Infiltrado en el KKKlan

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En este blog casi nunca se habla de tecnicismos porque de eso -de la ciencia cinematográfica, de la corrección de los planos o de los ajustes fotográficos- hay gente que sabe muchísimo más. Lo explican muy bien, con germanías, en otros blogs donde te dicen que Carl Theodor Dreyer era un maestro de esto, o Abbas Kiarostami un maestro de lo otro. Directores que por aquí, para vergüenza mía, para desdoro de mi cinefilia, sólo provocan bostezos de desencajarse la quijada. En las modestias de este blog solo se critica la mala elección de algún casting, que le resta verosimilitud a la historia, o la excesiva duración de algún metraje, que hubiera necesitado una poda evidente. Cositas así, de cinéfilo de provincias, opiniones más bien personales, de andar por casa, o por la terraza del café, para que se vea que uno también tiene su criterio, y su “sensibilidad artística”.

    Infiltrado en el Ku Klux Klan, por ejemplo, es un guion de Spike Lee a todas luces desmedido, con tramos que se vuelven pesaditos y discursos que se tornan redundantes. Y sin embargo, por esas cosas de la Academia -las compensaciones y los tributos, los contextos y los telediarios- el texto se ha llevado un Oscar reluciente para sorpresa de casi todos. Es muy interesante lo que cuenta Spike Lee en su película, pero no cómo lo cuenta. No da con el tono, se pasa con el metraje, pinta unos malos de pacotilla… Quiere hacer denuncia del racismo sureño pero luego mete chistes con calzador para que la peña de los centros comerciales se descojone con la estulticia caricaturesca de estos encapuchados. Una tontería… Pero la trama es interesante de por sí; Adam Driver llena la pantalla con su jeta y con su vozarrón; y al final, cuando parece que la película termina, y uno ya se levanta para tomar la leche y las galletitas antes de acostarse, la historia vuelve a empezar en forma de noticiero actual para denunciar que el racismo goza de muy buena salud en Estados Unidos -y ya no te digo nada en la Piel de Toro, con la que se avecina en las elecciones. Los hechos narrados en esta película no pertenecen, precisamente, a un pasado muy remoto de una galaxia muy lejana.




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Stockholm

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En un experimento llevado a cabo hace años en la Universidad de Florida, chicos y chicas que provenían de otras universidades se pasearon por el campus proponiendo sexo inmediato: “Hola, me gustas mucho, llevo largo rato mirándote. ¿Te apetece acostarte conmigo...?” Los muchachos, por suñuesto, al ser requebrados por las desconocidas, decían casi todos que sí, que all right, que bragas fuera y calzoncillos por los tobillos. Y las muchachas, por supuesto, al ser requebradas por los desconocidos, decían casi todas que no, que más adelante tal vez, que primero habría que tomarse un café -y luego muchos más- en el Starbucks.

    Durante mucho tiempo se usó este experimento para demostrar que los hombres vivimos  un apremio sexual permanente, mientras que las mujeres, con otra temperatura menos caldeada, son capaces de posponer el sexo hasta estar seguras de lo que hacen. Dos géneros distintos y una sola especie verdadera. Los psicólogos evolucionistas sonreían satisfechos, y yo, que hace años leía aquellos mamotretos, me reconciliaba con lo que parecía ser el sentido común de los ayuntamientos.

    Hace poco, sin embargo, dos psicólogos alemanes reprodujeron el experimento Florida para demostrar que las mujeres no sienten menos deseo sexual, sino que, simplemente, tienen miedo de encerrarse entre cuatro paredes con un tipo que no conocen. Entre nosotros mora el acosador, el violador, el asesino incluso, y no es fácil distinguirlos de buenas a primeras. Es por eso que en Stockholm, el personaje de Aura Garrido se lo pone tan crudo al muchacho que la aborda en la discoteca: él es guapetón, simpático, exuda autoconfianza, y es muy difícil resistirse a sus encantos. Se ve a la legua que es un ligón sin escrúpulos, un crápula de los colchones, y que a la mañana siguiente, con el sexo satisfecho, seguramente se transformará en el Mr. Hyde de la indiferencia. Pero de momento el tipo cuela, las feromonas subyugan, y ella, finalmente, con más dudas que certezas, subirá al piso del muchacho para darse el revolcón.

