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The Investigation

🌟🌟🌟🌟


En León, cuando yo era niño, también hubo un descuartizamiento muy famoso que acaparó la crónica negra de los periódicos. El crimen de “la descuartizadora del Portillo” fue incluso portada de El Caso, aquel fanzine truculento que se vendía en los kioscos a la vista de cualquier chaval, con fotos en la portada que eran verdadero snuff  de fotonovela. Muchos años después, el mismísimo Iker Jiménez, no sé si en el programa de la radio o en el programa de la tele, se presentó en el bar donde se perpetró el crimen -clausurado, pero todavía en pie- a buscar supongo que una energía negativa, o una psicofonía del asesinado. A saber.

    Las crónicas cuentan que aquella mujer, harta de ser maltratada, se cargó a su pareja con siete hachazos certeros en la trastienda del local, y que luego le desmembró y tiró las partes en dos bolsas de basura: una en las cercanías de León y otra en la montaña de Vegacervera, a cuarenta kilómetros de la ciudad. La primera vez que oí hablar del crimen fue precisamente en Vegacervera, recorriendo  las hoces con mi padre. En un recodo del camino que mi padre seguramente se inventó, me señaló la cuneta con el dedo y me dijo: “Ahí encontraron la cabeza del muerto del Portillo...” y yo, sin saber de qué me hablaba, introducido en la crónica negra como quien es arrojado a la piscina sin saber nadar, ya no dejé de ver cabezas cercenadas en cada montón de hojas de la carretera, o en cada roca que sobresalía de las aguas del río. 

    La imaginación popular había mulitplicado por diez, o por cien, el número de trozos esparcidos por aquella asesina provincial, porque estas cosas, cuando pasan en España, a diferencia de cuando suceden en lugares civilizados como Dinamarca, sacan del marasmo a la población, y la convierten en protagonista aunque sólo sea por vecindad, por estar cerca del meollo, y las habladurías, y las exageraciones, deforman los hechos hasta convertirlos en leyenda irreconocible.

    Dicen que una vez cumplida su condena, la descuartizadora ingresó en un convento y que ahora ejerce de cocinera para las monjas de clausura. Pudiera ser. También dicen que el muerto nunca fue encontrado en dos bolsas de basura, y que eso se lo inventó la autoridad competente para ocultar que el muerto, en realidad, había sido servido en riquísimas tapas que se servían con el chato de vino, o con la cervecita refrescante.







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Corazón silencioso

🌟🌟🌟

Hace un par de semanas que ya tenemos el asunto solucionado. Es el progreso -por lo menos el social- que tarda mucho en llegar, a veces de cojones, pero al final llega. Luego, dentro de veinte años, esos indeseables dirán que esto de la eutanasia -como el aborto, como el divorcio, como el matrimonio homosexual, como la pensión de su puta madre- está bien que así sea, y que responde a las demandas justas de la sociedad. Que ellos, en realidad, nunca se opusieron a nada. Son vomitivos. 

Menos mal, que ya se aprobó la ley, porque todavía se me revolvía la bilis recordando al presidente Zapatero en el estreno de Mar Adentro, en plena efervescencia del "no nos falles" y del "dales caña", diciendo a los reporteros que él estaba allí para apoyar al cine español, pero sonriendo con picardía a los fotógrafos, porque todos sabíamos que había ido a airear el debate, a crear ambientillo, a ir preparando la ley que por fin permitiría morir en paz a los sufrientes. Pero luego se cagó, reculó, dijo que se llamaba andana porque un asesor le susurró al oído que el centro católico estaba perdido si daba un paso más en esa dirección. Así que era mejor disimular, y ponerse a silbar, y decir que eso, que él había estado allí sólo por el cine español, y nada más, porque Mar adentro, ademásera una película cojonuda.

Recuerdo todo esto porque yo pensaba, antes de ver Corazón silencioso, que en la Dinamarca tantas veces alabada estaban más avanzados en estos trances del buen morirse. Pero se ve que no, y menuda sorpresa, porque esta familia camina clandestina por la casa de campo, urdiendo coartadas para la ambulancia que descubra el cadáver, y para la policía que venga luego a hacer las pesquisas. La abuela Esther está a un solo paso de la parálisis, de la respiración asistida, del dolor insoportable, y antes de convertirse en un guiñapo ha decidido que sus hijas y sus yernos, su marido y su amiga del alma, la acompañen en las últimas horas. Algunos se arrepienten del apoyo prometido, otros se mantienen firmes en la decisión, y aprovechando que hay bronca y discusión, todos sacan a relucir los reproches que suelen guardar las en el termo del café. Lo habitual, vamos, cuando la misma sangre comparte comedor todo un fin de semana. Y más todavía si es Navidad. Por muy daneses que sean. 





