Offside

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El quinto y último asalto en este combate que me enfrenta a Jafar Panahi es el más entretenido de todos. Offside no es su mejor película, pues Panahi, mejor, no tiene ninguna, pero sí es, desde luego,  la única con la que no he bostezado cada poco rato, maldiciendo mi suerte de cinéfilo aventurado.

Offside cuenta las desventuras de un grupo de chicas que, disfrazadas de chicos, pretenden acceder al Azadi Stadium para ver un partido de fútbol entre Irán y Bahrein. Cacheadas y detenidas en las puertas de acceso por los soldados, son conducidas a un redil improvisado en los exteriores, donde se escuchan los gritos de la grada entregada al espectáculo. Allí, en el redil, transcurre la mayor parte de la película, con enjundiosos diálogos entre las detenidas y sus guardianes que vienen a denunciar lo ridículo de la situación, y lo ridículo de la marginación femenina en general. Los soldados confraternizan con ellas, les narran el desarrollo del partido, les ayudan en sus necesidades fisiológicas. Se ve que en el fondo simpatizan con ellas, aunque no tengan el poder de dejarlas marchar. Panahi viene a decirnos, una vez más, que no es la convicción, sino el miedo a los ayatolás, lo que obliga a los hombres a mantener este apartheid vergonzoso.

Lo que no se entiende muy bien es que estas chicas, cuando la selección de Irán alcanza finalmente la victoria, ellas salten como locas de contentas, y entonen encendidos cánticos a la patria. Que es, no lo olvidemos, la misma patria que no les deja acceder a los partidos, y que las encierra entre cuatro vallas como al ganado perdido de algún terrateninete. La misma patria que les niega el derecho a viajar solas en los transportes públicos, que las ningunea y las margina como a portadoras de una enfermedad infecciosa. ¿Qué cariño le pueden tener estas mujeres a su país? ¿Por qué celebran una gesta deportiva que el mismo régimen convertirá en instrumento de propaganda, en justificante indirecto de su legislación medieval? No se entiende muy bien, la verdad. 

O sí, para, porque ahora recuerdo la exaltación patriótica que nos invadió a los españoles cuando ganamos el Mundial del 2010, gritando en las plazas de pueblos y ciudades que este país de ladrones electos, de estúpidos jaleados, de evasores consentidos, de curas hostiles, de periodistas vendidos, de golfos apandadores, era el mejor país del mundo. 

Ya lo cantaba, una vez más, Javier Krahe en Antípodas, letra a la que recurro constantemente porque soy un vago, y también porque ilustra mejor que nadie lo que voy contando sobre este Irán antipódico y próximamente enemigo:

Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.




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American Horror Story

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Qué mejor noche que ésta, la del Halloween de los anglosajones, para estrenar en mis pantallas la aclamadísima American Horror Story. Y qué mejor lugar que éste, el salón de las cinefilias, para dejar constancia de mi aburrimiento inconsolable, de mi decepción supina. Los dos primeros episodios son el greatest hits de lo mil veces visto en el género de terror. El disco recopilatorio de lo mil veces manido. Qué lejos estaba yo de saber, hace unos días, cuando me lancé a enumerar los topicazos del género, que me los iba a encontrar de nuevo en tan corto plazo de tiempo, copiaditos, calcaditos, como dos gotas de agua. Como dos gotas de sangre.

Para qué volver una vez más -me digo- sobre ellos... Sé que los fanáticos del género no esperan otra cosa, que no demandan otra cosa. Éste es su producto, el punto justo de cocción y aderezo. Ser original, en las películas de terror, es muy malo para el negocio. O quizá es que no hay más cera que la que arde. Quién sabe. Quizá con los sustos ya esté todo dicho, como sucede en el western, o en las comedias románticas, y sólo quede el recurso del eterno retorno sobre lo mismo, del homenaje a los clásicos, o del plagio a los contemporáneos. No lo sé. Lo que tampoco sé, y eso es más grave, es qué coño pinto yo insistiendo en estas películas, y en estas series, que ni siquiera me gustan, y que me hacen perder tantos ratos en esta escritura tonta, denunciando, despotricando, justificando mis absurdas programaciones.