    Lo que sucede después del polvo, en el último tramo de Stockholm, forma parte de otra teoría que todavía está por demostrar: que las mujeres hermosas sufren un destino más cruel que las feas porque sólo los mujeriegos resabiados se atreven a abordarlas, y tras la alegría de saberse deseada siempre llega la decepción de sentirse utilizada. Y que en esa noria de la autoestima ellas naufragan y se sienten inseguras. No sé… Yo me he topado con muchas Auras Garrido de la vida y todas parecen tan felices con sus encantos, ligando con los hombres más hermosos y prometedores. Pero claro, esto es La Pedania, tan modesta, y aquí se corta otro bacalao, y se lleva otro rollo. Eso de que las guapas desearían ser las feas habrá que demostrarlo en Madrid, o en Estocolmo, donde bulle la modernidad y lo variopinto. Aquí todo es demasiado simple y previsible.





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Girl

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Hay experiencias humanas que nos están vedadas para siempre. Los hombres nunca pariremos con dolor en la sala de un hospital, y las mujeres jamás sabrán lo que es recibir una patada en los cojones. Yo, que he nacido hombre, y que me siento hombre, que tengo asumida esa discapacidad disfuncional de tener un cromosoma Y,  nunca sabré lo que siente una persona que nace hombre pero se siente mujer. Qué le pasa por la cabeza cuando se confronta ante el espejo. Qué gesto de extrañeza, o de asco, o de absoluta indiferencia, acompaña la contemplación de sus propios genitales, de la cara andrógina, del tórax donde echa de menos unos pechos definidos. Cómo tiene que ser convivir con esa extraña disociación entre el genoma y la identidad, entre el destino y la elección personal.

    Los personajes como Lara, la protagonista de Girl, se me quedan un poco en la bruma, en la incomprensión de quien no ha pasado por semejante trance, y no creo que vaya a pasarlo a poco que la naturaleza siga su curso. No creo, sinceramente, que llegado a la edad provecta me pase lo mismo que a Jeffrey Tambor en Transparent. La pereza, para empezar, detendría en seco cualquier intento de reforma.

   Gracias a las neuronas espejo me pongo delante de una película y entiendo a quien teme perder un hijo, o le rechaza una mujer, o le ponen un fusil en la mano para desembarcar en Normandía… Experiencias que he vivido, o que podría haber vivido. Con Lara, sin embargo, aunque simpatizo, no termino de entender. No termino de ponerme en su piel, y el personaje se me resbala, se me escurre entre las comprensiones. Transito por el metraje interesado, respetuoso, pero en realidad bastante aburrido, contemplativo, como si la cosa no fuera conmigo.  La película, que es muy plana -y no hago un chiste de doble sentido- tampoco ayuda mucho al compromiso emocional. En este trance tan especial de su protagonista, me descubro varias veces repasando la lista de la compra, y la programación deportiva del fin de semana.





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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

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Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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Mira lo que has hecho. Temporada 2

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A los que somos bertorromeristas de toda la vida, la primera temporada de Mira lo que has hecho nos pareció el coitus interruptus de su mordacidad. Berto es un tipo que lleva gafotas, que habla con mansedumbre, que sonríe con simpatía casi de misionero, pero en realidad es un destroyer de la comedia, un humorista del lado oscuro de la risa. Pero en Mira lo que has hecho parecía Emilio Aragón ajustándose las gafas en Médico de familia, una versión desleída y tontorrona de sí mismo, un cómico travestido de buenrollista roussoniano.

    Humorista de familia parecía aquello de Berto, con cuñados que pululaban, niños que daban por el culo y abueletes que en el trance de morirse se ponían filosóficamente cascarrabias o cascarrábicamente filosóficos. Daba un poco de grima, en cualquier caso. A la primera temporada de Berto sólo le faltaba la criada andaluza y las mil puñaladas publicitarias que le hubiesen asestado en las cadenas privadas. Había un puñado de buenos chistes, claro, porque Berto, diluido, sigue conservando algo de Berto, pero creo recordar que algunos, en la tertulia de los amigos, llegamos a decir que ante esa pastelada de parturientas en ciernes, bebés que lloraban y padres enmierdados entre pañales, nos lo íbamos a pensar dos veces antes de ver la segunda temporada que Movistar + ya anunciaba tras el “éxito” de la primera.