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Ghost in the Shell

🌟🌟

En el futuro que vivirán nuestros tataranietos se morirán los cuerpos, pero no los cerebros. Antes de que la falta de riego sanguíneo inutilice las sinapsis, unos cirujanos abrirán nuestro cráneo, extraerán la masa encefálica y la instalarán en un cuerpo robótico ya preparado en los hospitales, hecho de plásticos y siliconas a imagen y semejanza del género humano.

    Lo que no se cuenta en las películas de ciencia-ficción es que la gente vivirá aterrorizada por morirse de algo que les aplaste los sesos -un choque frontal, una bala explosiva, un piano que cae del quinto piso- mientras que el cuñado, o el vecino, que tuvieron la potra de morirse de un cáncer de pulmón, o de una puñalada en el estómago, reviven al día siguiente en el hospital tan ricamente, y encima en un cuerpo cojonudo que ya no tiene lorzas en la barriga, ni alquitrán en los pulmones. Si la tecnología del volcado neuronal no alcanzara el desarrollo que se promete en Ghost in the Shell, la gente irá por la calle con un casco blindado de diez centímetros de espesor, tuneados al gusto de cada cual, y será como en los años veinte del siglo pasado, cuando todos los hombres llevaban sombrero, y todas las mujeres sombrerito, pero en un estilo más parecido al postapocalipsis metalúrgico de Mad Max.

    Los que tengan la suerte de no morirse neuronalmente, despertarán de la operación con la alegría de haber resucitado de entre los muertos, pero también con la extrañeza de habitar un cuerpo que ya no es el suyo. En las películas siempre resuelven ese momento con un simple comentario: “Usted no se preocupe, es una reacción normal, rápidamente se va a acostumbrar…”. Y en efecto, apenas dos o tres escenas más tarde, la Scarlett Johansson de turno ya está pegando brincos con su nuevo cuerpo fabricado en Taiwan, haciendo pilates con las amigas, o salvando al mundo de los malvados terroristas. Pero no creo, sinceramente, que las cosas sean tan fáciles como las pintan. Uno es sus pensamientos, pero también es su cuerpo, y entre ambas entidades se crea un feedback de influencias que conforman el yo desde la infancia. Yo he creado mi cuerpo, y mi cuerpo me ha creado a mí. Yo no sería el mismo de haber nacido rubio y con ojos azules, ni mi cuerpo sería el mismo de haber nacido yo con otra templanza, o con otra arrogancia. Yo soy yo, y mis vellos corporales, y mis uñas de los pies, y mi ombligo con pelusillas, y mi páncreas estirado como un mapa de Chile, al decir de las ecografías. Sin estos accidentes tan personales ya no sabría reconocerme al despertar.

Si a los setenta años yo renaciera en un cuerpo artificial de macho alfa -porque ya puestos, con la tecnología, no íbamos a conformarnos con otra cosa- seguramente dejaría de ser Álvaro Rodríguez para convertirme en otro tipo que miedo me da aventurar.




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Borgen. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

En España tenemos el sol, la playa, la cervecita fresca en la terraza. Mientras ningún gobierno cancele estos privilegios, va a dar igual que nos roben otras cosas, los dineros, o la dignidad, o la salud. La gente de este país, cansada, atracada, humillada, ha pasado el invierno conjurándose para dar un vuelco electoral en las próximas citas. Ha sido un invierno pre-revolucionario como aquellos de Odessa y del acorazado Potemkim, o casi. Pero ha llegado la primavera, ha salido el sol, la gente ha sacado las monedas que juraba no tener en diciembre, y las terrazas están llenas de clientes que ya no quieren hablar de política, que se encogen de hombros cuando los aguafiestas recuerdan que este país necesita una reforma de arriba abajo.

    “Como en España, en ningún sitio”, te dicen los mismos que hace dos meses renegaban del país, de la bandera, del carácter incorregible de nuestra raza, y que soñaban con los países limpios del bienestar donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros corruptos gobernantes, el opio verdadero del pueblo, y no la religión que dijera Marx, porque la religión, hasta los más creyentes se la toman ya un poco a cachondeo. Qué es, si no, la Semana Santa, este carnaval de gente disfrazada por el mismo modisto que sólo va cambiando los colores.