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Darkness

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La tormenta nocturna; el caserón aislado; la lluvia persistente; el trastero oculto; el pasillo en sombras...
El matrimonio con hijos; el pequeño que ve muertos; la adolescente medio boba; los dibujos premonitorios; el marido que enloquece; la madre que no se entera...
La hojarasca removida por el viento; los columpios mecidos por el fantasma; la pareja de niñas asesinadas al fondo del pasillo...
La luz eléctrica que fluctúa; el gramófono que arranca solo; las bombillas de cuatro vatios; las cañerías que chirrían...
Los antiguos dueños; los horrendos crímenes; los retratos en sepia; la fotografía azarosa que revela la existencia de los fantasmas...
Los volúmenes satánicos en la biblioteca; la muerte violenta de quien viene con la solución; el sexto sentido del gato que pega un bufido y se pira...
La sombra fugaz que cruza el pasillo con un bocinazo en la banda sonora; la música cursi que subraya las escenas idílicas de transición;  la música tenebrosa y dislocada que te pone la cabeza loca en las escenas de movidón...
El final incomprensible; el final abierto; el final estúpido; el final que busca descaradamente la secuela...
Lena Olin descendiendo la montaña de la belleza; Anna Paquin que ni siquiera llegó a divisarla; Fele Martínez haciendo de Fele Martínez...


Todo esto y más, porque ya me aburro de acumular topicazos, es Darkness. La oscuridad. El bostezo. La misma película de siempre, eficiente y bien hecha, aburrida y previsible, entretenida y trivial. La misma fotocopia. La misma monserga. La pérdida de tiempo lamentable. De nuevo la oscuridad de otra noche larguísima, ahora ya sin cine. 




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Cosas que hacen que la vida valga la pena

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En la alegría estúpida del viernes por la noche, elijo Cosas que hacen que la vida valga la pena, que es una comedia española de larguísimo título, y de escaso metraje, que encaja como un guante en este ánimo risueño y tontorrón. No espero gran cosa de la película: algo de lo que he leído por la red me dice que la decepción le ganará finalmente el pulso al regocijo, por mucho que trabajen en ella Eduard Fernández (ese monstruo) y Ana Belén (esa mujer). Y no me equivoco, lamentablemente. El sexto sentido de las películas anda bien afinado estos días. Cosas que tal y tal es una película fallida, tramposilla, sacada del libro de recetas para los espectadores menos exigentes. La música, intrusiva; las casualidades, rocambolescas; los chistes, muy malos; la teta, de una doble de cuerpo. Las transparencias que le ponen a Ana Belén cuando hace que conduce, indignas del siglo XXI. Y la diferencia de edad entre los dos tortolitos -trece años a favor de la fémina- insostenible en ese contexto que se nos propone, aunque Ana Belén sea una cincuentona de muy buen ver, y Eduard Fernández se curre el romance como un profesional de su oficio.

Lo mejor llega al final, cuando la película propiamente dicha ya ha terminado, y aparecen Gemma Nierga e Iñaki Gabilondo en un estudio de radio para recitar a dúo una lista de “cosas que hacen que la vida valga la pena”. Entre las que no se encuentra, por cierto, la película del mismo nombre. Es una lista bonita, sencilla, casi poética, que muchos suscribiríamos en su mayor parte. Aquí la dejo expuesta junto a mis propias matizaciones y preferencias, que a nadie importan en realidad, como todo lo demás que escribo. Pero que aquí quedan, al menos...

1 Las novelas de Javier Marías / Las novelas de Luis Landero
2 Las sandalias en verano / Las zapatillas en invierno
3 Menorca. Jugar al mus. Chavela Vargas / La montaña leonesa. Jugar al ajedrez. Serrat
4 Estrenar ropa. Las siestas en el sofá. Un masaje en los pies / La ropa de siempre. Las siestas en la cama. Un masaje en...
5 Meterse en la cama en invierno. Que tu perro te reciba cuando abras la puerta / Meterse en la cama, en cualquier estación. Y el perro, sí.
6 Los chistes de los niños. Hacer un rompecabezas. Compartir un paraguas / Los chistes muy cerdos. Ver más películas. Caminar bajo la lluvia, sin paraguas.
7 El silencio. El mar. El sol en invierno / El silencio.El Cantábrico. Las nubes en verano.
8 La música. Los amigos que aguantan el paso del tiempo. El café de la tarde / La música, claro.La soledad. El café a todas horas.
9 Los reyes magos. El olor de las sábanas limpias. Con faldas y a lo loco / El Grinch. El olor de las sábanas limpias. Primera plana.
10 El vino de Rioja y el jamón serrano. Los primeros novios de tus hijos. Los últimos novios de tus padres / La cocacola y el pincho de tortilla. Las novias nórdicas que yo sueño.
11 El chiste de Forges. La ducha después del gimnasio. Mojar pan / El chiste de El Roto. La ducha después del amor. El pan, a secas.
12 Las películas de amor /  Las buenas películas.