    Pero no había nada que pensar, claro. Del mismo modo que John Benjamin Toshack se bajaba los pantalones y alienaba otra vez a los mismos “once cabrones” del domingo anterior, nosotros, los fans, hemos vuelto a conceder una oportunidad a Berto Romero y compañía. Y ha merecido la pena, la verdad, porque esta segunda temporada ya tiene otro color, otra acidez más agradecida para el espectador no mainstream, no antenatresiano, no telecinquero, que no sé por quién coño nos habían tomado en la primera. Nosotros pagamos una cuota mensual para no tener que ver, precisamente, Médico de familia, ni zarandajas similares.

    Berto y sus compadres, y sus comadres, se han puesto las pilas en otra comedia más corrosiva, menos complaciente. El embarazo de los mellizos sólo es el mcguffin que sirve para hacer chistes, y sangres, y mordaces crueldades, sobre la crisis de los cuarenta, la masculina y la femenina, ahora que llegan las canas en los cojones, las tetas que desgravitan, las arrugas de Gizeh, la meada a las cuatro de la mañana, la percepción amarga de que continúa la fiesta de la vida, pero que ya estamos jugando la segunda mitad del partido.



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Buena Vista Social Club

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Personas muy queridas que habitan el mundo real -y también algún mundo virtual- me han recomendado durante años, con una insistencia impropia de su templanza, que vea Buena Vista Social Club y me deje llevar por el son cubano, y por la “maestría” de Win Wenders. Que me deje arrastrar por su “paleta de emociones”,  al calor de lo caribeño. Son amigos sorprendidos, casi alarmados, de que uno, que se las da de cinéfilo provinciano y lleva gafas de pasta para dar testimonio, siempre reniegue de este director idolatrado diciendo que es un plasta, que sólo en París-Texas llegó uno a emocionarse. Que el fulano sólo sabe hacer documentales y que para ver documentales mejor pongo los de La 2, para dormir la siesta, o los del Canal Historia, para entender nuestro pasado como una intervención subrepticia de los alienígenas.

    Hace unas semanas me topé con Buena Vista Social Club en mis navegaciones por internet y tengo que confesar que me pudo más la vergüenza que la pereza, el deber que el instinto. Las voces de los recomendadores resonaban en mi cabeza cono ecos de pesadilla. ¿Qué tengo que ver yo con la música cubana?, me seguía preguntando cuando en la película Ry Cooder ya buscaba a sus abueletes perdidos por el malecón de La Habana. ¿Qué me importan a mí los avatares vitales de Compay Segundo, la ubicación olvidada del Buena Vista Social Club, la investigación musicológica de Ry Cooder por el ancho mundo de las guitarras…? Nada, en realidad, pero reconozco que a veces, repantigado en el sofá, se me ha ido la punta del pie en algún ritmo irresistible, y hasta confieso que he prestado atención cuando hablaban estos músicos que ya tocaban sus cacharros mucho antes de que Fidel Castro encendiera su primer puro y se afeitara su primera barba.

   No he perdido el tiempo, finalmente, con el experimento de Wenders y Cooder. Pero tampoco lo he ganado, a decir verdad. El enésimo experimento de Win Wenders ha sido otro ni fu ni fa que mi televisor ha digerido como una cena ligerita. Sopita y tortilla de jamón york. Un día más en la cinefilia. O un día menos, según se mire, con tantas cosas que hay que ver antes de que llegue la imposibilidad, en cualquiera de sus formas.




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Ghost in the Shell

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En el futuro que vivirán nuestros tataranietos se morirán los cuerpos, pero no los cerebros. Antes de que la falta de riego sanguíneo inutilice las sinapsis, unos cirujanos abrirán nuestro cráneo, extraerán la masa encefálica y la instalarán en un cuerpo robótico ya preparado en los hospitales, hecho de plásticos y siliconas a imagen y semejanza del género humano.

    Lo que no se cuenta en las películas de ciencia-ficción es que la gente vivirá aterrorizada por morirse de algo que les aplaste los sesos -un choque frontal, una bala explosiva, un piano que cae del quinto piso- mientras que el cuñado, o el vecino, que tuvieron la potra de morirse de un cáncer de pulmón, o de una puñalada en el estómago, reviven al día siguiente en el hospital tan ricamente, y encima en un cuerpo cojonudo que ya no tiene lorzas en la barriga, ni alquitrán en los pulmones. Si la tecnología del volcado neuronal no alcanzara el desarrollo que se promete en Ghost in the Shell, la gente irá por la calle con un casco blindado de diez centímetros de espesor, tuneados al gusto de cada cual, y será como en los años veinte del siglo pasado, cuando todos los hombres llevaban sombrero, y todas las mujeres sombrerito, pero en un estilo más parecido al postapocalipsis metalúrgico de Mad Max.