    En Dinamarca, en cambio, tienen el frío, las playas impracticables, la cerveza a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y la depresión amenaza con mandarlo todo al garete, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les dibuje una sonrisa de orgullo, e incluso de honda satisfacción. En esta serie modélica que es Borgen, hay mucho hijo de puta y mucho político indeseable pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que nosotros los mediterráneos. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde transcurren los trapicheos, en Borgen se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país, con sus impuestos rigurosos, sus servicios públicos, su conciencia ecológica, su dominio del inglés, su comportamiento cívico... Sus mujeres de belleza infartante, también, que no son obra y gracia del Estado del Bienestar, por supuesto, pero que allí, por alguna razón insondable, sonríen más luminosas y felices. 
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Borgen. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que ha comenzado la primavera en el terruño donde escribo, la mayoría de mis conocidos dicen preferir el sol con corrupción al frío con transparencia. Puestos a elegir entre la España casposa que ven a diario en la televisión, o la Dinamarca modélica que se adivina en Borgen, ellos se quedan con la playita, con el chiringuito, con la cervecita en la terraza a cuarenta grados a la sombra, y que le den por el culo a los cielos grises y a las heladas del amanecer. Que España es el mejor país del mundo para vivir, te dicen sin rubor, y uno se queda mirándolos con cara de no entender nada, como recién aterrizado en una pesadilla de bobalicones. Y así nos va, claro, que cambiamos el bienestar social y la dignidad laboral por cuatro rayos de sol y una tapa de aceitunas.




            En el episodio número seis de Borgen, el presidente ficticio de Turgisia firma un contrato millonario con el gobierno danés para adquirir palas eólicas. La noticia es recibida con alborozo en la oficina de la Primera Ministra, porque eso supone miles de puestos de trabajo asegurados. Pero ay: el marido de la susodicha, que vive de sus propios recursos, tiene invertida una pasta en acciones de la compañía, y la opinión pública no vería con buenos ojos que él se lucrara gracias a un contrato firmado por su señora. Esa misma noche, en la intimidad de la alcoba, bastará una pequeña conversación para que él comprenda la gravedad del asunto, y decida vender unas acciones que iban a producirle unos réditos millonarios. 

    Uno se imagina esta escena en la intimidad ibérica de un dormitorio presidido por la gaviota, o por la rosa en el puño, y de la risa que te entra, y del cabreo que coges a continuación, te descubres en el aeropuerto más próximo comprando un billete para Copenhague. Sólo de ida.






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Borgen. Temporada 1

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En la ficción de Borgen, la mujer del primer ministro danés es una compradora compulsiva que una mala tarde de invierno, en una boutique del centro de Copenhague, se queda sin dinero para agenciarse un bolso carísimo. Para evitar la vergüenza pública, decide llamar a su marido, que anda muy ocupado en sus asuntos de gobierno. La mujer le grita al teléfono y exige su presencia inmediata en la tienda. En caso contrario, porque va muy loca y muy empastillada, amenaza con montar un escándalo de padre y muy señor mío. Nuestro hombre, resignado, se planta allí con su comitiva de asesores y guardaespaldas. Sólo lleva encima una tarjeta de crédito, la que está reservada para los gastos de su cargo, pero decide hacer una pequeña trampa, una que cualquiera de nosotros hubiese improvisado allí mismo: pagar el bolso con el dinero que pertenece a los contribuyentes, y al día siguiente, cuando abran los bancos, restituir el gasto desde nuestra cuenta personal. Cualquier cosa antes de escuchar a su mujer pegando voces. Fin del problema.



Pero esto, ay, es Dinamarca, y el Primer Ministro, como la mujer del César, no sólo tiene que ser honesto, sino además parecerlo. Porque al día siguiente restituye el dinero, sí, 70.000 míseras coronas que al cambio son 9000 míseros euro. Más o menos lo que aquí gastaban los impresentables de las tarjetas black en un centollo y en una buena mamada. El caso del Primer Ministro es filtrado a la prensa danesa y el asunto explota justo antes de las elecciones generales. El partido liberal queda sentenciado en las urnas. Nadie ha robado nada, pero el votante se siente molesto. El dinero de la compra, al fin y al cabo, era suyo, y nadie le pidió permiso para tomarlo prestado. Los daneses, como se ve, hacen una lectura muy radical del concepto de lo público, una idea que aquí en España nos suena a chino mandarino, a cosa muy difusa y poco respetable. Allí, sin embargo, en la península de Jutlandia, la cosa pública vertebra el engranaje social, y por eso ellos están como están, y nosotros estamos como estamos. 

Una serie como Borgen sería imposible de rodar en España, porque nadie se creería los comportamientos honrados de nuestros políticos. Acostumbrados al latrocinio indisimulado de las comisiones, de los sobresueldos, de los pagos en B, que luego, un alto dignatario ibérico, con el dinero de todos, y sin afán de restituirlo, le pagara un bolso de Loewe a su señora, nos parecería poco más que una travesura, el desliz inocente de un hombre detallista y muy enamorado.
           

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