, porque no hay ninguno. Y justas, ya digo, solo una. Si ellos son unos sociópatas que viven de la extorsión y del asesinato, ellas, sus esposas y sus amantes, no van a renunciar a su vidorra por una cuestión tan tonta como los escrúpulos morales. Tanto peca el que mata como el que agarra de la pata, decía mi abuela. Las hay tan imbéciles que no sospechan de dónde viene el dinero; las hay tan listas que sí lo saben pero prefieren olvidarlo o racionalizarlo con excusas muy elaboradas. Cada vez que Meadow, la hija de Tony Soprano, le explica a su novio que sus parientes son “pobres gentes golpeadas por la miseria ancestral del Mezzogiorno”, éste desvía la mirada y piensa, avergonzado de sí mismo, que si ella no estuviera tan buena jamás se habría enredado con semejante familia de paletos irascibles y prostitutas voluntarias.

Carmela Soprano, la mujer de Tony, es quizá el personaje más repulsivo de la serie. A los matones les damos por descontados y sus crímenes no cuentan para esta aberrante clasificación. Carmela es la perfecta tonta del culo: tan lista que ha conseguido engañarse a sí misma de un modo absoluto. Ella sabe que su marido se dedica a negocios turbios, pero nada más. Puede que Tony rompa algún brazo o alguna jeta de vez en cuando, pero todo es lícito si el dinero sigue entrando en grandes fajos por la puerta, todo en B y libre de impuestos. En un episodio de esta sexta temporada, Carmela le cuenta a la doctora Melfi que se enamoró de Tony Soprano porque éste la abrumaba con regalos carísimos en los comienzos, aún sabiendo que seguramente los robaba. Los sociópatas nunca se extinguen porque siempre hay alguien dispuesto a mezclar sus genes con ellos.



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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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Los Soprano. Temporada 4

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Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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