    Los que tengan la suerte de no morirse neuronalmente, despertarán de la operación con la alegría de haber resucitado de entre los muertos, pero también con la extrañeza de habitar un cuerpo que ya no es el suyo. En las películas siempre resuelven ese momento con un simple comentario: “Usted no se preocupe, es una reacción normal, rápidamente se va a acostumbrar…”. Y en efecto, apenas dos o tres escenas más tarde, la Scarlett Johansson de turno ya está pegando brincos con su nuevo cuerpo fabricado en Taiwan, haciendo pilates con las amigas, o salvando al mundo de los malvados terroristas. Pero no creo, sinceramente, que las cosas sean tan fáciles como las pintan. Uno es sus pensamientos, pero también es su cuerpo, y entre ambas entidades se crea un feedback de influencias que conforman el yo desde la infancia. Yo he creado mi cuerpo, y mi cuerpo me ha creado a mí. Yo no sería el mismo de haber nacido rubio y con ojos azules, ni mi cuerpo sería el mismo de haber nacido yo con otra templanza, o con otra arrogancia. Yo soy yo, y mis vellos corporales, y mis uñas de los pies, y mi ombligo con pelusillas, y mi páncreas estirado como un mapa de Chile, al decir de las ecografías. Sin estos accidentes tan personales ya no sabría reconocerme al despertar.

Si a los setenta años yo renaciera en un cuerpo artificial de macho alfa -porque ya puestos, con la tecnología, no íbamos a conformarnos con otra cosa- seguramente dejaría de ser Álvaro Rodríguez para convertirme en otro tipo que miedo me da aventurar.




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Siempre juntos (Benzinho)

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Dejas de ser niño cuando un día sales a la calle sin la pelota bajo el brazo, persiguiendo otras redondeces que marcarán para siempre tu destino. Dejas de ser joven cuando compruebas que todos los jugadores de tu  equipo preferido ya son menores que tú. Dejas de ser adulto cuando te pones a contar batallitas del fútbol antiguo y un día te descubres solo en el salón, desescuchado por todos, convertido en otro abuelo cebolleta que monologa con la pared. El balón de fútbol -quiero decir- marca las tres edades del buen aficionado, como marca, también, las fechas en rojo de cada año. Y del mismo modo que los chinos del badulaque funcionan con un calendario transversal, y celebran sus festividades cuando nosotros estamos con  San Atanasio, o con el Día Mundial de la Avellana, los futboleros tenemos nuestro propio día de Año Nuevo, y de Nochevieja, un santoral muy particular hecho con camisetas retiradas. Una Semana de Pasión, cuando llegan las semifinales de la Champions, o un día de Acción de Gracias, como los americanos, cuando por fin la conquistas. Que no es, ni de lejos, todos los años. Fiestas no-anuales, irregulares, pero que cuando llegan son la hostia en verso, y el gozo de vivir.

    La otra mitad del planeta que no está enferma de fútbol tiene otros calendarios para marcar el paso del tiempo. Biológicos, o religiosos, que provienen de la noche de los tiempos. En una de esas cronologías dejas de ser niño cuando te descubres capaz de engendrar ídems en la primera polución. Dejas de ser joven cuando nace tu primer hijo y termina la fiesta diurna y la cuchipanda nocturna. Empiezas a sentirte mayor -de pronto con gorra, y rebequita para pasar el otoño- cuando ese primer hijo abandona el nido para formar uno propio, con otro pajarito, o con otra pajaruela.

    Quien esto escribe -que es un futbolero enfermizo, pero también padre de una criatura- está justo ahora en ese hito del camino. Habitando un viejo nido que se ha quedado con una habitación de sobra, y con una tele de más. Como la protagonista de Benzinho, Irene, que al contrario de lo que me está pasando a mí, cae en una depresión verborreica cuando su primogénito se marcha a Alemania a defender su portería profesional de balonmano. Porque estos de Bezinho son brasileños, pero renegados del fútbol, amantes de otros esféricos. A Irene aún le quedan tres hijos menores por criar -dos de ellos pequeñajos y gemelos, dos auténticos coñazos con aspecto de angelotes. Pero ella sabe que, en cierto modo, con la marcha del hijo mayor, algo se quiebra en el calendario. Que algo se muere en el alma cuando un hijo se va, que cantaríamos, parafraseando…





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