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Sangre y oro

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El sueño irreductible me obliga a detener Sangre y oro en el minuto 42, justo cuando estos ladrones de poca monta rondaban por enésima vez la joyería que llevan clavada en el -pobladísimo- entrecejo. Y es que son muy aburridas, las películas de Jafar Panahi. Uno toma apuntes, aprende cosas, se va quedando con una imagen general de cómo viven o malviven los iraníes. Pero lo didáctico apenas sirve para sostener la atención. El ritmo es plúmbeo y cansino. Cuando las secuencias ya han terminado de contar lo suyo, Panahi las estira y las estira en minutos interminables que no aportan nada nuevo. En una sala de montaje, reducidas a su esencia, las películas de Panahi no pasarían de ser mediometrajes sin recorrido en los festivales, ni espacio en las colecciones exclusivas de los DVDs.  Se nota que están infladas, que se les pone mucho relleno, que no hay mucho que contar más allá de la anécdota central y de cuatro pinceladas del paisaje.


Ocurre, también, que uno se decepciona poco a poco con lo que va descubriendo sobre Irán. Más allá de las vestimentas, y de las marcas de los coches, una calle de Teherán no parece muy distinta de cualquier avenida occidental, con su tráfico, su polución, su gente pudiente en las cafeterías caras y sus pobres malvestidos afanándose en las aceras. Hasta repartidores de pizza tienen en Irán, cosa que uno pensaba prohibida y hasta castigada por la ley islámica.  En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe hablando de Australia. Y también, por lo que se ve en estas películas, en Irán, la antípoda religiosa, y quien sabe si la bélica dentro de unos años. El armazón biológico del ser humano es el mismo en todas partes. Y luego están las películas, y las antenas parabólicas, para uniformar los gustos y las costumbres. Sólo las cinematografías inexistentes de países como Mozambique o Vanuatu nos mostrarían, quizá, paisajes humanos sorprendentes, sugestivos, que atrapasen el interés del espectador aunque la película exhalase el humo de las adormideras. Como éstas del bueno de Jafar.



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Arrugas

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Voy notando, al paso de los años, al mismo ritmo que pierdo el oído o que se me cansa la vista, que la piel se me va haciendo impermeable al melodrama. Es como un autismo tardío y creciente. Como una fosilización progresiva del epitelio. Me estoy convirtiendo en La Cosa, el bicho aquel de Los 4 Fantásticos. Pero pero aún, porque él -el hombre que vivía debajo de las piedras- tenía un corazón de mazapán.  

Simpatizo con los personajes que pululan por mi televisor, pero si la película es mala o defectuosa, no logro empatizar con ellos. Empiezo a fiarme más de lo estético que de lo ético. Las desgracias ficticias, o basadas en hechos reales, me aportan materiales para la reflexión, para el conocimiento, para la prevención propia de los males, pero no me rasgan el sentimiento, ni me hacen brotar la lagrimilla. Me he vuelto insensible, quizá malo, cuando no veo las cosas en una gran película. Envueltas en un papel de colorines. 

Es por eso que veo películas como Arrugas, con los ancianos en el asilo y el Alzheimer que les devora las neuronas, y no paro de mirar el reloj para ver cuánto tiempo falta para que termine. Es terrible, y quizá premonitorio para uno mismo, lo que cuenta esta atípica película de animación. “Dedicado a todos, ancianos de hoy, ancianos de mañana” dice el rótulo del final. Para allá vamos todos, en efecto, si el cáncer, o la premonición Maya, o la guerra futura contra los iraníes, no le ponen pronto remedio. Debería enternecerme, estremecerme, inquietarmne, con Arrugas. Pero me jode su tonillo, su intención dramática, su banda sonora de melancolías empalagosas... No lo puedo remediar.





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Following

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Celebro el Día de la Raza  viendo una película de La Pérfida Albión, que es la nación traidora que nos tienen secuestrado Gibraltar. La veo subtitulada al castellano, eso sí, pero no como homenaje al idioma imperial de mis antepasados, sino como necesidad última de quien malgastó la asignatura de inglés, incapaz de entender que el morning escrito y el moneh realmente pronunciado eran la misma palabra. O que el “yu ar mai broder” evidente, se convertía, por arte de magia, en boca del enseñante de turno, en un “yuáh ma bradah” incomprensible y desconcertante. Por poner dos ejemplos.

La película es Following -que supongo se pronunciará fologüennhg, o algo así: la ópera prima del ser humano llamado Christopher Nolan que luego, con el tiempo, se convirtió en un dios adorado del uno al otro confín, como los emperadores romanos. Nolan rodó su little masterpiece en el año 98, en blanco y negro, con cuatro duros, en ratos robados al fin de semana, con actores no profesionales que debían de ser amiguetes o coleguillas del barrio. Uno de ellos, de hecho, que interpreta al ambiguo personaje de Cobb, y que deja una profunda impresión en el espectador, jamás volvió a participar en ninguna película, y ahora se gana la vida como arquitecto en Londres. Gracias, internet.

Following viene a ser como la Pepi, Luci y Bom de Almodóvar: también amateur, primigenia y cutre. Solo que aquí no sale Luci comiéndose un moco para animar la fiesta. Following no retrata la movida londinense de la droga o de la subcultura. Es una película de corte clásico, del género de timadores y timados, con giro y regiro finales que dejan un buen sabor de boca, y la emparentan con referentes del thriller que aquí no citaré, por no dar pistas sobre el desenlace sorpresivo. Sale en Following, eso sí, un mafioso armado con martillo que machaca dedos y cráneos a quien no le paga los dineros, o amaga con delatarle a las autoridades. Es curioso, y sintomático, que la ingestión de un moco nos produzca más asco que la rotura de un cráneo a golpes. Habría mucho que discutir sobre este tema. Hablar de la insensibilización creciente del espectador moderno. Una labor desmesurada, de cientos y cientos de páginas, que no ha lugar, por supuesto, entre este puñado de ocurrencias soltadas al hilo de lo que voy viendo, sin más pretensión que la distracción, y el desahogo.





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El círculo

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Aunque sea su película más aclamada, El círculo, que es la tercera película del iraní Jafar Panahi, es igual de aburrida que las dos anteriores. Imposible verla a según qué horas sin bostezar varias veces, sin mirar el reloj cada diez minutos, sin librar una dura batalla contra los músculos que sostienen el cuello y mantienen la vigilia.

Aquí Panahi no coge la cámara para perseguir a niñas caprichosas en historietas de moraleja infantil, sino a mujeres hechas y derechas que caminan a escondidas por las calles de Teherán. A veces huyen de la policía por delitos que en occidente también serían motivo de persecución. Pero otras veces, las más, tratan de evitar la multa o el calabozo por cosas como fumar en público, o viajar a solas en el autobús sin una autorización del padre, o del marido. Terribles pecados contra la moral y las costumbres, como se ve. Uno ya sabía de estas cosas antes de ver El círculo, pero una cosa es leerlas en los periódicos, o escucharlas en la radio, y otra muy distinta verlas en imágenes, en una película que en realidad es un docudrama filmado cámara en mano. Muy tremendo todo, y muy triste.

Sucede, curiosamente, en estas películas de Panahi, que los hombres de la calle, los que venden los billetes o conducen los taxis, son tipos amables que tratan a las mujeres con sumo respeto. Que las ayudan, incluso, los más valientes o civilizados, a esconder sus ridículos pseudodelitos contra la teocracia. Pero quizá no convenga engañarse. Es muy difícil distinguir quién las considera iguales en esencia y quién las trata con el cuidado reservado a los animales muy valiosos. También hay ganaderos que tratan a sus vacas como a reinas de los campos. Da un poco de asco, todo esto de Irán. 

Pero no debemos, tampoco, los occidentales, sentirnos muy superiores. Los sacerdotes de aquí y los sacerdotes de allá piensan cosas muy parecidas sobre las mujeres. Son religiones que comparten libros y tradiciones. Nuestra sociedad civil está hecha de un tejido muy frágil. Tenemos a muchos iraníes camuflados entre nosotros, esperando su oportunidad. Un nuevo gobierno y zas: ya están aquí otra vez, los ayatolás con alzacuello. Como hace cuarenta años. La victoria moral es, de momento, pírrica.




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